Me miraba con desdén, con la incredulidad que genera una mirada en la que no se puede confiar. Sin embargo, los labios denotaban el nervio acumulado de quien guarda un secreto. Los labios se abrieron ligeramente, pero no se oyó ninguna palabra.
Aun tendría que esperar un poco más para que empezara a circular el aire entre sus cuerdas vocales, y esparciera por la habitación su ansia entrecortada.
Me seguía mirando a los ojos, mostrándome esa sonrisa que sus labios no acababan de generar. Una sonrisa triste, una sonrisa de resignación, una sonrisa de quien ha aceptado sin querer el paso de los años. Con el ligero crujido de la lengua despegándose del paladar comenzó a hablar, como si estuviera siguiendo una conversación que nunca habíamos tenido.
- Es una sensación de invisibilidad a los ojos del mundo entero, una invisibilidad casi anhelada, no existir para nada o para nadie. La invisibilidad deseada por aquel que espera una llamada o una carta, la espera se convierte en un deseo en sí. No quieres dedicarte a otra cosa más que a esperar, y cuándo llega, si llega, esperas a la siguiente con la misma pasión hueca.
Asentí con la mirada, como quien asiente algo que no ha comprendido del todo. Aunque comprendía perfectamente de lo que me hablaba.
- Los minutos se hacen tus compañeros, y te encierras en tu agridulce soledad. Evitas el trato demasiado cercano de la gente, rehuyes conversaciones con propósitos no superficiales y abdicas de la vida social que sabes que no va a traerte más que las miserias rutinarias y aburridas de cada día. Nadie te puede aportar ya nada. Sólo ella y sus cartas. Como un duro amante del whisky, te entregas con desenfreno a la locura de amar sensaciones, recuerdos u objetos.
Seguía hablando, pero no gesticulaba, a penas movía los labios para dejar escapar palabras enredadas en alguna parte de su alma. Yo seguía mirándole, ahora con una mirada compasiva pero lejana.
- Como alguien decía, la felicidad y el amor son falsas abstracciones para agrupar creyentes y financiar religiones. No hay por la mañana ninguna fuerza superior que nos haga despegarnos de las sábanas, excepto ésa a la que llamamos enamoramiento, que no viene a ser otra cosa que una mezcla de segregaciones hormonales y deseos de novedad.
Se calló y vi en él una mirada mostrando muchos más años que los que decía su piel. Sus rizos desordenados se confundían con la oscuridad mediana de una bombilla de cuarto de baño. Acerqué mi mano al espejo hasta que se tocaron las manos, la mía y la de mi reflejo. Prometí no volver a hablar solo frente al espejo. Apagué la luz, y volví a mi habitación.
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