En blanco
“... y al final, ¿de que carajo hablamos?”
Anónimo
Se sentó frente a la computadora, la vista fija en la pantalla en blanco, los dedos suspendidos unos centímetros por encima del teclado. Pareció tomar impulso, y por un instante dio la impresión de que estaba por lanzarse a teclear frenéticamente. Luego la tensión cedió, sus ojos perdieron ese brillo que da la concentración, la presencia de una idea definida en la mente. Recorrió con la vista la habitación, buscando inspiración en los objetos que lo rodeaban. Inspiración, inspiración... ¿A todos los que escriben les pasará lo mismo? ¿O los demás tendrán una clara idea, perfectamente definida, de lo que quieren decir, y sólo les resta el trabajo de ponerlo en palabras? Y no es porque quisiera forzar la situación, poniéndose a escribir cuando no tiene nada que decir. No, no es por eso... y lo peor es esa sensación, ese peso interior, de saber que dentro suyo tiene muchas y muy importantes cosas que comunicar pero se ve imposibilitado de plasmarlo en el papel. No es cuestión ahora de que hagamos una valoración de la tarea literaria: si sus escritos sólo van a circular entre el reducido círculo de sus íntimos, y jamás se convertirán en best-sellers, no importa, lo fundamental es poder sacar al exterior esa presión. La charla, y muchas veces el monólogo, son pobres (y volátiles) sucedáneos del escrito, que permanece luego allí inalterable para poder confrontarlo en el futuro. Incluso a sus viejos escritos, la mayoría pueriles o que expresan ideas que ya ni siquiera profesa, los mira y los relee con cariño. Porque la idea es fugaz... y el papel permanece. Es una constancia, un certificado de identidad, una foto del alma, un reflejo perdurable del momento efímero. La ficción es otra cosa, es para quienes tienen ya sea la habilidad o la visión comercial de entretener a los demás. La prosa cotidianista, en cambio, es como diría alguien, la eyaculación del alma... y como la del cuerpo, es la forma de perpetuarse y de pasar de una buena vez a la posteridad, no en persona, claro, dejemos esas pretensiones a los pobres ilusos que creen en la reencarnación, si no por intermedio del objeto de la creación.
En un rincón, el colchón, desprolijo, las sábanas revueltas, la almohada apelotonada en una esquina. Ropa, en una confusa mezcolanza de sucia con limpia, que para el ojo no entrenado del ajeno sería indistinguible. Libros, papeles, el cenicero. El despertador, revistas, un atado vacío de cigarrillos, casettes, bolsas de papel de incierto contenido. Zapatillas y ojotas, completan el círculo del yacer y la indumentaria, reducido pero funcional, y destinado evidentemente a cumplir sus funciones básicas, dormir y vestir, en desmedro de la moda y la ostentación. En la pared, algunos posters, el tablero de dardos, las marcas de suciedad. ¿ Cómo fue a parar esa huella... de dedos parece... en ese lugar? Las sillas, la mesa, el radiograbador, obsoleto pero todavía suena. La heladera, con su eterna pila de papeles. ¿Siempre hay cuentas por pagar? ¿Nunca nadie está al día? El desodorante, en un lugar (hay que reconocerlo) poco ortodoxo. Y ahora pasamos al epicentro de su vida, la mesa y la computadora. Esta, en su pequeño altar, último refugio de los pocos vestigios de prolijidad presentes, a lo sumo un par de CDs fuera de sus cajas. Y la mesa... ah! la mesa, eso si que es un quilombo, y para que él mismo lo reconozca así es porque es un verdadero quilombo.
Tantas cosas, tantos íconos de una vida pueden estar contenidos en tan poco espacio. Una foto de esa mesa, o mejor dicho, el análisis minucioso de todos y cada uno de los elementos que la pueblan, ocuparían hojas y hojas de descripciones, harto engorrosas y sumamente aburridas para cualquiera que no sea el propio interesado. Su mirada resbala por encima, indolente, sin detenerse a mirar siquiera las cosas, como ocurre con los pequeños detalles que nos rodean habitualmente, los tenemos tan incorporados que pasan a un segundo plano. Allí hay otro cenicero, mas papeles, biromes, el ajedrez, mas libros, trapos de uso general, un tenedor (¿estará muy sucio?), otro atado pero éste con algunos cigarrillos sobrevivientes, encendedor, otro desodorante (ah, yo pensé que me estaba quedando sin...), el mate y la pava, vasos, todos con restos, algunos ya ni siquiera líquidos. Y esto no es todo. Pero ninguna de éstas cosas levanta el eco que está buscando, ninguno produce la chispa que inflame la reflexión, ninguno evoca el recuerdo que convenientemente disfrazado pueda convertirse en cuento. Las llaves... allí están, donde la gravedad las depositó, arrojadas despectivamente al entrar un rato antes, y por un instante aparece un esbozo... las llaves, con sus connotaciones de libertad, y encierro, de propiedad y privacidad... si, algunas ideas interesantes rondan de aquí para allá, pero no llegan a madurar.
Con un suspiro se da vuelta, extiende el brazo y distraídamente se ceba otro mate. Mientras mira por la ventana la pared del pulmón del edificio, gris, descascarada y lo que es peor, muda, sorbe por la bombilla para instantes después fruncir la cara en un gesto de desagrado: el mate está helado.
En fin, decide, está claro que acá encerrado no voy a sacar lo que necesito. Las ideas circulares, el pensamiento viciado, el mero hecho de estar intentando tener una idea se expanden dentro de su cabeza hasta ocuparla completamente, en un letanía insoportable: tengo que tener una idea, tengo que tener una idea...
Se pone los lienzos, allá están, si, adonde también los arrojó cuando se los sacó al llegar, retorcidos como el cadáver de alguien que saltó del décimo piso, se calza las gastadas pero cómodas zapatillas, la remera, los puchos, las llaves... ese último vistazo antes de salir, como diciendo ¿no me olvido de nada? Ja! de que me puedo olvidar si no necesito nada y no voy a ningún lado... fuera luces y a la calle. El concepto todavía no tomó forma en su cabeza, pero lo hará en los próximos instantes, pongámoslo aquí expresamente aunque en su mente todavía permanezca en el subconsciente borroso: Ya que la idea no viene a mi, yo iré a la idea, parafraseando a Mahoma y la montaña.
El dentista
“... de última, todo pasa.”
