Arrebato homicida
Paola odiaba cuando su tío Eduardo invitaba a sus padres a algún lugar (generalmente a eventos culturales o deportivos) porque siempre la dejaban aburrida en la casa y al cuidado de sus fastidiosos primos: Erica de nueve años y Mario de cinco.
Paola era hija única y en sus quince años jamás había tenido que lidiar (al menos de cerca) con niños inquietos e hiperactivos que querían saber como funcionaba tal o cual aparato y que rompían todo lo que estaba a la vista con el único fin de ver hasta donde aguantaba la persona que estaba a su cuidado.
Por otro lado, no se podía decir que Paola era precisamente una chica tranquila y serena, pues casi al menor estímulo negativo por parte de quienquiera reaccionaba con ira y a veces con ataques casi histéricos. Por este motivo, tenía que ir a una terapia de grupo cada mes. La psicóloga que atendía a Paola había sugerido que debía pasar más tiempo con gente de su edad, para de esta manera controlar su fuerte carácter. Sin embargo, Paola formaba parte de ese escaso uno por ciento que nunca muestra mejoría. Ya había asistido dos años a la terapia y su fuerte temperamento no había cambiado en lo más mínimo.
Un sábado por la tarde sonó insistentemente el teléfono y como nadie atendía, Paola –que ese momento estaba recostada en su cama– se levantó malhumorada para contestar.
–Sí, ¿aló?
–Hola, Pao –dijo una ronca voz al otro lado de la línea–. ¿Sabes con quien estás hablando?
–Hola, tío –contestó Paola en un tono frío y parco–. ¿Cómo están por allá?
–Muy bien, gracias. Tus primos te mandan saludos.
–Ah, yo también.
–¿Están tus papás por ahí?
–Sí, ya los llamo.
Paola dejó el teléfono descolgado en la consola de la sala y fue a llamar a su padre que estaba más cerca, leyendo el periódico en la mesa del comedor.
Después de unos quince minutos de una tediosa conversación, su padre se despidió y colgó el teléfono. Paola ya se imaginaba para que había llamado su tío por lo que decidió no preguntarle a su papá.
–Laura –dijo Alberto dirigiéndose a su esposa–, tu hermano nos está invitando a ver las artesanías a La Mitad del Mundo y preguntaba si tu quieres ir.
–Es una buena idea. No hemos ido a La Mitad del Mundo desde hace años. ¿Le preguntaste a qué hora?
–Dijo que a eso de las cinco.
Paola ya sabía lo que eso significaba, por lo que estaba resignada a soportar a ese par de detestables mocosos por algunas horas. Llevó un libro de Edgar Allan Poe para distraerse y olvidar su sacrificada tarea en la casa de su tío.
Paola ignoraba que las depresivas, claustrofóbicas y obsesivas descripciones de Poe iban a formar parte de su vida y no precisamente a través de la lectura.
Luego de una hora de camino hacia la casa de su tío, Paola y sus padres llegaron a las seis de la tarde. Su padre estacionó el Chevrolet Corsa al frente de la casa y se dirigió a tocar el timbre.
–¿Qué pasó? –preguntó Eduardo cuando salió a abrir la puerta–. Pensé que ya no venían.
–El tráfico estaba terrible, cuñado. Ni te imaginas lo que me costó llegar hasta acá.
Laura bajó del vehículo y Paola la siguió sin disimular su enojo, cerrando la portezuela del auto casi con saña.
–¡Más despacio, hijita! –la reprendió Laura.
–Sí, mamá –respondió Paola fastidiada.
–Hola, hermano. ¿Ya nos vamos?
–Hola, hermanita. Nosotros ya estábamos listos desde hace rato, solo los esperábamos a ustedes.
–Hola tío –saludó casi sin ánimo Paola.
–Hola, Pao. Me los cuidas bien a eso dos pequeñines.
Después de cinco minutos de indicaciones sobre los cuidados del asma de Mario, Claudia, la esposa de su tío, al fin pareció quedarse más tranquila, aunque no del todo. No confiaba mucho en Paola, pero trataba de disimularlo.
Apenas Paola vio que al auto se perdía en la siguiente cuadra, sacó su libro de una pequeña mochila negra que siempre llevaba consigo. Ni siquiera había empezado a leer la segunda línea cuando sus primos interrumpieron su concentración.
