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La parada.

Pueblo tranquilo, madrugada, invierno, ruidos apagados e indistintos se transmiten de manera fantasmal a través de la niebla, ese raro fenómeno atmosférico que no sólo tiñe el aire de un color perlado si no que también confiere a la acústica una exquisita cualidad: los sonidos parecen provenir de todos lados a la vez y se nos antojan anormalmente cercanos. La luz anaranjada de los faroles se rodea de un aura misteriosa, y los árboles descarnados juegan a pintar con sus sombras abstractos motivos surrealistas en el asfalto y las paredes. Todo parece normal, aunque claro, eso de la normalidad es un concepto bastante raro. ¿Qué es normal? Teniendo en cuenta que consideramos normal el milagro de estar vivos, que cada latido de nuestro corazón pasa desapercibido y sin embargo es un fenómeno casi mágico, un leve son de tambor que separa la infinitud de la vida de la eternidad de la muerte, que cada pensamiento que pasa por nuestra mente es una secuencia tan inexplicable de procesos en nuestro cerebro que hasta nos hace dudar de nuestro racionalismo a ultranza, entonces es llamativo que metamos en la misma categoría de normal tantas otras cosas triviales. Además, eso de normal tiene una cierta connotación de promedio, de pasar desapercibido, que me irrita levemente. Por otra parte, estoy casi seguro que bastaría escarbar un poco debajo de cada nimiedad aparentemente normal, para encontrar retorcidos, únicos e inimitables vericuetos.
Pero no nos dispersemos, volvamos la vista al pueblo, no hace falta aclarar cual, digamos que está quizás en Córdoba, tal vez en Santa Fe o por qué no perdido en Misiones, que tiene más habitantes que Ing. Jacobacci y menos que Tandil y que no se distingue en absoluto de tantos otros que hay por ahí. Digo que volvamos la vista porque está por pasar algo, se anticipa en una cierta resonancia que oprime nuestros oídos, esa resonancia no tarda en convertirse en un rozar de cubiertas sobre asfalto, es difícil precisar si viene de éste lado de la ruta o de aquel otro. Nos saca de la duda el brillo que se adivina tras la cortina de niebla, y que pronto se resuelve en el potente par de faros delanteros de un colectivo de la empresa “El Rápido”, que costea hacia la desierta parada de ómnibus cautamente y con las balizas puestas. La parada comparte sus funciones con una YPF de esas modernas, todo vidrio y tubos fluorescentes. El ómnibus se detiene con un resoplar de frenos, como si suspirara cansado tras el largo rato de devorar kilómetros. La puerta se abre y desciende un hombre joven, ya no un muchacho pero todavía no le dicen “señor” ni la mitad de las veces. Se restriega los ojos, adormecido aún, saluda y agradece al chofer, y se dirige al bar multiservicio brillantemente iluminado.
Acodado en una mesa cabe la vidriera espera el café con leche con medialunas que pidió, mientras calcula cuánto tiempo deberá matar hasta que abran los negocios y pueda comenzar su recorrida. De su mochila extrae un libro y mientras lee la fría noche da paso imperceptiblemente a una no menos fría mañana, mañana que más que manifestarse claramente apenas se insinúa tras el velo acuoso de la nube que impera a ras del suelo.

Día a día.

Cuando uno tiene una rutina establecida, todo es más fácil. En el hábito se esconde cierta vagancia, aquella que nos evita enfrentarnos a lo novedoso y nos presta la muleta de lo conocido. Cada día se convierte en una réplica de los que pasaron y un anticipo de los que vendrán. Se evita la sorpresa, se circula sobre caminos harto conocidos. Mientras la rutina sea lo suficientemente efectiva, impide incluso el aburrimiento.
A las ocho y media, después de desayunar y leer un rato, Marcelo volvió a guardar el libro, sacó el catálogo y se dirigió con paso tranquilo pero seguro hacia el centro. Por supuesto, el recorrido no le llevó más de cinco minutos, teniendo en cuenta que atravesar el pueblo completo y comenzar a caminar por los campos arados no le hubiera llevado más de quince. Cierto trajín de autos, bicicletas y peatones señalan el inicio del horario comercial. Encontró en seguida el primer candidato, un maxiquiosco de esos que ahora pululan hasta en La Quiaca, donde la dependienta (quizás con suerte fuese incluso la dueña) estaba sacando a la vereda un exhibidor giratorio de patentes de fantasía con nombres propios. De la misma manera saludaba a casi todos los transeúntes, en éstos pueblos chicos se conocen todos.