Rolando Hanglin
La calle de un barrio de Buenos Aires, sábado, de noche. Muy pocos autos, ninguno en éste preciso instante. Sobre su cabeza, el cielo nublado con ese color anaranjado reflejo del neón de la metrópolis. A mitad de cuadra, un muchacho camina, manos en los bolsillos, silbando un popurri de fragmentos de Los Redondos. Daniel logra reconocer “Ropa sucia” y “Todo un palo” antes de que el pibe llegue a la esquina y se pierda para siempre en el anonimato. A la vuelta, o cuando mucho a unas pocas cuadras, el camión de la basura se ha detenido a compactar: el ronco gemido de su motor acelerado en vacío reverbera por las paredes del barrio, y es difícil determinar la distancia o procedencia exacta del sonido. A su izquierda, cuatro cuadras mas allá, brillan las luces de la avenida, y el ruido del tráfico es más intenso desde esa dirección. Ese ruido de tráfico al que los porteños estamos habituados, pero que a la gente venida de ciudades chicas le llama tanto la atención. De repente Daniel es claramente consciente del ruido... recuerda que de chico, cuando vivía en su pueblito natal, los domingos a la tarde salía y se sentaba en la vereda. Si no había viento, el silencio era tan intenso que se volvía opresivo: por unos instantes se podía hacer a la idea de que habían desaparecido todos, de que era el único ser vivo en kilómetros a la redonda. Respirar le dolía en los oídos, le entraban ganas de gritar para cortar con algo tanta nada. Eso era silencio... luego, cuando venía de visita a Buenos Aires, a lo de sus abuelos, cada vez era lo mismo, las primeras noches se quedaba despierto hasta altas horas de la madrugada, hipnotizado por el murmullo que entraba por las ventanas del departamento de Caballito... un rumor incesante, pero discontinuo, con ráfagas provocadas por los semáforos y el flujo y reflujo del tráfico, momentos durante los cuales el sonido decaía y parecía terminar, para revivir instantes después renovado en una nueva onda verde, como una eterna marea sonora.
Con una sonrisa a flor de labios, arrullando todavía esas gratas memorias, se prendió un faso luego de repetir el gesto de siempre (golpearlo un par de veces contra los nudillos de la mano izquierda). Rebuscó en los bolsillos las monedas con la intención de ir a tomar el bondi, ya que era muy tarde para subte. Caminó unos metros, revolviendo centavitos de aquí para allá, pero cambió de idea y decidió caminar. Su meta era Florida y Lavalle, y después de todo cuanto serían, veinte o treinta cuadras, era joven, estaba sano, no estaba apurado, no hacía calor... aparte, se dijo, si la idea es salir a buscar ideas (valga la redundancia), nada mejor que caminar unas cuadras con destino fijo pero rumbo incierto.
Encaró por la avenida, saturada de luces, ruidos, bocinas. Todo el despliegue citadino que es tan ajeno al individuo, tan constante que se convierte en trasfondo, pero a la vez tan fugaz que es imposible asirlo nunca. Con maravillosa coordinación y sincronismo, cientos, no que digo cientos, miles de personas se entremezclan en una loca estampida humana, todos rozándose al pasar, tan cerca y a la vez tan lejos. Al no tener rumbo ni dirección, ni tiempos ni objetivos, se dedicó a mirar a los demás. Es notorio como van todos con los ojos vacuos, con ese velo de indiferencia recubriendo los rostros, inmutables a su penetrante e inquisidora mirada.
En el portal de un edificio, no se si abandonado pero al menos evidentemente ruinoso, se sienta un linyera. Daniel aminora el paso, lo mira, y prácticamente se detiene a su lado. Algo en la expresión del viejo le llama la atención, lo intriga. Se pregunta como será esa vida a la intemperie, sin nada, sin afectos ni lastres ni posesiones materiales. Una perversa fascinación lo entretiene unos instantes.
- Muchacho, tenés un cigarro. – arremete el tipo, de voz cascada.
- Si, tomá – saca uno, le acerca fuego – ¿me puedo sentar?
Un encogimiento de hombros por respuesta es interpretado por “sí”. Fuman los dos, en silencio por un rato. Daniel se queda, como ido, ensimismado, la vista clavada en su fugaz compañero de umbral. El tipo tendrá unos cincuenta, sesenta años. El cabello, abundante, desgreñado y gris, forma grumos naturales que serían la envidia del más temerario rastafari. La cara vieja, agrietada, con la nariz enrojecida a fuerza de inclemencias y vino barato, en el medio de dos ojos grises, quizás en una época pretérita dos ojos hasta bellos, pero que ahora, rodeados de costras de mugre, enrojecidos y vidriosos, han perdido toda su humanidad, todo su fuego, dejando dos carbones apagados y sucios en el lugar que ocuparan otrora dos ascuas vivas, plenas de energía. La vestimenta se compone, al menos la parte visible, de un pulóver de lana, apelmazado por el uso y la grela, y por encima un saco, mejor dicho un traje completo, pues el pantalón hace juego. Uno de los bolsillos del saco pende desgajado, el otro manifiesta un bulto en su interior. Calza unas zapatillas, de pares distintos, pero además se nota algo raro en ellas... sólo un instante de perplejidad antes de caer en la cuenta de que ambas son izquierdas. Daniel piensa si para ser linyera habrá que tener mucha mala suerte, o ser un valiente de aquellos. El sentimiento ambivalente de temor y curiosidad que sintiera al mirarlo por primera vez lo embarga nuevamente, no temor del viejo si no por el viejo, lo que representa, y paradójicamente, curiosidad por eso mismo.
- Te estarás preguntando como una persona puede terminar así – le dice el viejo.
- Si... – duda por unos instantes, sorprendido en sus reflexiones como si alguien hubiese entrado en su cabeza para entrometerse en su diálogo interior. – o mejor dicho, no. La pregunta que me hacía no es “como alguien puede terminar así”, sino más bien “cual es el pasado de ésta persona y como se conecta con éste presente”.
El viejo lo mira, largamente. Daniel piensa que le acaba de tirar una frase muy elaborada al pobre tipo, esos ojos acuosos y vacíos lo miran aparentemente sin ver ni comprender. Pero no, se equivoca, el viejo lo ha entendido perfectamente, y evidentemente su frase acaba de mover algún resorte, alguna cerradura en la mente del linyera, oxidada y rechinante pero que todavía funciona, y que abre la puerta a un pasado que ahora Daniel no está tan seguro de querer conocer.
- Sabés, yo en una época era como vos. Si, no te sorprendas... era como vos, un tipo normal. Desde que vivo en la calle, he conocido mucha gente. Muchos “linyeras”, como se dice habitualmente. Y descubrí que los habemos de dos clases. Unos son aquellos pobres seres, que desde la cuna han vivido en la miseria, en la infamia, que desde corta edad son pibes de la calle, tendrán su juventud y adultez delictiva, y si sobreviven, cosa rara, a los tiroteos con la policía, las riñas de las villas, las inclemencias del tiempo y la salud, se convierten en viejos, el viejo de la bolsa con el que mi madre me asustaba de niño. Pobres seres descarriados, y para colmo descarriados sin culpa, que no han conocido otra vida que ésta. Pero otros no... otros éramos gente normal, respetable. Pero en algún punto de nuestras vidas algo se quiebra... y caemos.
