Cuando H salió de casa esa mañana, cerró la puerta con llave. Claro, esto es algo que hacía todos los días y no tenía nada de extraordinario. Sin embargo le pareció difícil hacerlo y por un instante consideró abrir de nuevo la chapa, pero no lo hizo.
K bajaba por las escaleras, y lo saludó con un gesto rápido, de intención mínima, de mucha prisa. H permaneció quieto, guardándose las llaves en el bolsillo del saco, con un pequeño retorcimiento en la cara que pretendía ser una sonrisa.
Mil cosas pasaron por las cabezas de ambos vecinos, pero ninguna de ellas fué expresada.
Por la noche, cuando H subió a disculparse con K por lo del sábado anterior, ella no mostró rencor alguno. Incluso le sirvió café, le convidó del suave pan de higos que había traido de la tienda de Morientes, y se acordó de darle el libro que había prometido prestarle.
K le dijo entonces a H que las cosas se complicarían, y que tendrían que estar preparados. Pero entonces H solamente sorbió un poco de café con la boca llena de pan de higos. Luego la miró a los ojos y le dedicó una mirada de dulzura. K le hizo una mueca de enojo y se levantó, molesta, a alcanzar sus cigarros, que estaban arriba del refrigerador.
H y K estaban en problemas. Los dos lo tenían claro, pero no sabían como salirse del embrollo. Un avión que volaba a baja altura llenó la escena con un estruendo lento, espeso. H sintió entonces una pesadez en la boca del estómago, pero no lo mencionó.
Luego H bajó de nuevo a su departamento, sin despedirse. Al llegar vió que la puerta se había quedado mal cerrada, pero no le dió importancia.
K, en su recámara, lloró toda la noche. |