Los árboles lloraban hojas muertas
y las gotas espesas de resina
deslizaban despacio por los troncos
un recuerdo de ámbares antiguos.

La tierra combatía en su batalla
muda y eterna, empeñada en devolverlo
poco a poco todo al polvo y al olvido,
al húmedo jergón del seno de la madre.

El viento acariciaba,
levantando del lecho de la tierra
las hojas perdidas y lloradas
haciéndolas aéreas de nuevo,
llevando en un vuelo con retorno
a una efímera gloria mortuoria
las alas armónicas del baile.

La Luna envidiaba a las estrellas
que brillan en lo alto con luz propia
con fuegos encendidos, no prestados,
en un alma romántica y ardiente
y aspiraba con su nariz de cráter
los aromas del viento con su carga
de lágrimas, de hojas y de tierra.

Las estrellas bailan y en sus giros
se burlan con miradas incendiarias
de desprecio el espejo de la Luna
gozándose, orgásmicas, del fuego.

La mujer miraba las estrellas
tumbada en la batalla de la tierra,
envuelta en la caricia de los vientos,
bajo el brillar bastardo de la Luna,
recibiendo las lágrimas del bosque
en su cuerpo desnudo y extendido.

Una lanza de oro indiferente
desgarró el himen fino de la noche
que se desangra en gotas de rocío
en una mujer tendida en el regazo,
prendida en la muerte de las hojas.