- Hola, buen día. - saludó.
- Hola. - la mujer lo miró unos instantes, los brazos en jarra – De Buenos Aires – era más una afirmación que una pregunta.
- Si, parece que tengo el cartel en la frente – replicó con su mejor sonrisa, tomándose a bien comentario.
- En que te puedo ayudar – buena señal, el tuteo implica cierta confianza.
- Si, mirá, soy corredor de Plastic Jewels, distribuidores de bisutería y accesorios de moda ...
- Ah si, mi prima tiene negocio en Las Varillas y les compra...
- Ah, ya nos conocés, buenísimo, lo más probable es que a ella la haya visitado yo... espero que los comentarios sean buenos – en la certeza de que él la habría visitado (era el único vendedor de Plastic Jewels) y de que los comentarios serían buenos. (era un excelente vendedor).
- Si, si ... – por fin apareció la sonrisa en la cara de la mujer – pasá, ¿querés unos mates?
- Si, gracias... – la trastienda del maxiquiosco era cálida y confortable - ¿vos sos la dueña?

Media hora después, había registrado en sus planillas un pedido por una modesta cantidad de pulseras, aritos, colgantes y vinchas, por una suma modesta, pero que el sabía con certeza que se repetiría regularmente. Pasó la mañana recorriendo el pueblo, visitando otros negocios: otros dos quioscos en el centro, una casa de ropa, un locutorio, y una mercería un poco más alejada, cerca de la ruta. En todos levantó pedidos. En ningún lado estuvo menos de media hora y en todos levantó pedidos, pero también anécdotas, comentarios y consejos. A eso de las doce almorzó en un restaurante que le recomendaron (“pedí pastas que es lo mejor que tienen”). Luego hizo un breve parada en el Banco Nación para proveerse de efectivo, y por último se dirigió al Hostal Don Braulio (“no es un nido de ratas pero es el único del pueblo y a veces Jerónimo se aprovecha de eso”), donde pagó una noche que no iba a utilizar, organizó sus papeles, preparó en la notebook el pedido y tras un reparador baño, se pegó una siesta padre. Luego, ya sobre el fin de la tarde, se despidió de la gente del Hostal, pasó por un locutorio desde donde mandó el fax con el pedido, y finalmente se acomodó en el bar de la esquina de San Martín y Alem a tomar un café y leer un rato más, mientras dejaba morir el día a la espera del momento de tomar el colectivo que lo trasladaría a su siguiente escala. Así, sentado entre los escasos parroquianos, mirando de reojo la gente que va y viene por la calle, su atención fue dejando poco a poco la lectura para retomar el sueño de la última noche.
Es un sueño recurrente, y totalmente normal. Sin embargo, recordándolo, no puede dejar de sentir la misma escalofriante sensación, mezcla de temor y ansiedad, que siempre lo aqueja al reflexionar sobre éstas cosas. El temor y la ansiedad no los provoca el sueño en si, pero ocurre que es una de las pocas cosas que lo obliga a pensar en su situación. Ya ha perdido el registro de cuanto tiempo hace que su vida es como es, y no es que esté disconforme, pero a veces una grieta en la habitual monotonía lo obliga a volver la vista atrás, y ahí es cuando se le presenta el problema. Día a día se repite lo mismo, amanecer en un pueblo, recorrer los negocios, levantar los pedidos, de vez en cuando pasar por el banco, parar en hotelito, mandar el fax, cada tanto dejar la ropa en el lavadero, hacer tiempo, tomar el colectivo. Durante el viaje, dormir y soñar, siempre el mismo sueño, con leves variaciones. Pero el viaje, o el sueño, tienen además un efecto anestésico, solvente, pues deshacen el vínculo entre un día y el que sigue, y entonces todos los días son el mismo. Los detalles se confunden, la memoria entra en crisis, y entonces se encuentra sentado en algún bar, como ahora, preguntándose ¿dónde estuve ayer?, y sin poder contestarse. La potencia de la rutina es tal, que en su cabeza se expande, se convierte en una rueda de molino que gira y gira sin cesar, moliendo todas las ideas, todos los recuerdos, hasta convertirlos en un polvo tan fino que es como la arena de algunas playas, imposible de asir, se escurre entre los dedos. No es que haya perdido la memoria, que no recuerde los días anteriores. Recuerda perfectamente su niñez en Balcarce, (bueno, todo lo perfectamente que se la puede recordar a los treinta y pico), recuerda a sus padres, ambos fallecidos en un accidente de auto pocos meses después que se fuera a vivir a Buenos Aires, recuerda su juventud, su breve y trunco paso por la universidad – psicología, nada menos. Pero luego hay un hueco, un faltante, una zona oscura. El tránsito de aquel pasado a éste presente se pierde, es una de las víctimas más de la rueda demoledora. De vez en cuando tiene breves arranques, pequeñas intenciones, débiles tentativas de enlazarse de nuevo con el pasado. Pero nunca llegan a nada: el hombre es un animal de costumbres, y el se ha acostumbrado a su vida, a no recordar, a girar siempre en el mismo sentido, a remojar las medialunas siempre de la misma manera, a vivir siempre el mismo día. Todo acto destinado a detener la rueda, le genera una ansiedad derivada de la incertidumbre. Es como si estuviese contemplando un castillo de naipes, perfecto, elevado en una mesa en una habitación vacía, en éxtasis, y cada tanto tuviese el impulso de tocar las cartas, pues son tan bellas... pero a último momento su dedo se detiene, trémulo, a milímetros del cartón plastificado brillante, en la certeza de que el más leve roce mandaría toda la delicada estructura a la mierda y lo dejaría solo en esa pieza vacía, fría, hueca, resonante de incómodo silencio.

