II
La tarde sinuosa curva la luz como un retrato de van gogh en el que los colores parecen ser mensajes ocultos en las cortinas de humo que se elevan mirando al cielo con destino incierto. La luz que entra por mi ventana. Ahora. Los últimos rayos de sol que recoge la luna y los árboles parecen entenderlo, así que invocan al suave viento del crepúsculo para que les ayuden a dar el aviso: Estamos aquí, y queremos luz. El sol sigue su giro perpetuo, y los árboles tienen que callar, y esperar. Esperar a mañana. Así pueden vivir años. Una vida de árbol. Alargar su orgasmo luminoso acortaría considerablemente su vida, así que aguantan y duermen. Hay una silueta oscura que se confunde con tanto edificio. Un árbol tiene de hombre lo que al hombre no le pueden dar las palabras. Un árbol puede estallar e invocar las fuerzas de la tormenta, al rayo y al trueno, en una noche de verano, en donde la electricidad estática parece que va a fulminar el mundo de un instante a otro. Un hombre puede revelarse, escapar, seguir aprisionado, decidir, trabajar, decidir, no hacerlo, matar a alguien, hacerle el amor, arrancar la hoja de un árbol, subir por una escalera, pero no puede escapar de ese sueño de nombre Yo que lo persigue a todas partes. La tierra que lo riega y al mismo tiempo lo mantiene rígido, sometido a unas reglas que le permiten sobrevivir. Porqué un hombre no es un gorrión, ni una manada de escarabajos. El hombre lo comparte todo con todos y todos lo comparten todo con todos. Un hombre es polvo y la nada. Y es curioso” como sin la nada no se es polvo, y como el polvo que ha abandonado la nada sigue teniéndola ahí, aunque ya no es la misma, y como, si no nombras algo ese algo no está. Entonces el animal se vuelve hombre y el hombre se vuelve animal, y se impone una orgía del horror de nombre impreciso. Un horror en forma de montoncitos de granos de tierra que se amontonan unos sobre otros, y que por lo tanto, ya no es el horror que conocemos, sino montoncitos de granos de arena que se amontonan unos sobre otros. Así que me siento y sigo hojeando la procedencia de la fórmula del momento flector. Al tiempo que pienso en ti, te paseas por delante sin ningún escrúpulo y me mantengo, digno, en encontrar el momento. Y si el momento es una fuerza por una distancia, inevitablemente debe ser 0. No hay más distancia que la que pongo delante tuyo. Y no hay momento, más que en los cálculos matemáticos. Porque si no hay cálculos, no hay nada que comprender. Así que, cada vez que te baile la danza de los desesperados, recuérdame las tangentes de los cantos de una casa para que puede serpentear entre ellas, y hacer el pino en su extremo. Porque incluso para estar loco necesitas una referencia. Incluso para saber que no sabes nada necesitas saber. Así que, ¿Que sabes de lo que no es? ¿O de lo que pudo ser pero no fue? Y siempre la misma respuesta: Lo mismo que yo. He visto tus ojos amedrentados por el dolor, sollozando como un cachorro sin su dosis de leche materna. Y lo he visto porqué ya estaba en mi. He comprendido de repente lo importante que es darte un caramelo. Y después sentarte y contarte: Vas a tener todos los caramelos que quieras si te portas bien. Y tu has prometido a Dios que serías una buena chica, que nunca abandonarías el buen camino, que no había otro camino más que el bueno. Y Dios te ha advertido que él estará contigo hasta que tú estés con él, hasta que no lo olvides, porque entonces debería pedirte perdón. Y quitarte todos los caramelos de golpe, y hacerte fuera del colegio de una patada. Pero se equivoca, porque tu ya estarías lejos, muy lejos…
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