Daniel lo mira, confuso. Semejante arranque viniendo de un linyera, todo rotoso sentado en un umbral cualquiera, lo toma por sorpresa. De repente sospecha que lo que el viejo le dice implica una velada amenaza: “ojo pibe que le puede pasar a cualquiera, incluso a vos”. En un intento de disipar esa turbia sensación, le pregunta:
- ¿Por qué me cuenta esto a mi, don?
- ¿No era lo que vos querías saber? ¿No me lo acabás de preguntar... al menos, tácitamente? De todas formas, no hacía falta que dijeras nada... desde que te vi venir por la vereda, percibí en vos que estabas buscando algo. ¿Qué buscás? No lo se... y mas raro aún, ¿Qué te puedo dar yo, yo, que no tengo nada? Bien, te pedí un cigarrillo, y a cambio te voy a dar mi historia.
La situación toma un giro surrealista, ¿eh?. Daniel, ahora atenazado por la curiosidad, casi olvida su objetivo primigenio. Pues bien, ahí tiene su historia, su idea, la que salió a buscar, y prácticamente lo estaba esperando sentada a la vuelta de su casa. Escucha con atención mientras el viejo linyera, recostado en el umbral del edificio ruinoso, relata su historia en la noche de Buenos Aires.
- Yo fui dentista. Me recibí allá por el año... sesenta y dos. Me casé al año siguiente, con Clarisa... mi mujer, el amor de mi vida. Puse mi consultorio, en Floresta, y empezamos humildemente. Ella era maestra... al principio, prácticamente nos manteníamos con su sueldito, pero luego mis cosas empezaron a marchar mejor. En un año estábamos ya establecidos, juntamos unos pesos y compramos una casa, de dos plantas, arriba vivíamos y abajo acondicioné el consultorio. Ah! el idilio... todo era perfecto, y para mayor bendición, Clarisa quedó embarazada. Tras los nueve meses de rigor, y sin mayores contratiempos, nació Luz. ¿Sabés por que le puse Luz? Es obvio ¿no? Su llegada fue el destello divino que completó mi existencia. Tocaba el cielo con las manos. ¡Qué me importaba a mi, el país, la política, la izquierda ni la derecha, la guerra fría, el mundo...! Yo tenía a mis dos mujeres, el amor de mi vida y mi realización plena, me ganaba el pan honradamente y sólo veía ante mi un futuro lleno de amor y esperanza, ver crecer a Luz, guiarla desde el principio de su existencia, compartirla con mi mujer y quizás, en algún futuro tan lejano que entonces me parecía remotísimo, jubilarme y disfrutar mi vejez, malcriando a mis nietecillos, siempre en compañía de Clarisa, mi eterna compañera. Pasaron dos años, tan fugaces en su estática belleza, tan dulces que mi única pena era lo efímero del momento, mi único dolor era no poder detener el tiempo para siempre en ese instante ideal. Por entonces un nubarrón enturbió mi entendimiento. En el barrio se habían producido un par de robos, y el gusano de la inquina se me metió en la cabeza. ¿Y si le pasaba algo a alguna de mis dos joyas? Yo entonces me creía que mi preocupación era enteramente desinteresada, que no tenía nada de egoísta. Ahora no se... ahora en cambio creo que mi vida estaba tan enteramente basada en ellas, que sin ellas yo no era nada, y en realidad temía por mi. Si, temía por mi... y en un arrebato egoísta, me dio por comprarme un arma. Yo era la salvaguarda de la seguridad e integridad de mi familia, yo tenía en mis manos el deber de protegerlas, me dije. Clarisa no supo nada hasta unos meses después, que me la encontró en el cajón de la cómoda mientras me ordenaba unas ropas. Supongo que primero se debe haber llevado el susto de su vida... imaginate, yo era el tipo más pacífico del mundo. Pero en seguida su miedo se transformó en enojo, bajó corriendo y me interrumpió mientras yo estaba con un paciente. “Luis,” me dijo, “¿que es eso que tenés en la cómoda?” Yo no le había ocultado la compra del arma, un 38 corto, por ninguna razón en especial. Pero viste como son las mujeres, esas cosas siempre les disgustan. Esa noche tuvimos nuestra primera y única discusión, y por supuesto ganó ella. Todos mis razonamientos parecieron banales, todos mis temores infundados. Recapacité, y le prometí que en cuanto tuviera la ocasión iba a llevar el arma a la armería y la iba a vender. Pero viste como son las cosas... ¿cuántas veces nos proponemos realizar una tarea y luego por un motivo u otro la postergamos? Luego de discutir con Clarisa, plenamente consciente de mi error, imaginate, ¡yo, con un arma! Ja! ja!... – su risa cascada se trueca por un momento en tos - ... me hice con el firme propósito de ir al otro día sin falta a vender el arma, a deshacerme de ella. Pero el otro día pasó, y luego otro más... el viernes ella me preguntó, como al pasar, ¿resolviste ese tema? No, tuve que confesar, se me pasó, pero no te preocupes, mañana salimos después de comer, vamos a la plaza con la nena, y a la vuelta pasamos por la armería. Ella no se preocupó, yo no le estaba mintiendo. Al otro día salimos nomás, después de almorzar, recuerdo que estaba fresco, abrigamos a Luz, con un ponchito a franjas marrones... – se detiene por un instante.