–¡Quiero que juguemos a las escondidas! –demandó Mario en un tono impaciente. Al ver que su prima ni pensaba moverse del sillón de la sala en el que se encontraba sentada, le comenzó a jalar de la mano.
–Ahora no, Mario –replicó Paola empujando a Mario con brusquedad suficiente para que cayera.
–¡Eres mala, ya no te quiero! –Mario fue corriendo a darle la queja a su hermana que estaba en el dormitorio viendo televisión–. ¡Te odio! –gritó como última muestra de desprecio hacia Paola.
Paola hizo caso omiso del berrinche de su primo y retomó la lectura tratando de recordar donde se había quedado.
–¿Qué le hiciste a mi hermano, Paola? –reclamó Erica después de recibir la queja de Mario.
–Nada. Se cayo solito y piensa que yo lo boté.
–Le voy a contar a mi papá...
–¡Y a mi que me importa! Déjame leer en paz y no me fastidies la paciencia.
Erica se dirigió hacia Paola y antes de que ella pudiera hacer algo, le arrebató el libro de las manos.
–¿Qué haces, enana de mierda? Devuélveme mi libro.
–Si me atrapas.
“¡Maldita sea, ya empezaron con los juegos estúpidos!”
Paola no podía entender como su prima, que segundos antes parecía molesta, ahora estaba actuando como el cretino de Mario.
–No tengo ganas de perseguirte, así que ahorita me das mi libro.
Erica le lanzó el libro a su hermano y éste comenzó a hacerle estúpidas muecas y gestos a Paola.
–No me atrapas, no me atrapas, –salmodió casi chillando mientras le pasaba el libro a Erica, que comenzó a correr alrededor de Paola sin que ésta pudiera recuperar su libro.
Paola estaba perdiendo la paciencia y en un arranque de ira saltó sobre Erica logrando atraparla. Erica trató de zafarse pero no pudo, así que intentó jalar el rizado cabello negro de su prima.
Paola ya estaba fuera de sí y comenzó a abofetear a Erica hasta que las mejillas de ésta se pusieron rojas.
–¡Me duele! –comenzó a sollozar Erica–. ¡Ya no me pegues!
Paola decidió detener su castigó y ayudó a levantarse del suelo a su prima.
–Perdóname, Erica. No quería hacerte daño pero es que me hiciste enojar tanto que yo... bueno, cuando me enojo no pienso lo que hago y...
Lo que había hecho la hacía sentir tan mal que le dolió el estómago.
–Me perdonas, ¿verdad?
–Sí –respondió Erica limpiándose la nariz con la manga de su saco.
Todo pasó en calma hasta las 8.30. Sus primos ya no la habían provocado y ella no había actuado de modo violentó por dos horas y media.
Recordó que cuando tenía ocho y su prima Erica era aún un bebé, iba hasta su cuna, la despertaba cuando estaba dormida y le picaba las costillas con el alfiler del pañal de tela. Sus tíos venían corriendo para ver que había sucedido y ella simplemente esbozaba una pícara sonrisa diciendo que “el bebé había despertado porque tenía hambre”
Jamás nadie supo los malos tratos que le daba Paola a Erica. Ni se les pasaba por la cabeza que la niña de expresión triste e inocente, maltratara al bebé solo por... celos. Injustificados y ridículos celos que se habían originado desde que su tío le había dicho que le tenía una buena noticia. Ella había preguntado cuál era esa “buena noticia” y él le dijo que pronto iba a tener una primita.
Paola quería mucho a su tío y se le ocurrió que con la nueva criatura, se olvidaría pronto de ella. Y así sucedió. Cuando Erica nació, su tío Eduardo se mostraba distante con ella y no quería que se le acercara a la recién nacida porque temía que de modo involuntario la botara de la cuna tratando cargarla o algo así.
Paola instintivamente odiaba a su prima. Le había robado el cariño de su tío y ella no la soportaba.
Cada vez que su tío le quería hacer algún juego como antaño, la condenada bebé comenzaba a berrear. Entonces su tío suspendía el juego y le decía a Paola que continuarían otro día. Pero ese “otro día” jamás llegaba.
Bostezando después de haber leído tres relatos de Poe, fue a buscar algo al refrigerador de su tío. Había cinco pedazos de pizza de anchoas. A Paola no le agradaban mucho las anchoas pero como se moría de hambre no tuvo más alternativa que conformarse con lo que había.