Sueño.

Poco a poco, mientras declina la tarde, la sensación se va disolviendo. El ruido del bar se ha incrementado, y en contraposición la luz exterior ha disminuido. En un momento, se encienden las luces de la calle, y una ojeada al reloj confirma que falta una hora para la partida. Con la facilidad que nace de la costumbre, se desprende de las hilachas de los pensamientos inquietantes, que de todas maneras nunca fueron más que una leve telaraña, que se enreda y molesta, pero no atrapa. Con un suspiro, guarda todo, llama al mozo, paga y se va a esperar a la parada.
Hasta su siguiente destino hay más de setecientos kilómetros. El viaje, cuidadosa e inconscientemente seleccionado de tal manera de que sea nocturno y no tenga trasbordos, comienza con un vano intento de continuar la lectura, pero la luz sobre la cabeza de Marcelo tiene la potencia de una luciérnaga agónica. Torna la mirada hacia la ventanilla, donde no hay mucho para ver, salvo el hipnótico discurrir de las líneas del camino, que iluminadas por el reflejo de los faros del ómnibus, parecen flotar en su fosforescencia por encima del oscuro macadam, y el ocasional paso de un auto o un camión en sentido contrario. Al cabo de un rato, reclina el respaldo y comienza a dormitar, y luego de unos minutos, su respiración se torna más profunda y acompasada, y Morfeo lo acuna en sus brazos.

