La puerta se cerró suavemente a pesar de la fuerza y la tensión que había puesto en la mano al jalar el picaporte.
Cuando estuvo adentro, con la misma suavidad, aún temblándole las piernas y el cuerpo, dejó la cartera sobre la mesa de vidrio, colocó el saco en el respaldar de una de las sillas. A pesar del temblor de las manos, con la misma suavidad, se quitó las esclavas, el reloj, los anillos y como una maestra de ceremonia muy avezada, se saco el collar y los aros. Aún con la enorme tensión que había en sus brazos, con muchísima suavidad dejó sobre la misma mesa de vidrio, aros y collar, junto a las esclavas, el reloj, los anillos y la cartera.
De tanto en tanto se decía: -calma, calma, el doctor me dijo que tomara las cosas con calma-.
Todavía algo agitada se sacó los zapatos de taco y descalza los llevó hasta el cuarto. Se quitó la camisa, el pantalón; se puso un salto de cama y las pantuflas. Prácticamente repuesta fue hasta la ventana, la abrió, se asomó. Primero miró los nueve pisos que la separaban de la planta baja, y con toda parsimonia giró la cabeza y se quedó mirando el piso superior y parte del cielo. En esa posición, llenó de aire sus pulmones, se quito la enorme cantidad de calma que dejó doblada y colgada de la ventana y con un vozarrón que le salió del alma y las entrañas, grito: -¡me cago en el hijo de puta que dejó abierto el ascensor en el piso once!-.
Recogió nuevamente su calma, se la puso, entró y cerró la ventana.
Se volvió a repetir: -calma, calma, dijo el doctor- y siguió ordenando sus cosas tranquilamente.
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