UNA NOCHE DE CORTOS
Era una de aquellas verdades que quedaban sobreentendidas: ella no soportaba la presencia de ese pobre sanmarquino con aires de superado, y él, el pobre sanmarquino, no soportaba ver esa mirada sepultadora de chica esnob. El inicial desprecio era mutuo. Nadie pretendía llevar a mayores consecuencias el accidental encuentro del que fue culpable la única amiga que a él le quedaba –la que ella nunca pensaría tener, porque no tenía terma en su casa-; sin embargo, contra todo pronóstico, el sol sabatino les sorprendió en el mismo lecho, donde disfrazaron su desprecio con una alcoholizada atracción. Al terminar esa inconciente lascivia, parecía normal que ambos tuvieran una sonrisa dibujada en sus labios, tantas veces humedecidos, tantas veces anhelados, los de ella por él y los de él por ella. Mientras dormían, con los cuerpos y sus historias entrelazadas, el pobre sanmarquino y la hermosa chica esnob soñaban muy lejos de ahí.
El motivo fatal fue la fiesta de cumpleaños de Gisela, la amiga sin terma en su casa. Como siempre, Gisela se había entusiasmado con la celebración: habría pisco para todos y nadie se la podía perder, pues veinte años no se cumplían todos los días. La casa era amplia, muy ventilada y con un jardín estupendo que hasta daba pena maltratarlo. Estuvo preparando la fiesta toda la semana, había incluso faltado a clases para planificar hasta los más nimios detalles. Nada se podía escapar: la música, los tragos, la comida… y la gente tendría que ser de lo más distinguido pues no cualquier borracho podría ser aceptado en el sagrado recinto de perdiciones. Sólo una duda le asaltó: la casa, con todos sus ambientes, no podía albergar razonablemente a más de cincuenta almas.
Rafa no veía a Gisela desde hacía tres años. La última vez que estuvieron juntos, él sostenía una botella de cerveza y ella lloraba el obligado viaje a Japón. La recordaba de una forma tierna, con sus bellos ojos mirando por la ventana de su casa, pintando los bodegones que inspiraron sus poemas pueriles de secundaria. Todo era muy romántico, una imagen indeleble que había sobrevivido al tiempo sólo en la imaginación de Rafa. Su miedo innato a los cambios le impedía crear una imagen distinta, y por eso no fue a recibirla cuando ella volvió al año siguiente. Prefirió tratar de vivir un poco e involucrarse más consigo mismo. Tal vez por eso lo había pensado tanto antes de animarse a ir a la fiesta: la Gisela que se fue no era la Gisela que volvió; más aún con la brecha de los dos años siguientes al regreso del Lejano Oriente. El instituto de idiomas de ella y la universidad de él justificaron, para suerte de Rafa, la distancia y el tiempo. Él y otro inseparable, el loco Christian, habían prolongado la agonía de las reuniones insulsas los sábados por la noche. Vino, cigarros y mucha tinta y papel, se sintetizaban en cuadernos dedicados al olvido de los inexistentes lectores. La vida de Rafa iba por un rumbo ya ajeno para la bella Gisela.
El instituto de idiomas fue un refugio para ella. Una jungla de nuevas especies de amigos que engrosó su agenda de los sábados. Explorar esos límites era una experiencia nueva cada día, renovada con cada noche «tonera». Dos años de una agitada vida social, de un nuevo círculo de nuevos amigos, no podría pasar desapercibido por aquellos otros, los amigos de la antigua guardia… y así fue. Christian, Candice, la china Roxana y otros nombres que se perdieron en el viaje a Japón recibieron a Gisela a su regreso, frecuentaban su casa y de vez en cuando conocían a alguno de la nueva camada de amigos, pero siempre de una manera aislada y neutral. El grupo antiguo era pequeño, reducido, de fieles y leales sobrevivientes a las primeras olas del olvido, fanáticos de las jodas de fines de semana, siempre y cuando sean esporádicas y espontáneas, amantes del buen vino y de la discusión literaria; los nuevos eran divertidos y jaraneros, siempre dispuestos a pasarla bien y atentos a cualquier cosa que a ella le faltara. Eran el nuevo entorno, tan válido como el anterior, pero más actual y de lazos más próximos; eran ellos los que amanecían en su casa trabajando, los que estudiaban juntos hasta tarde, los que estuvieron los dos años más recientes de la historia de Gisela, la cual, durante toda la semana de planificación del onomástico número veinte no dejó de preguntarse si serían una fusión compatible. «Pronto lo sabremos», sentenció. Los quería a todos por igual. Se sentía tan feliz porque era la primera vez desde el viaje que podía reunirse con todos sus amigos, los cuales, era obvio, ya no eran los mismos, y tampoco era el mismo número.