Camina ágil entre la multitud. El lugar parece un shopping, quizás una peatonal. Con asombrosa facilidad pasa entre la gente, sin que sus hombros apenas rocen a quienes circulan en sentido contrario. La atmósfera tiene una tonalidad gris e indistinta. Un propósito perfectamente definido guía sus pasos, como si supiera lo que tiene que hacer, o a donde tiene que ir: sin embargo no lo sabe. De repente, parada frente a él, está ella. Marina – le dice, pero ella no responde. Sólo le sonríe. Un pestañear, y ella no está más. La busca con la mirada entre las personas a su alrededor, es raro, nadie tiene cara, sólo óvalos traslúcidos, las bocas unas oscuras oes mudas, pero un sonoro murmullo llena sus oídos. Cómo una ilusión óptica, puede ver la gente y a través de la gente. Más allá está ella de nuevo, parada de espaldas, pero con la cara vuelta hacia él y mirándolo. No hace ningún gesto, ni dice nada, pero el sabe que lo está llamando. Camina de nuevo, como un fantasma, deslizándose sin mover los pies. Ella no está más, ahora si, allá un poco a la izquierda. Va hacia allá. De nuevo la tiene parada frente a él. Esperá, no te vayas – no necesita decirlo, sólo lo piensa, pero sabe que ella lo escucha o lo entiende igual. Se miran: ella es un poco más baja, el pelo con un cálido reflejo rojizo, los ojos francos, la sonrisa perenne, la ama. Ella también lo ama, no sabe cómo pero lo sabe. Funde la imagen. ¿Es el mismo sueño o es otro? El mismo. Una playa, sentados, hace frío, el viento que viene del mar remueve esa melena de reflejos rojizos sobre su hombro. No dicen nada, no hace falta. El pulóver es el que le regaló su tía Hilda, es asombroso como se acuerda de eso, se entretiene mirando un instante la trama del tejido. Vuelve la vista y ella no está, no hay huellas en la arena, a dónde fue. Se levanta, sacudiéndose el fondillo de los pantalones. Funde la imagen de nuevo. ¿Cuánto tiempo ha pasado? Está en el colegio, ¿es el secundario? Puede ser, pero no reconoce ni a sus compañeros ni a la maestra o profesora. Hay ruidos, todo el tiempo, gente que habla, anuncios, música, una banda de sonido enloquecida y confusa, no puede distinguir ni una palabra ni una canción en particular. Ella está sentada por allá adelante, se da vuelta, lo mira. ¿Quién sos? – quiere preguntarle, pero él ya lo sabe. Ella le hace un gesto, ¿qué hora es? Las cuatro – forma el con los labios sin decir palabra. Se levanta y camina hacia ella, ya no es un aula, es un parque o una plaza, el sol brilla entre los árboles, caminan tomados de la mano, la luz que se filtra entre las hojas le da en la cara, cierra los ojos y eleva el rostro, una calidez rojiza lo inunda tras los párpados caídos, todo es rojo, tibio, rojo...

... tibio. Es de mañana y está sentado en el bar de la estación, con un café con leche con medialunas (tres, gracias) delante. El sol le da en la cara a través del ventanal, y con los ojos cerrados es fácil confundir esa sensación con la del sueño que aún recuerda. Por un momento está desconcertado, ¿dónde estoy? El ómnibus que lo trajo no está en la dársena, hay otros, el vacío y la ausencia y el desconcierto se funden en silencio. Luego recuerda el despertar, el llegar, otro pueblo, otro día, el mismo día, bajar, saludar al chofer y al otro que le está cebando unos mates, ésta parada es una terminal propiamente dicha, no una YPF, pero Marcelo ya no recuerda la de ayer. No hay ayer, todos los días son ayer, todos son hoy o todos son mañana, quien sabe. Se sacude finalmente la modorra matinal, y con ella se disuelve el sueño pasado. Queda sólo esa sensación rara, de recordar que uno recordaba. Siempre pasa lo mismo: los sueños parecen tan reales cuando uno está dentro, se recuerdan claramente al despertar, uno se hace el propósito de asir ese momento, de no dejarlo escapar. Sin embargo, basta distraerse un instante – uy, el agua del mate – y puf! ya se esfumó. Si tenemos suerte, nos queda la copia de la copia, cómo si nos contaran algo interesante pero que no nos ocurrió a nosotros, pero ya ha perdido esa cualidad vital y propia que tenía al despertar.
Ya despejado, ya instalado en su cotidianeidad, saca las planillas de pedidos, mira el reloj, paga y sale a la fresca mañana. Otro día por delante; toda la vida por delante. Sin darse cuenta, cuando arranca a caminar hacia el centro, murmura: Marina.

Encuentros.