Daniel lo mira, esperando encontrar en su rostro alguna señal. Nada, sus ojos siguen húmedos e inexpresivos. Simplemente mira al frente, ni un músculo de su cara se mueve, ni rebela ninguna emoción. – si, un ponchito a franjas marrones que le había regalado mi hermano. Yo me puse el traje, aunque con un pulóver por debajo. Clarisa tenía el gabán con el cuello de piel, que yo le había regalado durante nuestra luna de miel en Bariloche. Fuimos a la plaza, mi Luz jugó un rato en las hamacas, el tobogán... había un pony, dimos la vueltita a la plaza con ella en el pony, charlando con Clarisa. Estaba fresco pero el sol brillaba entre algunas nubes altas, dispersas. A eso de las cinco, caminamos las tres cuadras de allí hasta la avenida, donde estaba la armería. Llegamos. Estaba cerrado. La persiana baja, con un cartel pegado que decía “cerrado por duelo”. Bueno, no te preocupés, - me dijo Clarisa, pues yo me había quedado parado allí, ceñudo – el lunes o el martes venís. Si, no hay problema. Con paso tranquilo nos dirigimos de vuelta hacia casa. Allí nomás, en la esquina de mi propia casa, en un barrio tranquilo, un sábado a la tarde fresco pero pleno de sol, nos sale un tipo al paso. Jefe, tiene un cigarrillo, me dice. No, disculpe, no fumo. Hago un ademán como para pasar, pero el tipo se me cruza. Reparo entonces en su rostro curtido, pero no curtido como el de un hombre de campo, si no sucio, curtido, ¿me entendés? Tendría... que se yo, veinte, si, no más de veinte años. Con un ademán rápido, mira de reojo a un lado y otro de la calle, mete la mano en el bolsillo, y saca un arma. Un arma. Dame la billetera, me dice. Me quedé helado... esto no puede estar pasando. No... no tengo billetera, balbuceé. Señora, sáquese el abrigo, le dice a mi mujer. Luz, pobrecita inocente, pregunta, ¿mamá, el señor tiene frío? El tipo me pasa por al lado, y apunta con el revólver a mi mujer y mi hija... ¡Por Dios! No les hagas nada – imploré. Quedate tranquilo, me dice, dame la plata y no va a pasar nada. Confiado, me da la espalda, mientras mi mujer se saca el abrigo y se lo entrega. Entonces si, lo violento de la situación me entró en el alma, empecé a temblar, la adrenalina me fluía a torrentes por las venas. Entonces pensé, yo también tengo un arma. Saqué el 38 del bolsillo, y me lo quedé mirando. El tipo agarra el gabán, el gabán de Clarisa, mi gabán, y entonces se da vuelta. Me ve, mira mi arma, que yo sostenía débilmente en la mano, todavía cabizbajo. Levanté la vista, lo encaré: cabrón, le dije, deja el abrigo y corré, porque yo también estoy armado y me voy a defender. Junto con el grito de sorpresa, ¡hijo de puta!, sentí como si me hubiera pateado la rodilla. Me había disparado en la pierna. No se si lo hizo a propósito, o si fue un reflejo, o si estaba nervioso y el arma se le disparó sola. Caí al piso, recostado contra la pared de la casa de la esquina. Mi mujer gritó, Luz también, y se puso a llorar. El tipo se da vuelta, ¡callate, mocosa! le dice, y hace ademán de apuntarle con el arma. ¡No! Grité yo, extendiendo mi mano hacia ellos, y mi grito se confundió con el de Clarisa, que saltó delante, para interponerse entre el arma y Luz. Ahora todo ocurría ante mi, espectador inmóvil, impotente, en cámara lenta, los sonidos parecía llegar retrasados con las imágenes. Si el primer tiro, el que me hizo a mi en la pierna, se le escapó, estoy seguro que el que le dio a Clarisa en el pecho no. Vi la expresión de sus ojos, vi su dedo tensarse sobre el gatillo, vi con notable claridad el rictus de odio en su boca y un momento después el estampido. Clarisa cae, despatarrada, a mis pies. Vas a ver, John Wayne – me dice, escupiendo las palabras – vas a aprender a hacerte el macho con un arma. Yo solamente quería la plata, ¿entendés? unos pesos miserables. No atine a hilvanar un pensamiento, ni a decir una palabra, antes de que disparara de nuevo, esta vez contra mi hija, cuyo llanto estridente se apagó repentinamente, cayendo sobre su madre. Como si nada, el tipo arroja el gabán con bronca hacia la calle, donde cae, en el agua sucia del borde del empedrado, se da vuelta y se aleja, en dirección a la avenida. Arrastrándome, me acerco a mi mujer, tanteándole con manos febriles la cara, siento unas gotas hirvientes me caen en las dedos, y me doy cuenta que son mis propias lágrimas. Remoto, me llega el sonido de un grito, una vecina que salió en ese momento a la vereda. Desesperado por el dolor, y no hablo del dolor físico, no sabía si volverme hacía Clarisa o hacia Luz, su ponchito marrón desgarrado en el centro, una mancha de sangre, pequeña, como una moneda, pero que se está extendiendo rápidamente. Varias personas se acercan, alguien grita de nuevo, seguramente al ver la sangre. Intento pararme, y para mi sorpresa lo logro, se ve que el disparo no me había dado en un hueso, luego comprobé que me había atravesado el lateral del muslo limpiamente. Desolado, miré a mi alrededor, las caras vacías de la gente, un círculo de “O”s, eran las bocas, mudas para mi, los únicos sonidos que yo quería escuchar eran las voces de mi mujer y mi hija, acalladas ahora para siempre. Volví la vista hacia ellas, pero era una imagen que no podía soportar. Desvié la mirada, y allí contra la pared, estaba el arma, el 38 inútil que de nada me había servido. Lo recogí rápidamente, no si alguien reparó en mi gesto. Me tomaron del brazo, ¿estás bien? Creí entender que me preguntan. ¿Bien? Si, estoy bien. Me agaché de nuevo, busqué el pulso de mi mujer, luego el de mi hija. Ser dentista no es lo mismo que ser médico, pero una idea me daba, ¿sabés?. Estaban muertas. Las dos. Salí del círculo de gente que me rodeaba. Estaba vacío, hueco, nulo, eso era una pesadilla, no sabía que hacer. Rengueando, recorrí los pocos metros que me separaban de mi propia casa. A lo lejos percibí el ulular de una sirena, sería la ambulancia, o la policía, que alguno de los vecinos con teléfono habría llamado. Es inútil, dije como para mi mismo, el delincuente huyó y ambas están muertas. El sonido de la palabra penetró claramente la bruma de mi anestesiada conciencia, y arqueado en un espasmo de náusea y dolor, a duras penas pude introducir la llave en la cerradura y entrar, entre arcadas de desesperación. Caí sobre el sillón del consultorio, y allí me quedé. No se cuanto tiempo pasó, pero creo que no habrá sido mucho, si no evidentemente la policía o los vecinos hubiesen tenido tiempo de llegarse hasta mi casa. Todos nos conocían en el barrio, sabían donde vivíamos, me habían visto caminar hasta mi casa y además estaba el rastro de gotas de sangre que caían de mi pierna. Sin embargo ese breve pero inmenso lapso de tiempo, fue suficiente para que lo ocurrido hiciera completamente mella en mi, sentí mi alma abandonar mi cuerpo, estuve muerto y resucité, por así decirlo. Dos veces levanté el arma, todavía la tenía en la mano, y me la lleve a la cabeza, luego a la boca. Al fin me levanté, salí a la calle, y me dirigí sin rumbo hacia la nada. Desde entonces soy esto que ves, no se cuánto tiempo ha pasado desde entonces, no se qué día es, no se qué hora es, ni dónde estoy, ni qué me pasa. A veces como, a veces no. A veces hablo con gente, a veces duermo bajo la lluvia, en las plazas. A veces pido un cigarrillo, y fumo, es una buena forma de matar el tiempo. Esta que llevo puesta es la ropa de ese día, a veces me la saco y la remiendo, ¿ves? – y señala indistintamente sobre su ajado traje. Daniel baja la vista y ve, allí en la pierna derecha, un costurón desprolijo en el pantalón, y debajo unas manchas renegridas. No tengo nada, ni lo quiero tener, no recuerdo mi nombre, ni quien soy, sólo recuerdo lo que me sucedió y mi pérdida, y mi dolor. Mi única posesión material, ¿sabés cual es?. Daniel niega con la cabeza. Mete la mano en el bolsillo sano del saco, y saca un arma, cuyo empavonado refulge débilmente bajo la luz de mercurio de la calle. ¿Sabés por qué la conservo, por qué no me maté aquel día?. Nueva negativa con la cabeza. Sus ojos, que durante todo éste relato pavoroso han permanecido apagados e impávidos, relumbran ahora con una fría luz demencial: - Porque tengo la remota esperanza de algún día cruzarme con ese tipo, matarlo, y luego sí, matarme yo.