Y, dentro del nuevo grupo de amistades cercanas que cosechó en el tiempo de instituto, era Patty la estrella que más brillaba en su firmamento. Su tersa y hermosa piel nacarada contrastaba con su manera de vestir: falda, blusa y botas negras. Sus ojos, de ensueño, estaban blindados por unos lentes de carey negro para la miopía hereditaria. Era muy bella y la maestra oficial de Gisela en clases de rock, vida gótica y nihilismo, del cual ya había recibido una gruesa propedéutica, sin mayor daño. Fue justamente ella la que aconsejó a su amiga sin terma a pulir la lista de invitados a fin de evitar que algún indeseado (para Patty) pululara en la fiesta y arruinara la diversión (de Patty). El esnobismo parecía brotarle de la sangre, de su crianza elitista, de sus colegios internados y de su nueva universidad. Fuera de eso, era una criatura celestial y nocturna de largos cabellos rizados del color de la miel.
La fiesta estaba ya lista. Los invitados gozaban de la aprobación real y era hora de empezar a alistarse para la noche. Patty y Gisela se habían vuelto inseparables, la primera se propuso adoctrinar a su nueva amiga y dejarla expedita para su propio mundo, en donde sólo ella importaba; a la segunda, sólo le caía bien y le parecía que tenía buen gusto para la ropa y la música. Solían, como cosa muy suya, embriagarse en casa de Patty y hablar en inglés, como para practicar. Todo estuviese bien, de no ser por el pequeño detalle del amigo inubicable desde hacía tres años, aquél que detestaba a la gente que no podía dejar de hablar de sí mismos y que clasificaba a todos en dos especies: in y out. Rafa había soportado el peor de los humores de su musa de antaño, le había dedicado las poesías más tiernas que el patetismo pueda procrear, había enjugado sus desgastadas lágrimas y siempre estuvo al pie del cañón. Compartieron la misma solitaria pubertad, añeja ya en tiempo, pero aún presente en sus almas, y que resucitaría al primer cruce de pupilas. Nunca fueron novios, nunca lo serían, pero su vida en común los dotó de un amor muy extraño. Todo ese bagaje sentimental dentro del profundo corazón de Gisela no pudo ser removido por las clases de Patty: la chica sin terma «no estaba preparada para el éxito». Aquella sería una ola de grillos, y nadie se había dado cuenta.
Al caer la noche se alzó el telón de la comedia. Había ciento veintitrés personas en la casa de dos pisos. Contra todo lo pensado, la casa no se vino abajo, pero estaba cerca de hacerlo. El parquet de la sala ya no brillaba y empezaba a saltar, el jardín era un cementerio de rosales y los cuartos, inclusive el de ella, eran parte del episodio burdelesco del bacanal que ahí se había instalado. Sin embargo, Gisela estaba feliz. Cuando vio llegar a Rafa, acompañado del pobre demente Christian, no pudo evitar saltar a los brazos de los dos queridos y llenarlos de besos. A Christian ya lo había visto, lo necesitaba para abastecerse frecuentemente, en cambio a Rafa no lo veía hace tres años: se vieron iguales. De las ciento veintitrés almas no todos eran amigos de Gisela. Pasó lo de siempre: el amigo que trajo a su amigo, el cual no podía dejar a la novia, al primo recién llegado o a quien fuese solos esa noche de viernes, la última del mes de junio. El plan de Patty fue un fracaso absoluto; los infiltrados eran muchos y todos fueron bienvenidos, su trago favorito se había acabado y el compromiso aceptado le impidió salir disparada del lugar a refugiarse en algún antro gótico de los que abundaban al sur de la ciudad. Su sonrisa se hizo insufrible: era un gesto acalambrado en su rostro.