Que difícil es determinar la realidad de la existencia. El pasado es irreal, solo accedemos a él a través de la memoria, y es bien sabido lo falible y distorsiva que resulta ser; el futuro, es un probabilidad, aún no existe. Y el presente dura un instante, tiene duración nula: el presente es un punto, en un continuo esfumarse hacia el irreal pasado. No es de extrañar entonces que Marcelo se aferre a su normalidad, que no se asombre de su perenne círculo vicioso. La serpiente se muerde la cola: la falta de hitos que interrumpan la uniformidad es bienvenida, y si alguna vez ocurrió algo que tendiese a sacarlo de su monotonía, solo alcanzó a dejarlo perplejo un momento, para a continuación decantar hacia el difuso cúmulo de los acontecimientos pretéritos: una vez allí, ya bien se puede dudar de que alguna vez hayan ocurrido, y no cuesta nada convencerse de que todo ha sido una ensoñación, una confusión, un malentendido, un truco de la mente.
Cierta vez creyó ver a Marina por la ventanilla del bus, en el momento en que partía de cierto pueblo cualquiera. Ella venía corriendo, gesticulando, como intentando alcanzar o detener el ómnibus. La miró un momento sin reconocerla, luego se dio vuelta, amagó pararse para ir a decirle al chofer que se detenga y bajar. Volvió a mirar y ella no estaba más. De inmediato dudó: de su vista, de su memoria. ¿La acabo de ver o creo que la acabo de ver? La duda, fiel compañera y ayudante de la rutina en aquello de dejarnos inanes, salió victoriosa. Se durmió. Al día siguiente, lo ocurrido ya se fusiona con el sueño, siempre el mismo, el no puede, no quiere convencerse de lo contrario.
En otra ocasión, al llegar a un pueblo, la empleada del bar de la estación lo miró de manera rara cuando fue a hacer su pedido. Mientras desayunaba, no puedo dejar de sentir en la nuca el escozor de una persistente mirada posada allí. Se dio vuelta en varias ocasiones, y se encontró con los ojos de la chica fijos en él. Al ir a pagar, la muchacha le preguntó:
- ¿Marcelo? - Transcurrieron unos segundos de incertidumbre: ¿habría cometido el error de visitar el mismo pueblo con poco tiempo de separación? Es más: supo en ese instante que tarde o temprano eso debería pasar: el número de pueblos del interior no es infinito y tarde o temprano debería empezar a crear vínculos con la gente, con los comerciantes, con la gente de los hoteles, de las paradas. Esto establecería una relación tangible con el pasado, pero justamente ésta clase de cosas es la que conformaban su tabú.
- Si – contestó, sintiéndose tenso, negando el momento y el evento, casi convencido de ser un espectador de su propia experiencia.
- Dejaron un número de teléfono para vos – le dijo la chica, y le dio un pedacito de papel que sacó de abajo del mostrador.
- Gracias – se guardó el papel en el bolsillo, sin apenas ojearlo. Había unos números y un nombre: Marina. Después llamo, pensó, evadiéndose con esa facilidad que había desarrollado. Hizo su recorrida habitual, almorzó, fue a un hotel., se bañó, durmió la siesta. Esa noche, camino a la terminal, al pasar por la puerta de un locutorio, recordó el incidente de la mañana y haciendo acopio de voluntad, metió la mano en el bolsillo. El papel no estaba. Eso no lo sorprendió. Siguió caminando. Más tarde, tomó el ómnibus rumbo al próximo pueblo. Se durmió. Al día siguiente, no estaba seguro de haberlo soñado o no: es más, dudaba incluso de que hubiera sido ayer. ¿Cómo saberlo, si ayer es igual a anteayer y a hoy y a siempre?
Y quizás esos encuentros hayan ocurrido otras veces, y sean el material del que se componen sus sueños. ¿Cómo saberlo? Dudo, luego existo – debería haber postulado el filósofo: la duda es la única certeza.
Hasta hoy.
El viaje, el sueño, la mañana, la terminal. Otro día por delante; toda la vida por delante. Sin darse cuenta, cuando arranca a caminar hacia el centro, murmura: Marina.
Como respondiendo a un llamado, alguien dobla la esquina, camina unos pasos, y se detiene frente a él.

- Hola – dice ella.

Recordó.

El pueblo se llama Villa Concepción. Es el 20 de abril del 2004, ni antes ni después. El ómnibus es de la empresa “Crucero del Norte”, interno 216. La puerta se abre, y muestra el boleto: asiento 21, arriba, adelante, ventanilla del lado izquierdo. Sube. Busca su lugar: hay una chica sentada del lado del pasillo. Acomoda el bolso adelante, debajo del panorámico parabrisas. Permiso. Se sienta.