Daniel se remueve incómodo, buscando algo que decir, alguna pregunta que hacer. Ni siquiera puede decidir todavía qué sentimiento le genera lo que acaba de oír. ¿Compasión? ¿Bronca? No sé... pero seguramente indiferencia no.
- Gracias por la historia. – es lo primero que se le ocurre. El viejo ha vuelto a mirar hacia abajo, sus ojos nuevamente apagados. El revólver ya no está a la vista, y abulta inocente en el bolsillo del saco. Un murmullo, que puede ser de nada o me das otro cigarro. Ante la duda, saca nuevamente el atado, y ofrece. Es aceptado en silencio, se para, prende el suyo, se da vuelta y mira la gente que no ha cesado de ir y venir por delante de ellos, siempre cada uno enfrascado en sus cosas. Cuando vuelve a mirar, el viejo ya no está en el portal, y se aleja cojeando levemente, o quizás sea que a él le parece que cojea. Lo ve de espaldas, detener a un transeúnte, pedir fuego, prender el cigarrillo y continuar su camino, sin volver la cabeza ni una sola vez, exhalando su pequeña nube a intervalos regulares.
Me cacho, piensa. Flor de historia tengo ahora, ¿eh? Pobre tipo. ¿Sentirá bronca solamente contra aquel maldito asesino, o también contra sí mismo? ¿Se echará la culpa por lo ocurrido, o se lo achacará a la ciega casualidad? Echó a andar avenida adelante, mezclándose nuevamente en el gentío, fluido y heterogéneo, de la noche sabática. Es estremecedor, y esclarecedor, ver en carne ajena (ya que en carne propia es directamente miserable), como las consecuencias de nuestros actos nos alcanzan tarde o temprano, y las más de las veces temprano. Observó los rostros de los transeúntes con los que se cruzaba. ¿Qué historias, que misterios, que penurias y que culpas se ocultarían detrás de aquellas máscaras disipadas y aparentemente alegres? Una pareja mayor, él fumando pipa, la señora con abrigo de pieles, pasó en sentido contrario. Por ejemplo, ellos, pensó. Ya en tren tremendista, se imaginó un pasado sórdido, un hijo perdido nonato porque ella bebía, claro, ahora parece una señora muy formal, pero de joven fue un tiro al aire, y el era un tipo honesto y bueno, trabajador, que nunca le reprochó nada, aunque internamente el rencor lo carcomerá por dentro, avinagrándole la vejez, mientras que ella se siente culpable pero como no lo admitirá jamás, también se siente resentida con él porque sabe de su mudo reproche... ¡Bueno, basta! La historia del linyera del portal es demasiado macabra, demasiado lóbrega, y no voy a dejar que me amargue el resto de la noche. Aparte yo, ¿que hago con esto? ¿Qué cuento escribo? Supongo que para un cuento no me sirve, es todo muy negro, termina todo muy mal y ni siquiera se me ocurre cómo lo podría adornar o distorsionar para meter mis bocadillos. Decide por lo pronto archivar en su vasta memoria lo ocurrido, por si las moscas. Mira de reojo la hora, a la pelota, la una y diez da la madrugada. Para en un quiosquito, compra un atado que se le están por terminar, y una lata de coca, fría la pide, pese al fresco de la noche. El refrescante y ácido brebaje desciende por su garguero, lavando con su agrio contraste el amargo de los últimos puchos y la pastosidad de la boca, reseca después de largo rato sin hablar. Siente al caminar, hacia el centro, que una negra nube pende de su cabeza, pero ya mas leve, desgarrándose en jirones a medida que camina, sorbiendo de su lata y pitando a intervalos regulares.
El librero
“Todos somos putos, lo que faltan son capitalistas.”