- Gis, ¿por qué no nos vamos al estudio a platicar?
- ¡Ah! ¡Mostro!- respondió la amiga. Vamos, porque te quiero presentar a unos amigos de toda la vida.
Hace ya un tiempo, Gisela y Christian habían platicado luego de tomar una botella de pisco sobre el amigo que a ambos les hacía falta. Rafa, por esos días, estaba autoexiliado y lo extrañaban mucho. Probablemente el tema de conversación haya sido la fiesta, pero hablaron sobre la posibilidad de un encuentro entre Patty y Rafael. A Christian le gustaba Patty, pero le parecía obtusa, nada que llamara la atención. De todos los amigos era el más cercano a Rafa así que hablaba con autoridad: «le va a llegar al pincho», masculló. Pero Gisela también había enjugado las lágrimas desgastadas de Rafa y siempre estuvo al pie del cañón mientras pasaba sus más escalofriantes depresiones; se atrevió a pensar en algo distinto, tal vez inclusive… Algo que recordaba de la mirada de su extrañado amigo le dijo que una cosa diferente podría pasar. En su alcoholizada verbena discutieron el tema con pasión. Como el pisco se acabó concluyeron hacer una apuesta sobre lo que pasaría: Christian apostó que no se soportarían y Gisela que se harían amigos, por el mejor Rafa de sus recuerdos.
- Patty, entra y cierra con llave. Yo voy a buscar a mis amigos que te quiero presentar.
Gisela buscaba a los chicos con la mirada, sólo encontraba a gente ebria o drogada y semidesnuda. El único ambiente de la casa sin prostituir era ese estudio, que fue del padre, muerto en un accidente aéreo y cuyo cuerpo no fue encontrado, provocando la masoquista idea a Gisela de que estaba vivo por ahí, como un náufrago. Patty sabía la historia, pero nunca hizo comentarios. Entró aún pensando en todo lo que soportó a su amiga en esos días y no se percató de que no estaba sola en el estudio: Rafa y Christian se encontraban en plena incineración neuronal a fuego lento, con material importado desde Paraguay. Esa no fue la mejor primera impresión que se podía llevar de ellos, por eso se incomodaron y terminaron el ritual de la medianoche del viernes. La niña de los cabellos largos y rizados del color de la miel no era una cucufata, pero tendría que sentirse demasiado muy a gusto para sentarse y pegarse al techo con aquellos desconocidos, así que pidió disculpas y abrió la puerta para irse. «Esto no tiene salvación. Creo que como amiga ya no se me puede pedir más. Me quito de aquí, no me pierdo de nada». Patty ya no quería más, la noche para ella terminó con eso. Al intentar salir vio con horror como Gisela se acercaba a ella con un aire de satisfacción personal, bastante extraño en ese espécimen; le cortó la ruta de escape y le dijo:
- ¡Qué chévere, los encontraste!
La Madre Tierra pudo haberle hecho el favor a Patty de tragársela en el acto, pero no lo hizo. Por el contrario, tuvo que pedirle más tiempo fuera a su propio esnobismo y forzar un poco más su acalambrado gesto en el rostro que cargaba como sonrisa. La presentación oficial a cargo de la dueña de la casa fue una cosa del acostumbrado trámite amelcochado, Gisela leyó muy bien los pergaminos de sus amigos y la ceremonia formal se volvió algo más tensa cuando dijo: «Rafa estudia en San Marcos». La noticia terminó de desahuciar a Patty, sus límites de tolerancia estaban pasando una prueba más y ella no estaba preparada. Gisela no detectó la tensión, la mirada de Rafa también estaba desconfigurada. El tiempo que siguió a la presentación, ya con todos con muchas copas de pisco sour encima, estuvo cargado de una insoportable retahíla de palabras de Patty sobre Patty. Derrochaba toda su saliva hablando solamente de ella, porque era la única forma para tener la cabeza concentrada en algo agradable y no en la compañía ordinaria impuesta por su amiga.