Justo Correa es camionero. Hace veinticuatro años que transita las rutas mesopotámicas, llevando madera, yerba, algodón. Conoce la ruta 14 mejor que las calles del barrio de Oberá donde vive. Es un hombre tranquilo, de ojos achinados a fuerza de mantenerlos entrecerrardos. Hace rato ya que encontró el equilibrio en su vida, a costa de enterrar algunos sueños. Con la misma resignación enfrenta los grandes problemas y las pequeñas molestias. Tiene para eso una muletilla que heredó de su padre: Y bueh.


La melena rojiza, los ojos francos. Las luces del pueblo juegan al claroscuro con su cara, mientras hablan en murmullos. Saludos, preguntas de rigor, comentarios sobre los viajes y los pueblos y los ómnibus. Por fin arrancan, al poco están en la ruta. Ella se levanta, va a buscar un café al fondo, se ofrece a traerle uno. El acepta agradecido, a ella y al destino que la ha puesto a su lado.

Hace ya seis horas que maneja, pero se siente fresco y en condiciones de hacer muchos kilómetros más. El interior de la cabina es confortable, la calefacción funciona bien, la radio pasa chamamés. La cafetera eléctrica atornillada al torpedo emite un breve chirrido. La mira un instante, extrañado: luego, con la mano derecha y habilidad sin par, saca un vasito de plástico del soporte correspondiente y se sirve un café, caliente y amargo, como corresponde.


De las trivialidades genéricas pasan al breve a las trivialidades personales. En algún momento el le pregunta a donde va, ella le cuenta que está volviendo a Posadas donde vive con unas amigas y estudia hidrología en la Universidad del Litoral. Ella le pregunta a él, él le cuenta que ya va a hacer casi un año que es viajante de Plastic Jewels. Ella se muestra interesada, él le cuenta algunas anécdotas. Ella escucha con atención. Más tarde esa noche, cansados ya de charlar y flirtear, sorprendidos y conmovidos ambos por el mutuo flechazo, duermen el sueño de los justos. La cabeza de ella deriva imperceptiblemente hacia el costado, y se recuesta en el hombro de él. La melena rojiza parece casi negra en la oscuridad del interior del micro. De repente, una brillante luz ilumina la escena.


Con la mirada fija en la ruta, observa la curva que se aproxima. Reconoce el lugar: una arboleda a la izquierda oculta el camino, y no se puede ver si viene alguien en sentido contrario. Cauto, levanta un poco el pié del acelerador: no por nada lleva veinticuatro años sin un accidente. Los ya modestos noventa por hora se transforman en ochenta, setenta y cinco. La cafetera vuelve a chirriar, más fuerte esta vez. La mira, y en ese preciso instante, con un chispazo azul, se desprende del torpedo, rebota en el asiento y se le vuelca sobre la pierna derecha. Con un manotazo reflejo, obtiene el doble resultado de arrojarla al otro extremo de la cabina y a la vez volantear sin querer hacia la izquierda. Cuando vuelve la vista al frente, con un siseo de dolor por la pierna quemada, ve las luces que vienen de frente. Ni tiempo tiene de hacer más nada: con los ojos bien abiertos y ambas manos en el volante, murmura: Y bueh.

La Voz del Litoral, 21 de abril del 2004.

En otra trágica jornada, la ruta 14 se ha cobrado ésta madrugada dieciocho nuevas víctimas, cuando un micro de la empresa “Crucero del Norte” embistió frontalmente un camión cargado de maderas en las inmediaciones del paraje “Totoral Chico”, en circunstancias que aún se investigan. Las fatalidades incluyen al conductor del camión, ambos choferes del micro y a quince pasajeros. Debido a la violencia del impacto, ambos vehículos resultaron totalmente destruidos, y el tránsito tuvo que ser desviado por la ex ruta provincial 216, informaron los bomberos del destacamento de Apóstoles...


Oh si, recordó, claro que si; y ahora no le importó.

- Hola – le dice, con una sonrisa jugueteando en el rostro.
- Te estaba esperando – también sonriente, mientras el sol matutino juega exultante con los matices de su cabello rojizo.
- Si, disculpame, me dormí un poco.

Texto agregado el 06-06-2005, y leído por 214 visitantes. (0 votos)


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