Vox populi
Cómo un vestigio de glorias pasadas, como una sombra de la sombra de París que Buenos Aires quiso ser, las calles del centro todavía tienen ese atractivo pagano, ese sabor a cultura, ese dejo literario, teatral, filosófico que impregna los bares y cafetines del centro, donde acaloradas discusiones sobre el ser y la nada compiten en volumen, ardor y pasión con las ubicuas y yermas diatribas futboleras. Es difícil caminar por ahí sin sentir esa ansiedad, esa tensión, esas ganas de manifestarse como ser humano, integrarse a esa marea humana tan llena de ideas y sentimientos. Es cierto que muchas veces no pasa de ser una quimera, un canto de sirenas que atrae con su falaz belleza pero que luego solo desemboca en el vacío. Como volviendo de un trance suele uno despertar, para encontrarse que en realidad el gentío que nos rodea no escapa al signo de los tiempos, y están todos huecos, o peor aún llenos de culturaje televisivo o espiritualismo posmodernista. Pero si uno sabe dirigir sus pasos, no es en realidad tan difícil dar con oasis relajantes, en donde dar rienda suelta al goce de la mente. Una de las clases de reductos preferidos de Daniel, y creo que en general de los tipos mas o menos leídos (y también de los que se la dan de, vale la pena aclarar), son la librerías de la calle Corrientes. Esos reductos casi místicos, se podría decir, ¿no?, llenos de miles de libros, de todas las clases, de todos los estilos, de todas las épocas. Daniel encontraba fascinantes no sólo las librerías en si, su existencia física y tangible, si no lo que representan, y el cúmulo de personajes que pululan por ella, mas todavía. No era raro que se quedara parado cerca de la entrada, mirando entrar y salir la gente, o mirando como algunos recorren lánguidamente los estantes sacando un libro cada tanto, aparentemente al azar, hojeándolo en silencio unos minutos para luego dar unos pasos laterales y repetir el ritual. ¿Qué guía los pasos de toda esa gente? ¿Cómo eligen que leer y que no? Solía preguntarse si la gloriosa biblioteca de Alejandría generaría ya en aquel entonces esa misma sensación, de estar parado en, o cerca de, la cúspide del conocimiento humano, apilado prolijamente y separado por secciones. De tener al alcance un universo no digamos infinito, pero si lo suficientemente amplio como para que no alcance la vida para recorrerlo. Tal vez algún pragmático objetará estos sentimientos y afirmaciones, diciendo que no es necesario buscar en el papel ese conjunto extenso e inasible, pues basta salir a la calle y echar una ojeada alrededor para eso. Pero claro, es preciso entonces distinguir entre dos posibles universos, o realidades, como se prefiera. Está la realidad objetiva, por decirlo así, con todas las incógnitas que plantea: su física y sus átomos, el big-bang, las estrellas, el tiempo, ¡el tiempo!... todo fascinante y de hecho evidentemente mas allá del alcance de la mente humana. Pero también existe el universo de las ideas, de la conciencia, este otro mucho mas cercano y subjetivo. La filosofía, la historia, las mal llamadas “ciencias sociales”, plantean sin embargo otros interrogantes tanto o más atractivos que aquellos: ¿Quién soy? ¿Cuál es la razón de mi existir? ¿Y la de toda esta gente? ¿En que piensan, que hacen, a donde van, que será de sus vidas, todos aparentemente tan atareados en su ir y venir de acá para allá? Allí parado, dejaba que éstas y otras reflexiones resbalaran seductoramente por la penumbra de su subconsciente, sin decidirse nunca a encarar a ninguna, con fines serios, claro. Y por ahí lo tenemos ahora, caminando por la calle Corrientes, reemplazando de a poco en su mente la penosa historia del linyera con los más satisfactorios recuerdos de las eternas (y habitualmente estériles, dicho sea de paso) discusiones de café con sus amigos. Daniel encaró hacia la primera de las librerías que pensaba recorrer. Tenía su circuito de preferidas, aquellas donde los vendedores, verdaderos conocedores de su oficio, dejaban a la potencial clientela recorrer y toquetear los volúmenes a sus anchas, sin ir a importunarlos con aquella pregunta que él tanto odiaba, al punto de equipararla con una invitación a retirarse: ¿te puedo ayudar en algo? ¡Pero me cache en dié...! ¿será posible que esa gente no entienda que pese al intento de ser serviciales, pese a lo que digan todos y cada uno de los gurúes del marketing, ese ofrecimiento de ayuda suele repercutir más en contra que a favor en el potencial comprador, que sólo ansía poder deambular, hojear y seleccionar tranquilo? No hay nada más desagradable que percibir el zumbido del moscardón, que pese a recibir un “no, gracias, solamente estoy mirando” por respuesta se queda por allí, opacando con su sola presencia la magia del momento y provocando la rápida huída hacia otro comercio con personal mas sensible a las necesidades de la clientela. Pero el ya las tenía perfectamente catalogadas, así que entró con confianza. Yendo de aquí para allá dejó pasear sus ojos sobre varios títulos y contratapas, relajado y sin apuro, evocando recuerdos y haciéndose nuevamente promesas de tengo que leer esto o tengo que leer aquello. Al rato volvió a salir a la calle y luego con paso cansino, pero no cansado, deambuló sin rumbo fijo, dejándose bañar por los anaranjados neones, despejado ya de la ansiedad creativa de las primeras horas de la noche y de la desazón causada por la historia del linyera. En una esquina por ahí, que daba a una cuadra relativamente oscura, le llamó la atención un escaparate brillante, relumbrando como un solitario oasis de luz en la penumbra circundante. Hacia allí encaminó sus pasos, y para su sorpresa se encontró con una librería. Epa, esta si que no la tengo... ¿cómo no la vi antes? – se preguntó. Respondía ésta al formato tradicional, frente estrecho pero un local profundo, con un amplio salón al fondo. Sobre un costado había una escalera descendente, con un cartel indicando “mas material abajo”. El encargado, o mejor dicho el dueño, como no tardaría en averiguar, apenas levantó la vista de su propia lectura cuando Daniel traspuso el umbral, echándole una fugaz mirada por encima de sus anteojos, que descansaban casi en la punta de su nariz. Agradablemente sorprendido por el ambiente y la novedad, recorrió con la vista los estantes. Lo primero que le llamó la atención fue la rara agrupación de los libros en secciones, prolijamente indicadas por los respectivos cartelitos. Sólo que éstos, en vez de decir, por ejemplo, Poesía, Marketing, Salud, Novelas, Literatura Española, Ciencia Ficción, etc, respondían a apelativos mucho mas llamativos, tales como Prosa Tranquila, Para Abrir la Mente, Sesudas Disquisiciones, Caótico Postmodernismo, y así. Sin embargo había otro detalle, mas sutil, que por el momento escapaba a su comprensión... como esas ilusiones ópticas que a veces se producen, esas imágenes que sólo se captan por el rabillo del ojo pero que al mirarlas de frente no se distinguen más. Algo que rondaba vagamente por allí pero que aún no conseguía asir plenamente. Rondó por el local, regodeándose en la contemplación de títulos largo ha leídos, que despertaban aquí y allá chispazos de recuerdos y asociaciones. Descendió luego al sótano, donde pasó un rato deambulando entre las mesas de ofertas y recomendados. En el silencio del local, pues al momento de entrar Daniel éste se hallaba vacío exceptuando al dueño, pudo distinguir (aún desde donde se encontraba) el sonido de voces provenientes del piso superior. No tanto por curiosidad por lo que estuvieran diciendo, si no más bien porque el sótano le provocaba una sutil pero definida sensación de claustrofobia, subió las escaleras luego de haber hecho un agradable descubrimiento: llevaba en la mano una edición vieja, bastante usada por lo que se notaba, pero sin embargo en relativo buen estado, del libro “La tournee de Dios” de Enrique Jardiel Poncela. Hace rato lo andaba buscando pero, como aquellas figuritas difíciles de cuando éramos pibes, éste se negaba a aparecer entre las ofertas y usados. Nuevo salía tanta plata... Daniel trató de recordar, infructuosamente, la última vez que se había comprado un libro que no fuera o bien usado, o bien de la mesa de saldos de sus librerías habituales. Del fondo del local llegaba la voz del dueño, quien conversaba con una mujer que, a todas luces y por el parecido físico entre ambos, era su hermana.
- Pero Joaquín, vos sabés que si yo te lo digo es en serio... ¿o vos te crees que Carlos tiene la plata pero no la quiere largar?