Palabras monopólicas iban y venían. Gisela ya estaba rendida al monocorde verso de Patty, encantada como por la flauta de Hamelin apartó muy sutilmente a sus queridos amigos de la conversación de un contenido femenino impenetrable para los dos desplazados. Christian, vencido sobretodo por sus necesidades fisiológicas, prefirió tomar la salida del baño. No volvió. Se perdió en la ruta del alcohol. Rafa en cambio, enfocaba a su amiga bajo el temido lente de la lejanía de mil días de exilio. En la mañana de aquel día ensayó más de una vez los monólogos que dedicaría a su amiga, cómo le resumiría sus tres últimos años de historia, el rosario de decepciones que le colgaba de su huesudo cuello era grande y evidente, y esa noche le compartiría una a una las cuencas acumuladas en ausencia de la bella musa nipona. Había también –porque sabía que era vital- entrenado su oído para aquellas tormentosas confesiones invernales de su amiga pródiga. Todo se quedó en una romántica idea que se disolvía en la realidad. El mundo paralelo de Rafa se venía abajo, pero no le sería fácil a esa odiosa desconocida, con aires de universidad religiosa, deshacer el vínculo entre ellos dos, que sobrevivió a tanto y tan doloroso.
- Justo, Gisela, ayer me compré Crítica a la razón pura de Kant. Lo estuve revisando y la verdad…
- ¡Ay, Rafa! ¡Estamos en una fiesta! ¡Chupa tranquilo, nomás! ¡Quiero saber de ti, qué te cuentas y no de Kant que nunca salió de su jato en toda su puta vida!
- ¿Qué te puedo decir? Estoy como él por estos días, sin salir y estudiando para sacar buenas notas. Tú sabes lo que costó a mi familia pagar el ingreso.
«Otro posero… No sé cómo Gisela lo soporta». Patty necesitaba algo más fuerte que el pisco sour, salió un rato para buscar algo de ron puro. Al volver, Rafa hablaba de Kant, Hegel y de sus exámenes de Ética e Historiología de fin de ciclo. Una mirada perdida vagaba por la húmeda quietud del salón, unas pupilas enrojecidas de alcohol y desesperación agudizaba la puntería contra ese posero impertinente. Patty sentía sus tímpanos hinchados de tantos términos filosóficos, de una vida que le importaba un bledo y de la música de The Cure, que no merecía gastarse en tan vulgar fiesta.
Derrotada, dijo: «Gise, creo que me quedo en tu casa. I can’t drive, I’m really really drunk». «Don’t worry. Te quedas a dormir conmigo en mi cuarto, como siempre».
- Espero que tengas agua caliente… ¡Ah! Verdad que tú no tienes terma. Mmmm. No tienes terma… Ay, yo no sé cómo puedes ser mi amiga si no tienes terma. ¡Ja, ja, ja!
La risa de las dos amigas explosionó en los oídos de Rafa. Sus ojos, también inyectados de sangre, se fijaron turbiamente en la figura de la embriagadora Patty. Miró a Gisela tratando de reconocerla, veía en su lugar un monstruo horrendo. Se arrepintió de haberla dejado ir a Japón, de no haberla frecuentado, de alejarse y dejarla transformarse en eso que no podía definir bien qué rayos era. En su alcoholizado razonamiento buscó a alguien a quien hacer culpable de su propio dolor y vio a esa chica hermosa vestida como una sombra que reía por no llorar del asco y la soledad.
- Yo no sé cómo puedes soportar a una atorranta presumida que te califica como amiga sólo por las cosas que tienes en tu casa.
- Y yo no sé como puedes tener amigos tan poseros, corrientes y resentidos sociales.
- Al menos a mí me importa una mierda que Gisela tenga o no terma, y en eso no baso mi amistad con ella.
- Mira pobretón, tus frustraciones no me las lances a mí. ¿Está bien?
Gisela luchó contra el natural mareo del pisco y contra el helor que le dejó la sorpresa en la sangre. Trató de calmar un poco los ánimos, pero no pudo. La situación era insalvable. Los gritos aumentaron y en su ebriedad Patty y Rafa se miraban con ojos furiosos e inmisericordes. Se estaban dando con palo, describiéndose el uno al otro, de los errores de sus padres, de los errores de su clase y de su educación. Una jarra voló hacia la puerta y se hizo trizas. Gisela apenas tuvo tiempo para reaccionar y esquivar el proyectil. El ruido paró la bulla del otro lado. La gente paró todo para escuchar lo que ahí dentro pasaba. Christian, aún tirado en el baño logró escuchar una frase que sólo escuchaba en los labios de Rafa y q rebotaba en las paredes como un bufido de ultratumba: «títere del sistema».
