Eran ya seis noches tremendas y delirantes, no podía contener su ira y arránques, seis tardes repletas de saber que no podría descansar, no podría respirar ni sentirse dueña de su propia carne. La séptima mañana acarició despacio el sofá que la vió despertar, reconoció el apartamento y se sintió aliviada comprendiendo que al menos por un rato más estaría a salvo.
El cenicero estaba roto y le hacía falta un zapato; mejor dicho, uno de sus pies estaba prisionero y el otro ya no, la ceniza se devolvió al polvo que viajaría hasta la noche. Sus labios sabían a ayer, estaban resecos y medio partidos, podía sentir como la piel se acercaba tanto a los huesos y hormigueaba desfalleciente, el laberinto se matizó levemente y le ofreció una tregua.
Pasaron tres o cuatro horas hasta que decidió telefonear para que alguien la ayudara a salir discretamente del edificio. Un poco más tarde recibió instrucciones y se encerró en la bañera, salió fresca y envuelta en un aroma tan similar a olvido que decidió cubrirlo con agua de jazmines y conservarlo solo para ella, dibujó la sonrisa y la iluminó en violeta, anheló tanto su zapato izquierdo, era tan arrogante, tanto o más que ella misma y ahora el restante estaba sólo e inservible, sin poder precisar si tanto o más que el susurro que la acompañaba. Sirvió un poco de té en la taza roja que consiguió en Teruel, encendió un cigarrillo y se perdió por instantes en la cadencia del humo, sacó de su bolso un par de billetes y la tarde le anunció la rutina de la semana. Una semana más que terminaba, el descanso llegaría, probablemente al día siguiente, unas horas antes de comenzar la siguiente escala de siete días y noches sin luz, sin paz ni nada.
Ojos que no ven... engañan, pues la piel es la que siente, así que esa noche, de igual manera que el resto, cerraría endemoniadamente los ojos para escapar del ritmo asfixiante de su profesión tarifaria. |