Puso los pedazos en un plato y luego los metió al microondas. Los dejó calentarse por dos minutos y luego llamó a sus primos. Como no contestaban fue al dormitorio de Mario pero no había nadie. Luego fue a la recámara de Erica. La luz estaba apagada, pero la televisión encendida.
Se dirigió hasta el televisor para apagarlo y cuando estaba a punto de hacerlo sus primos salieron gritando de debajo de la cama.
Paola saltó hacía atrás por el susto. Le tomó unos segundos recuperarse.
–¿Qué hacen enanos estúpidos? Casi me matan del susto.
–Parecía que ibas a morirte –dijo Erica riendo.
–Ahora ya no les doy la pizza que me encontré en el refri –amenazó Paola.
–¡Esa pizza es mía! –gritó furioso Mario–. ¡No quiero que te la comas!
–¡Ya cállate, tarado!
–¡No le digas así a mi hermano!
–Ya no seas metida, Erica. ¿Sí?
Mario subió a la cama y le saltó encima a Paola. Por la fuerza del salto no pudo aguantar el peso de su primo y se cayó golpeándose la cabeza contra el suelo alfombrado.
Mario comenzó a saltarle encima y cuando Paola intentó quitárselo de encima, le mordió el brazo.
–¡Ay, mierda! –gritó Paola. Estaba perdiendo el control pero trató de tranquilizarse–. ¡Ya basta, Mario!
Erica fue a la ayuda de su hermano y junto le jalaban el cabello, la pellizcaban y le pateaban las piernas.
Paola ya no soportó más los golpes de sus primos y le pellizcó la mejilla derecha a Erica. Prácticamente, le enterró la uña.
Erica con lágrimas en los ojos y furiosa a la vez, escupió al rostro de Paola.
Ese momento reaccionó sin pensar y golpeó la cabeza de su prima contra la pared. El sonido fue seco. Le recordó el sonido de una nuez al romperse.
Erica se quedó un rato en el suelo sin moverse y se agarraba la cabeza con compulsivos sollozos.
–¡Auuuu! –gimió Erica.
Paola, asustada, encendió la luz y llevó a su prima al baño para limpiarle la herida de la mejilla y tratar de curarle el golpe de la cabeza.
Mario las siguió hasta el baño.
–Ahora le voy a decir a mi papá que le pegaste a mi hermana.
–¡Cállate, Mario! ¿No ves que estoy tratando de curarla?
Erica seguía llorando aunque ya estaba más calmada.
–Me siento mareada –dijo con una voz apagada–. Me dan ganas de vomitar.
–Está bien... –Paola levantó la tapa del inodoro para que Erica vomitara, pero ésta dijo que ya se le había pasado el malestar–. Bueno, ¿Dónde están el alcohol y los algodo...?
El teléfono timbró y Mario fue corriendo a contestar antes de que Paola lograra alcanzar el teléfono.
–¿Sí? Hola tía. Sí estamos bien... pero...
“Maldito enano chismoso”
Paola le arrebató el teléfono y le mintió a su mamá que no había pasado nada y que Mario estaba molesto porque ella no quería jugar con él.
–¿Segura, Paola? –dijo su madre desde el otro lado de la línea–. No quiero enterarme que les hiciste algo a esos niños. Te conozco y sé que... Bueno, no importa. Nosotros vamos a estar por ahí a eso de las diez y media porque nos encontramos con unos amigos en La Mitad del Mundo y ahora estamos en su casa.
–Está bien, mamá. Hasta luego. –Puso el auricular en el teléfono y deseó no haberle estrellado la cabeza contra la pared a su prima. Seguro ahora se metería en un gran problema.
Regresó al baño donde se encontraba su prima y vio que el alcohol y el algodón se encontraban sobre la tapa de inodoro. Erica los había colocado allí mientras Paola hablaba con su madre.
Puso un poco de alcohol en una bola de algodón y le aplicó en la herida de la mejilla de su prima. Ésta cerró los ojos y frunció el entrecejo.
–¡Ay! ¡Me arde!
–Ya, ya pasó –la tranquilizó Paola–. Ya regreso. Voy a la cocina a ver unos hielos para ponerte en la cabeza y que se te deshinche.