- Mirá, parece que vos no me entendés. ¿Ponés tu fe en Carlos pero no en mí? ¿De él estas segura de que si no pone la plata es porque no la tiene, y en cambio a mi me venís a increpar como si yo la tuviera amarrocada y no la largara? Realmente no se si ofenderme o enojarme...
- Dale, dejate de joder... vos sabés perfectamente que no es eso lo que quiero decir. Mi reproche a vos no pasa por ahí, si no por lo que tantas veces hablamos...
- ¿Otra vez con eso? ¡No te puedo creer...! Pensé que ese era tema cerrado, ya...
- Y si, para vos que sos un cabezadura, y te pensás que porque tomaste tu determinación “tajante” se acabó la discusión... sin embargo te informo que los demás nos reservamos el derecho de pensar lo que se nos canta.
Viendo que la mano venía de rencilla familiar, Daniel se sintió medio cohibido y pensó que quizás no era el mejor momento para interrumpir ahora. Estuvo a punto de dejar el libro en cualquier estante y hacer mutis por el foro, pero lo pensó mejor. ¡Con lo que me costó conseguir éste libro! Y por dos pesos, encima... No, yo me quedo dando vueltas por acá adelante donde no joda, y cuando vea la oportunidad propicia me acerco al hombre, pago y huyo. Sin embargo no pudo evitar seguir el hilo de la conversación, por dos motivos. Uno que ya comentamos, el silencio del local era absoluto, la calle (lateral y oscura) tenía poco movimiento de autos y el ruido del tránsito por Corrientes era apenas un rumor difuso. Y por otra parte, el interés humano estaba siempre presente, su cabeza de escritor no podía dejar de analizar cada situación que se le presentaba en busca de matices, personajes, escenas, situaciones.
- Lo que pasa que al final vos sos mas pedante y sectario que aquellos a quienes despreciás – decía la mina, una piba joven, ¿que tendría, veinticinco, veintiséis años?
- A mi no me quieras hacer la psicológica porque ya sabés...
- Que psicológica ni ocho cuartos, Joaquín, te estoy hablando de sentido común. A vos te revienta la new age, perfecto. No lo soportas a Coelho: bien, yo tampoco. El ocultismo, la mística, la Era de Acuario, los ovnis, el feng-shui te da por el quinto forro de las pelotas: compartimos. Pero de ahí a que te pongas una librería, a medio metro de la calle Corrientes, y no vendas ningún libro de esos, ninguna literatura banal, como bien decís vos, hay un gran trecho. Te diría, como ya te dije mil veces, que sos un pelotudo, que si tenés la librería no es para iluminar con tu sabiduría y tu selecta colección de sesudos tomos a las masas, si no para ganarte el mango. ¿O no?
Ahí le cayó la ficha a Daniel. ¡Con razón notaba algo raro en el local! ¡Cómo se le pudo pasar por alto la grata ausencia de los molestísimos, ubicuos, intrusivos y hasta cabría decir, denigrantes volúmenes de literatura chatarra! Como diría el tango, la Biblia y el calefón... las librerías mezclan en sus escaparates lo mejor y lo peor de la especie humana. Las artes, las ciencias, lo mas excelso de la producción intelectual, “revolcadas en el mismo fango” que todas aquellas muestras de charlatanería, misticismo, por no decir directamente oscurantismo y hasta (vale la pena el exabrupto), boludez. Ahora si, francamente interesado en la conversación que se desarrollaba en el fondo del local, se acomodó de cola contra la repisa, y cruzado de brazos (pero sin soltar el preciado trofeo) se dedicó a escuchar. Joaquín permanecía ceñudo, verdaderamente afectado por las últimas palabras de su hermana.
- Bueno, ¿y entonces? – increpó ella - ¿no me vas a contestar?
- Qué querés que te diga. Voy a tomar éste sermón por un “no”, y veré si puedo conseguir la guita por otro lado...
- Pero la puta madre, que tipo jodido que sos. Me corrés por ese lado, como si por una parte fuera yo la que no te quiere hacer un favor a vos, y por otro como si yo tuviera la culpa de que te vaya mal con tu negocio. – ambos “yo” fueron escupidos con particular bronca.
- No, tenés razón. Disculpame si por el tono pareció como que te quería dar vuelta la cosa. Lo que pasa es que estoy realmente hasta las manos... me llegó una intimación de la inmobiliaria, porque le debo dos meses de alquiler y el dueño del local ya no me quiere bancar mas. Por otro lado, estuve pensando... y si, es cierto, quizás debiera claudicar de aquellos los ideales con lo que me propuse abrir ésta librería, y vender lo que se vende como pan caliente para hacer unos pesos. Pero ocurre que ya es tarde, no tengo ahora un peso como para comprar nuevos libros, las editoriales ya no te dejan nada en consignación, ahora es todo cash y aunque así fuera, ya no me da el tiempo para volver atrás. No se que hacer...
- Ay, Joaquín, Joaquín... siempre fuiste igual, no das el brazo a torcer hasta que no te lo quiebran. Que querés que te diga, si fuera por mi, si yo tuviera algo mío para vender y darte una mano, sabés que lo haría de corazón. Pero a mi marido ya le debes unos cuantos pesos, y sin embargo el si tuviera te prestaría (aunque mas no sea porque yo se lo pido). ¿No averiguaste por un crédito en el ban...
- ¿En el banco? ¡Pero nena...! Si soy un outsider, al final de que carajo me sirvió tanto socialismo, tanto ir contra la corriente, si no tengo tarjeta, no tengo auto, no tengo crédito, soy una nulidad bancaria, ni CUIT tengo por eso tuve que poner éste bolichito de mierda a nombre tuyo...
Bueno, ahora resulta que te ponés en cínico materialista y te agarra la bronca. Jodete. Si, hermano querido, hacete a la idea: el capitalismo llegó para quedarse. ¿Querés hacer la tuya? ¿Querés vivir en ésta sociedad? Seguí las reglas e insertate. Para arrepentirse nunca es tarde.
- ¿Arrepentirme? No me arrepiento de una mierda. Simplemente, claudico, abandono, bajo los brazos. Se van todos al carajo. Voy a cerrar. Liquido los libros, con eso voy pagando lo que quede debiendo de alquiler y lo que le debo a Carlos, decile que a medida que pueda le voy a pagar, ya sabés que yo no soy cagador.
- ¡Pero claro que lo se, Joaquín querido!. Se me parte el alma de verte así. Pero por otra parte no vas a decir que no te lo dije. Ya se que es una frase odiosa, pero es así. ¿Y qué vas a hacer? ¿Hablaste de esto con tu mujer?
- Con ella no hay nada que hablar. No me dice nada, porque me quiere y me conoce, pero creo que la que mas se va a alegrar con ésta decisión va a ser ella.
