Después de una serie de circunstancias desgraciadas en las que me vi envuelto y puesta en duda de manera fehaciente mi sanidad mental, creí necesario plantearme el hecho desde una óptica imparcial. Menudo dilema y muy difícil de resolver puesto que lo que para mi era normal, podría ser fácilmente desarticulado por la lógica oficial. Era un martirio tratar de auto convencerme y convencer a los demás que mi cordura no corría serio peligro puesto que yo mismo me chequeaba aún en las más simples acciones, sin quedar absolutamente convencido. Después de todo ¿Cual es la línea tajante que separa la cordura de la insanía? ¿Acaso el que salta y grita regocijado en el tablón de un estadio puede tildarse de loco por este sólo hecho? Y el severo señor que pareciera mascullar entre dientes una enrevesada filosofía, ¿puede señalar con esto que ha perdido la razón hace muchos años y que las palabras que hilvana entre sus dientes apolillados no son sino incoherencias, propias de su divorcio con la realidad circundante?
La verdad es que me sentía observado, evaluado, cuando me dirigía a alguien, trataba de emplear los términos más razonables, las frases más elocuentes, actuaba con extremada cautela porque temía que cualquier día alguien dictaminará que debería ser internado en un manicomio y ya dentro de él, sería muy difícil probar que todo lo acontecido en aquel desliz veraniego había sido sólo eso: un desesperado alarde de una personalidad atosigada por muchos años de introspección y que enfrentada a las vicisitudes de esta existencia, había explotado sin medir consecuencias.
Es cierto, la chica me parecía muy propicia, intimé con ella y nos hicimos promesas, nos proyectamos en el tiempo y esos fueron momentos muy bellos, islotes de felicidad en los que retozamos, entregándonos a los máximos devaneos. Pero pronto, mi personalidad proclive a la reserva y a la contemplación, características que para otro ser un tanto más desinhibido pueden parecer horrorosos vicios, tuvieron la dudosa virtud de ir abriendo vistosas brechas en nuestra relación. Ella intentó varias veces alejarse pero parecía temer mi reacción. Acaso comenzó a crecer en su corazón un incipiente miedo, la casi certeza que yo no la dejaría partir sin luchar enconadamente por su posesión, ya que en eso se había transformado ella para mi. Y yo adivinaba estas vacilaciones de su alma, intuía su callada inquietud y luego trasladaba estas apreciaciones a la esfera de lo onírico y me veía pusilánime e incorpóreo luchando con una quimera, una entidad jabonosa que rechazaba mi contacto y se escapaba cada vez más asumiendo la apariencia de un enorme glóbulo cristalino que huía siempre, alejándose cada vez más del alcance de mis afiebrados dedos.
Hasta que sucedió aquello. Fue una noche en que llegué de improviso a su casa, horrorizándola en extremo. Me di cuenta que mi carácter había terminado por aniquilarla y en su desesperación por desembarazarse de mi, era capaz de discurrir cualquiera estratagema. Yo estaba decidido a poseerla del todo, la consideraba de mi entera propiedad, aún conociendo las vacilaciones de su espíritu. Por lo mismo, no le di oportunidad alguna de escapatoria, la atrapé entre mis brazos y la obligué a jurarme amor eterno. Ella trató de resistirse pero la arrojé contra el sofá y luego me dejé caer sobre ella para escuchar de sus labios trémulos la forzada declaración. Entonces comenzó a sollozar como nunca lo había hecho y en esas lágrimas vi. por primera vez el doloroso estigma del rechazo.
-¿Ya no me amas?- le pregunté con una dolorosa sensación en mi alma zaherida. Y por primera vez sus ojos me miraron con esa expresión que trasuntaba un arraigado temor, un deseo de liberación que cruzó fugazmente por aquellas pupilas y que alcanzó su garganta apretada en forma de un no escupido como cosa malsana por sus labios deformados por el terror. Sentí como la sangre se agolpaba en mi cabeza velando mis ojos con un pesado manto escarlata. Las lágrimas se agolparon en mis ojos pero se detuvieron en las cuencas enrojecidas. Abrí mi boca para dejar escapar un suspiro en el cual galopaba una hiriente certeza. Y entonces, me desencajé, no perdí el sentido, no, estaba muy despierto y consciente de todo lo que sucedía en aquel recinto plagado de sombras siniestras. Por ello ¡Dios me perdone! les ordené a mis manos que se agarrotaran y ya tensas como aceradas tenazas, se dirigieron a aquel blando cuello y apretaron y apretaron tratando de mantener la posesión aún a costa de la propia vida de la infortunada muchacha. No sentí remordimientos mientras sentía pulsar bajo mis dedos la sangre alborotada que buscaba cauces de vida en aquellas arterias sojuzgadas.
De improviso, cesó la presión de mis dedos; acaso espantado por mi repulsiva acción, mis manos cayeron yertas a ambos lados mientras la muchacha, aprovechando la inesperada tregua, se levantó del sofá por el imperio de su propia desesperación y huyó hacia la vida. Yo, atontado, embadurnado con mi propio asco, me levanté y lentamente salí de aquella casa ante la mirada de repudio de los enardecidos vecinos.
Entiéndame, después de eso, de lo fácil que puede ser caer en los extramuros de lo incorrecto, temo que de nuevo, acuciado por alguna razón que ahora ni siquiera intuyo, me sienta tentado a ordenarme otra acción de esa naturaleza. Contemplo a las personas, las veo sonreír y disfrutar de sus particulares hábitat y me pregunto a cuantos frágiles pasos se encuentran ellas mismas de su propia insanía. Yo ya lo constaté, pude convertirme en un feroz asesino y luego verme envuelto en una maraña de pseudo explicaciones que intentasen recomponer mis convicciones. Pero ¿Y si la locura no fuese sino esta aparente lucidez, este tranquilo transitar por estas callejuelas repletas de sorpresas, potenciales detonantes de una imprevisible reacción de la que posiblemente después no tenga ni el deseo, ni la intención y ni siquiera la claridad para definirla en los términos tan precisos en que aparece detallada en esos libros prolijamente encuadernados que atiborran mi biblioteca?
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