Abrió el refrigerador y sacó la cubeta de los hielos. Colocó unos tres en una toalla que había traído del baño.
De regreso, su primo le puso el pie y se calló de bruces contra el parqué del corredor. Sintió un dolor horrible en la nariz, que empezó a sangrarle. Los ojos comenzaron a escocerle y sabía que las lagrimas no tardarían en llegar. Siempre y al menor roce que tenía en la nariz, los ojos le lagrimeaban dando la impresión que lloraba.
–Me alegro mucho –dijo Mario con la característica malicia infantil–. Eso te pasa por mala.
Paola se levantó y se secó los ojos con la toalla que tenía en las manos.
Mario se le acercó y le dio un fuerte puntapié en la rodilla.
–¡Suficiente, Mario! –su voz sonó carrasposa y un poco gangosa por el impacto sufrido.
Mario no hizo caso de la advertencia y le dio un fuerte golpe en el estómago que casi la dejó sin aire.
Paola se ofuscó y de un empujón mandó al suelo a Mario que se frenó con los codos. El impacto debió ser fuerte porque Erica que estaba al otro extremo oyó el golpe y preguntó que pasaba.
–Nada –respondió Paola–. Ya voy.
Mario se estaba levantando cuando Paola se sentó encima de su pequeño pecho que, agitado, subía y bajaba, subía y bajaba... con un ritmo casi constante.
–Paola... Pao... –dijo Mario con una voz apenas audible–. No pue... no puedo respirar
–Ojalá te mueras, maldito malcriado.
Paola comenzó a aplastar más el pecho de su primo hasta que sintió que ya no se movía.
“Dios mío, no me acordé que tiene asma –pensó Paola al borde del llanto–. Ayúdame Dios mío, ayúdame. Y ahora ¿qué hago?”
Sentía ganas de orinar a causa de los nervios pero trató de tranquilizarse. Hizo un esfuerzo por acordarse donde había visto el respirador parar el asma de su primo. ¿En la cocina? No. ¿En el dormitorio de Erica? No. ¡En el baño! La última vez que había visto ese respirador había sido en el baño.
Fue corriendo, rogando a Dios que su primo siguiera con vida.
–¿Qué pasó? –preguntó asustada Erica–. ¿Por qué estás así?
–Po-por nada –respondió Paola, tomó el respirador que descansaba sobre el lavabo y regresó corriendo donde estaba Mario. Erica la siguió y sintió un presentimiento horrible cuando vio a su hermanito tendido en el corredor sin moverse. Esta poniéndose morado.
Paola le intentó hacer inhalar del respirador pero no había respuesta. Mario no reaccionaba.
“Ayúdame, Diosito”
Le tocó las manos. Las tenía frías. Pensó en llamar una ambulancia pero se acordó que su tío no había pagado el teléfono por lo que sólo podían recibir llamadas. Seguramente, cuando había llamado a sus padres en la tarde, lo había hecho desde el celular.
–Mario, Mario... por favor –su voz era ahora una súplica. Probó otra vez con el inhalador pero no funcionó. Su primo parecía muerto
–Paola, ¿qué le hiciste? –chilló Erica poniéndose al lado de su hermano.
Paola no pudo controlarse y se le escaparon unas cuantas gotas de orina. Sentía que se iba a volver loca de los nervios y lloró de manera casi histérica. ¡Era una asesina! ¡Lo había matado, lo había matado! Sintió que la culpa le oprimía el pecho y pensó que el alma misma le dolía.
Erica le dio respiración boca a boca pero aun así no respondía. Tenía los labios de color púrpura y estaba mortalmente pálido.
Paola sentía las mejillas calientes y pegajosas a causa de las lágrimas pero se obligó a acercarse al pecho de Mario.
–¡No te le acerques! –gritó frenética Erica.
–Solo quiero sentirle el corazón –dijo Paola.
Puso el oído al lado izquierdo del pecho de Mario pero no percibió el mínimo ruido. Las manos le sudaban y sentía pánico. ¿Qué tenía que hacer? ¿Cómo podía salvarle la vida a su primo? Salió desesperada a la calle para ver si encontraba una tienda abierta o algún local pero toda estaba en tinieblas. No había nada cerca.
Como último recuso Paola comenzó a golpear el portón de hierro de una casa que quedaba a tres cuadras de la de su tío. No hubo respuesta.