- Creo que Gisela me debe veinte soles -se rió-. Voy a parar esa bronca antes que se maten.
Entró dando tumbos. Gisela le dijo con los ojos que necesitaba ayuda. Ubicó a Rafa, y se dio cuenta que estaba a punto de estrellarle un elefantito de porcelana en la cara a Patty. Con el susto aún en el cuerpo y el alcohol disipándose poco a poco corrió hacia el ebrio amigo y le detuvo el brazo en el aire. El elefantito de porcelana se estrelló contra el tablero de resina de la mesa, que tenía aún restos de un fasito.
- ¡Carajo, Rafa! ¿Qué mierda tienes? ¡Ya, cálmate!
Rafa estaba fuera de sí, y mientras miraba a Gisela, con pena, por haber asesinado la virginal imagen en sus recuerdos, por haberse alejado tanto de él y permitir que una persona tan estúpida haya anidado en el círculo íntimo de amistades, trató de balbucear algo que le hiciera entender que pese a todo lo que había pasado la perdonaba y la seguiría amando. El alcohol llegó más rápido que de costumbre a bloquearle las neuronas. Se sintió en su locura elevarse por las nubes, viajar a través del tiempo: era Christian, que lo había cargado para llevárselo al segundo piso, al cuarto de Gisela. La vio a ella, como antes, pintando bodegones, algunos jarrones de su casa, una que otra fruta o el elefantito recientemente muerto. Veía, entre burbujas como ella le reía y le invitaba un vaso de agua, pues sabía que él venía de una larga caminata para poder verla en la tarde. Le gustaba contemplarla desde la ventana, como se vestía de ropas cortas de color blanco, para pintar cómodamente. Empezó a llover en sus sueños, era la ducha, Christian lo metió con ropa dentro de la fría regadera.
- ¡Aquí te quedas! ¡Puta madre, descansa un poco!
Christian cerró la puerta con seguro por dentro y dejó a Rafa tranquilo en la ducha. No hizo caso de lo que decía; simplemente salió. Por su parte, Gisela no tuvo tanto problema con Patty. Se la llevó a la cocina, le dio un café y le ofreció disculpas por su amigo que se propasó, que no debió decirle todas esas cosas horrendas. A Patty ya no le importaba. Le dolía más saber, dentro de ella, que era cierto, sin embargo, era evidente que jamás lo aceptaría, ante nadie. Se maldijo por su ebriedad, no podía conducir a casa.
- Déjame aquí en la cocina, voy a atender a quien quiera un trago o algo. Sólo déjame aquí hasta que me pueda ir.
- Ok, pero ya sabes que puedes subir a mi cuarto cuando quieras. Me quedaré con Christian, tenemos todavía algo de qué conversar.
La risa, luego del espasmo estalló entre los últimos vasos de pisco sour. Christian le enrostró hasta el cansancio a la dueña del santo cuán equivocada había estado sobre Rafa y Patty, sobre lo volátil que a veces puede resultar juntar distintas realidades en un mismo plano: «Es como si quisieras ser dos personas distintas al mismo tiempo, simplemente no puedes». Aquella lección fue aprendida con dolor, con calambre de risa en el abdomen. Quiso ir a ver a Rafa, pero Christian la detuvo sin decirle donde estaba, sólo le dijo que estaba bien y que no molestaría más. Como entendido en la materia, sabía que Rafa en esos instantes necesitaba un momento a solas para digerir cuidadosamente todo lo que pasó frente a sus ojos en las últimas cuatro horas. Sentados en la ultrajada alfombra, un océano de inmundicia se presentaba ante ellos como un alud. La gente ya no podía más y los primeros cuerpos se iban desplomando, rodando por las escaleras o desintegrándose. La fiesta, en ese sentido, fue un éxito implacable. El tufo a sexo, tabaco, psicotropia y alcohol que despedía la casa bastaba para satisfacer a cualquiera. Cuando el último invitado salió del recinto se pudo hacer un cálculo más exacto de la magnitud del daño. Christian le prometió, como regalo de cumpleaños, que le ayudaría a limpiar. Se durmieron los dos juntos esperando que saliera el sol.
