Lo conoció hace tres meses en internet. Después, las llamadas telefónicas, completaron casi todo su historial. Amaba la sensibilidad, que pergeñaba desde su intelecto; la audacia; su paciencia; las frases que relataba llenas de pasión. Solo le ensombrecía la vida, que estuviese en matrimonio.
El teléfono pendía al costado de la mesa, oscilando entre jadeos. Mientras, Oscar nadaba en el sexo de Ana, en una tormenta de lamentos deseosos, que respiraban por su piel. Ella se sumergió en él, como una paloma herida, latiendo entre sus días; con el pelo cayendo en un soplo de felicidad, que jugaba entre las manos de su amante. El deseo agigantó su cuerpo una y otra vez; entrando y saliendo del laberinto, que cabalgaba por su vida; bañándose en la sangre, que su amado recorría en celo. Oscar sació la furia de su cuerpo, en una espiral de espermas, que brillaba sobre el vientre; para tenderse ileso y paralelo, en el anonimato de las sábanas. Después, la noche albergó los encendidos cuerpos, bajo un alo de infinitos sueños.
El sonido de una sirena onduló la oscuridad, en un eco cómplice; mientras, dos policías se apostaban fuera de la casa, ante una llamada femenina de auxilio.
Ana.
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