Siguió caminando para ver si encontraba algo o alguien. Tenía la impresión que iba a desmayarse.
“¡Dios, por favor, que se salve!”
En la garganta sentía un gusto amargo, como si hubiera chupado unas treinta limas con un vaso de vinagre. .
No percibía el frío de la noche porque sus nervios lo neutralizaban por completo. Siguió caminando calle abajo unas diez cuadras más. Por fin vio una farmacia abierta y entró. El dependiente se asustó al verla. Se le ocurrió que le habían robado... o talvez incluso violado.
–Tranquila, ¿qué te pasó?
–Mi-mi primo –gimoteaba desesperada. Tenía el cabello pegado a las mejillas y los ojos totalmente hinchados: al parecer, había llorado de manera incontrolable e histérica–. Se es-está muriendo. Él tiene... él tiene asma y yo –las palabras salían atropelladamente de su boca, apenas podía coordinarlas–, yo lo maté.
Paola comenzó a hipar a causa del intenso llanto.
–Tranquila, no pasa nada –la intentó calmar el boticario.– usa mi teléfono y llama una ambulancia.
–Gra-gracias.
Levantó el auricular color crema de un anticuado teléfono de disco y con miedo marcó al 911.
Una operadora contestó y Paola le explicó el problema y le dio la dirección de su tío.
–Una ambulancia va en camino. No te preocupes –dijo la mujer y colgó.
Agradeció al hombre por permitirle hacer la llamada. Buscó en sus bolsillos y sacó su monedero para pagarle.
–No te preocupes por eso. Tranquila. Mejor vuelve a tu casa y verás que todo va a salir bien.
Paola se sentía más aliviada aunque todavía sentía un fuerte dolor en el pecho a causa de la depresión.
Llegó corriendo hasta la entrada de la casa y vio bajar de la ambulancia (cuya sirena sonaba de una manera tan penetrante que lastimaba el oído) un camillero y un equipo médico.
Cuando entró a la casa vio dos paramédicos tratando de revivir a Mario mediante shocks eléctricos.
–Estamos perdiendo los ritmos vitales –dijo un paramédico–. Debemos trasladarlo rápido al hospital.
–Yo los acompaño –dijo Paola.
–Yo quiero ir –intervino Erica–. Es mi hermano.
–Tú debes quedarte aquí para avisarle a mi tío y mis papás cuando lleguen.
Erica accedió, aunque no de inmediato. En la ambulancia continuaron los intentos por salvar la vida de Mario.
–No podemos hacer nada más –anunció el paramédico de mediana edad y cabello entrecano–. Anota la hora del deceso, Jorge –le indicó al paramédico más joven.
–Diez y veinticinco –respondió él, casi mecánicamente.
Paola sintió que el mundo se le venía encima y sabía que su tío Eduardo la haría encerrar en una correccional... eso si antes no la mataba.
Un hilo de orina (esta vez casi la tercera parte que tenía en la vejiga) manchó su ropa interior. Sentía una humedad incómoda y percibió brevemente el olor dulzón de su propia orina. Temió que los paramédicos también lo hayan advertido, sin embargo, ellos estaban preocupados arreglando el equipo portátil y tapando el cuerpo inerte de su primo con una sábana blanca.
–Lo siento mucho –dijo el paramédico más joven a Paola–. ¿Era tu hermano?
–Mi primo –contestó Paola sumergiéndose de pronto en un mundo abstracto y de infinitas pesadillas.
Fragmento de un periódico de Quito
15 de marzo del 2003
Después de hacerse las pertinentes investigaciones y gracias al testimonio de Erica Heredia (hermana del niño fallecido a causa de asfixia) se estableció que Paola López, de quince años había matado a Mario Heredia, de cinco.
Fue encerrada en una correccional de menores con el cargo de homicidio accidental con atenuantes, alegando una histeria agresiva, sin embargo, después de algún tiempo se le permitió el traslado a un centro psiquiátrico, debido al permanente estado catatónico y tendencia suicida que presentaba.
Paola jamás pudo sobreponerse al fuerte sentimiento de culpa que sentía por haber asesinado a Mario.
Días después de su traslado al centro psiquiátrico, fue encontrada muerta en su habitación de paredes acolchadas... Se había estrangulado.
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