Le pregunté si ya era hora. Me respondió con una mirada profunda. Miré una vez más al suelo y moví mi pie derecho; mis manos apoyadas en la madera de aquella banca hicieron eco de una pequeña vacilación. Me paré sin más y me miró desentendido: no iba a esperarlo para siempre, y al observar mis ojos lo comprendió. Soltó sus bien afirmados dedos de mi brazo izquierdo... y aquella fue la última vez que lo sentí.

Caminé, aún sin saber si era lo correcto, sólo con la convicción momentánea de querer hacerlo. Era tiempo de silencio y reflexión. Pasé invisible las cinco cuadras que me separaban de mi cotidiano destino, y cuando llegué a él, mi convencimiento se había esfumado. Tuve ganas de volver, pero me contuve, sabía que aún estaba allí, quizás esperando -o más bien sabiendo- que reaccionaría de esta manera. Pero no iba a darle en el gusto: no una vez más. Y quizás por eso -o quizás por qué- finalmente no seguí aquel impulso de regresar. Debía terminar, aunque fuese el más crudo final para algo tan inconcluso. Apreté mi mano izquierda tratando de evitar lo inevitable, mi cabeza cayó automáticamente, mis pies se helaron y mi respiración se hizo más fuerte: el peso en mi interior era incontenible.