El aprendiz de orador metió temeroso la mano en el saquito de palabras dobladas. Revolvió sin sentido y cogió uno de los papeles. La duda le detuvo un instante, le ordeno soltarlo y al coger otro sintió que se le abría un precipicio en el vientre: se le iba hasta el fondo ese papel que había soltado con la absoluta certeza de que había dejado escapar la suerte.
Medio derrotado extrajo otro papelito y se lo entregó al sabio que presidía el tribunal. Éste lo desdobló y lo mostró a la sala. Leía: MAESTRO.
El tribunal y la audiencia exclamaron al unísono -; ohhhh!
El aprendiz volvió los ojos hacia adentro intentando ingeniar literatura con esa palabra. Tras un tiempo adelantó un paso, esperó al silencio, se asomó a él como a un precipicio y expuso en un solo tono y con la mirada fija en el fondo: MUÉSTREME EL CAMINO. El silencio cortó sus palabras.
La audiencia miró al tribunal. Éste, temeroso por el momento, aguardó algún desenlace y el sabio asintió ligeramente con el mentón. Al unísono, todos los demás aletearon sus manos y se comentaban el ingenio de la frase. Y se iban envalentonando con vítores. Se miraban las caras unos a otros y se veían el entusiasmo y los armaba de brío para aplaudir mas enérgicamente. Algunos se levantaban ya y el clamor empezó a hacerse ensordecedor ahora que se extendía por toda la audiencia. Todos estaban ya colorados y los aplausos chisporroteaban sin decaer un decibelio. Mas aún parecían engordar.
El aprendiz, que tras soltar su frase quedó encorvado y temeroso, al oír la aprobación, fue levantando la cabeza, retomando una sonrisa, sacando el pecho y pensando para sus adentros: No lo he debido hacer mal. Luego, en vista de las aclamaciones, se le ocurrió que debía ser buena su creación. Con los vitores no pudo negarse ya la evidente genialidad de su obra y al ver a la sala en pie se le antojó que era un recien reconocido maestro. Detrás del escándalo sonoro, pensando en su don, vio a todos aquellos allí abajo: Solo eran aduladores. Seres capaces nada más que de admirar la maravilla, aprendices inútiles del talento.
A punto estaba de hacerlos callar, medio molesto ya por tanta adulación, cuando se alzó el primer sabio y levantando la mano accionó un silencio marmóreo. El viejo, con el dedo señaló la puerta.
-Ese es el camino - dijo- Todo lo que te falta por aprender esta ahí fuera. Nada vas a aprender aquí.- Y así le echó de la sala.
Caído de nuevo en la pobreza, en la realidad, en su abismo y con la cabeza gacha salió despacio el aprendiz en la dirección señalada. Detrás, uno a uno, los aduladores dejaban sus rumias como excrementos.
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