Como a las nueve de la mañana, el silencio adormilaba aún a todos en la casa. Sólo algunos ruidos leves de las aves que se posaban en la ventana anunciando la mañana tibia del sábado alteraban la paz sepulcral del destrozado lugar. Un sueño extraño envolvía la mente de Patty: un camino, de rosas negras flanqueado, se abría ante ella, una vereda rocosa de pobre empedrado, hacia el horizonte de un sol violeta. Ella iba desnuda, pero se sentía cómoda en su inconciencia… Era el sueño más extraño que hubo tenido jamás. Caminaba, fascinada, escuchando tal vez la música más deliciosa que escuchó en su vida, hacia ese astro envolvente, tan hermoso y celestial, como ella siempre lo soñó. Una voz, suavemente le susurraba al pasar con el viento: «Bienvenida a tu verdad». Aquella caricia de la invernal brisa le recorrió su dulce espalda desnuda y sintió frío; como por un reflejo abrazó a su eterno peluche que conservaba desde los cinco años… lo que abrazaba era muy distinto, pero igual le daba calor. Poco a poco, mientras más partes de su cuerpo iban llegando de su fantasía, tomó conciencia de su realidad. Un gran dolor le invadía las piernas; su bajo vientre le saludaba rebozante de vida, agradecido, por la mejor jornada jamás tenida hasta entonces. Tiernamente, abrió los ojos al saberse acompañada, quería saludar al galán que la llevó a lo mejor de sí misma.
No podía creer lo que sus ojos le mostraron esa mañana fría, la primera de julio. Al tomar total control todo su cuerpo recién pudo analizar las cosas en su real envergadura: Rafa, el insoportable sanmarquino posero, estaba durmiendo junto a ella, con una sonrisa estúpida entre sus labios.
Su grito se escuchó como un lamento desgarrador en toda una cuadra. Al subir, Christian y Gisela, el estupor los dejó clavados en la puerta del cuarto.
- ¡Puta madre! – apuntó Christian.
- ¡Mis sábanas! - musitó Gisela.
Fue más duro controlar a Patty que a Rafa. Luego de dos horas más de insultos, repudios y proclamas reivindicatorias tontas, lograron separarlos y callarlos. Patricia, hija única de un Alto Mando de la Marina de Guerra, estudiante de una prestigiosa universidad religiosa, cogió sus cosas jurando no volverlos a ver nunca jamás y se fue. Rafael, el tercer y último hijo de un mecánico técnico en lavadoras, tomó desayuno con sus amigos sin aterrizar aún de su prolongado limbo.
Patty y Rafa no se volvieron a ver. Él no la extrañaba y meses después prefería olvidar toda esa historia de Patricia. Pero una mañana, en la ducha, no pudo evitar desenterrar un trozo de su recuerdo de ella, el extraño ruido de cuy que hacía al excitarse; en la mañana de ese frío día de julio sentía aún sus uñas surcando su espalda y sus orejas húmedas por los tiernos mordiscos de roedor que Patricia le propinaba en sus lóbulos. Pero, sobre todo, como ella, aún ebria, había entrado en el baño de la habitación de Gisela, y al darse cuenta de Rafa, desnudo en la ducha, no sólo no lo mató, sino que cerró la puerta y se abalanzó contra su boca. Mientras el agua corría por el cuerpo de Rafa, él contemplaba absorto en una pared de su baño, como proyectado sobre ecran, el recuerdo de Patricia dejando caer su escudo y rendirse ante él y ofrecerle en sacrificio su níveo cuerpo, nunca antes mancillado. Rafa tampoco volvió a ver a Gisela. Ella trató de ubicarlo un tiempo, pero el desinterés pudo más. Patty siguió frecuentándola, hasta ahora salen juntas. Ambas, inclusive ebrias, nunca tocaron el tema de Rafa. Christian y Gisela, en una noche lejana, declararon la apuesta en tablas.
FIN
Christian Ávalos Sánchez
Reo Libre
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