Un silencio incómodo se extendió sobre los tres. La sentencia de muerte de la librería “La Antorcha de Joaquín” acababa de ser firmada y ejecutada. La jueza, el verdugo y el testigo permanecieron en silencio por casi un minuto entero, con la cabeza gacha sumidos en sombrías reflexiones. Joaquín levantó por fin la vista, y su mirada se cruzó con la de Daniel. Como no era cuestión de abandonar la buena costumbre de no importunar a los clientes (aún ahora...) evitó la perversa pregunta, pero de todas formas su ceja se levantó inquisitivamente un milímetro. Daniel, pues a buen entendedor pocas palabras, supo reconocer el gesto y repentinamente resoluto, se acercó a la pareja en el fondo, extendiendo el libro a la voz de:
- Maestro, llevo éste, ¿me cobra?
Un rápido vistazo de Joaquín le bastó para confirmar título, autor y precio.
- Son dos pesos. Uh, que buen libro, éste. ¿Te lo recomendaron? ¿Conocés al autor?
- Si, ya lo había leído, hace años... lo que pasa es que lo presté, y nunca me lo devolvieron, y ahora hace rato lo andaba buscando porque lo quería repasar.
- ¡Ah! Es lo que yo digo, los libros hay que prestarlos, pero siempre hay que fijarse a quien... – comentó el librero mientras guardaba en el cajón la última y magra recaudación.
- Y, si... pero bueh! Ahora ya estoy prevenido, no se lo presto a nadie, ja ja. – comentó Daniel con una breve y forzada risa.
- Bueno, suerte, que lo disfrutes...
- Chau, gracias.
Y sin más, salió a la calle.
Epílogo
“El círculo se cierra.”
Isaac Asimov
O podríamos decir, la lenta declinación de la peregrina idea de salir a buscar una idea la calle. La calle... siempre ahí, recurrente, omnipresente, escenario de tantas y tantas historias, la gran mayoría de las cuales se quedarán sin ser contadas. De vuelta, como una polilla que vuelve y vuelve alrededor del farol, Daniel caminaba fascinado por el gentío que lo rodeaba. Ya casi había terminado de digerir su segundo encuentro de la noche. Que difícil es seguirle el hilo del pensamiento. Imagínense. Si es difícil hasta para uno mismo, ¿nunca les pasó?. En un momento estamos pensando en algo, luego en otra cosa, luego algo que vemos nos despierta otro recuerdo, pero ese se empalma con lo que pensábamos al principio, y la sorprendente combinación de ideas abre un nuevo sendero en la tortuosa jungla de nuestros pensamientos. Los conceptos se superponen, lo trivial se solapa con lo trascendental, las fronteras caen y los ingenuos de la gestalt se las ven en figurillas para tratar de explicar algo, aunque mas no sea... ¿Y en qué estábamos? Ah si, tratemos de retroceder un poco el casete de la cabeza de éste pibe. Como siempre, todo lo que ocurre, todo lo que percibimos tiene varias facetas. ¿Cómo reaccionamos? ¿Qué sensaciones nos despiertan determinados estímulos? Eso mismo se preguntaba Daniel al salir de la librería. ¡Pobre tipo! Va a tener que cerrar. Es mas, va a cerrar. Bueno, pero, ¿pobre tipo o al final es un boludo? O sea, no es lo mismo, no es el mismo “pobre tipo” que el linyera. Este todavía está ahí, todavía tiene su chance, su hermana, su mujer. Lo único que pierde es el negocio. ¿Lo único? Que se yo, quizás ese negocio era su vida, su sueño, había esperado años para tener la oportunidad de abrir esa librería, y ahora de un día para el otro, en un rato, mientras yo estaba ahí mirando, decide cerrar. Bah, de un día para el otro, no se. Seguramente éste quilombo ya se le venía acumulando, ya se venía haciendo la idea, y le faltaba la gotita de la charla con la hermana, ese último mango que no apareció para que le rebalsara el vaso y mande todo al carajo. ¿Y ahora que hará? Trató de imaginarse al tipo, medio pelado, canoso pero con las chapas que le quedan largas y atadas en una colita atrás, con anteojos de marco finito, jean, saco con coderas cosidas, el paradigma del intelectualoide recalcitrante, trabajando de manyapapeles en una oficina, de corbata y cumpliendo horarios. No pudo evitar que se le escapara una carcajada, lo cual pese a lo que pudiera suponerse, no despertó miradas de extrañeza entre los transeúntes que lo rodeaban. La súbita conciencia de su propia presencia, lo hizo mirar alrededor, y allí lo interceptamos recién. Pensando en la gente, en la calle. La gente, que concepto más raro. ¿Qué entendemos por “la gente”? Es como un ideal, un promedio que imprimimos en las caras anónimas que nos rodean. Suspiró, ¡ah..! ¿Por qué no será verdad esa gilada del aura? ¿Por qué no podré mirar a mi alrededor, y percibir instantáneamente como son las personas? Se imaginó escrutando la muchedumbre, todos rodeados de una luminosidad tenue y gris. Y de repente, por allá, como un meteoro en una noche clara, alguien impregnado de un brillante resplandor multicolor, resaltando entre quienes lo rodean con un literal brillo propio. Al final se me ocurre cada pelotudez, mirá lo que estoy pensando – dirigido a un tácito interlocutor. Tantas pelotudeces se me ocurren, y ni una sola cosa interesante como para escribir un cuento. Salí a la calle, puse empeño, estuve atento, y nada. Sigo como antes sin nada para escribir. Esto de salir a buscar una idea no dio resul... – ping! Se interrumpió a si mismo en el medio de su silencioso monólogo (¿es esto posible?). Algo acababa de surgir... si, si, ¿por qué no? No estaría mal... Que hago, que hago. Doy un par de vueltas mas, si, no. Ahora me pican las puntas de los dedos, ya se... si, lo voy a escribir. Resuelto, decidido, se apuró hasta la parada de colectivo para volver a su casa. Ansioso, se prendió otro cigarrillo, aún a sabiendas de que (como efectivamente ocurrió) la llegada del bondi lo obligaría a arrojarlo a medio fumar, protestando por el desperdicio. En el viaje, colgando del pasamanos, ya no prestaba atención a la gente que lo rodeaba, pese a que su alrededor otras y quizás jugosas situaciones se podían estar desarrollando. Este charla con aquel, aquella le cuenta no se que cosa a la amiga. No, no prestaba atención porque daba forma al barrunto de hace un instante: ¿Por qué no escribir un cuento sobre alguien como el, que quiere escribir un cuento y como no le sale una buena idea decide salir a buscarla? Estaría bueno, se dijo, una buena excusa para hablar de esto, de aquello, colar un par de anécdotas y por qué no un par de ingeniosos comentarios... si, ya la cosa iba tomando forma. Bajó, caminó, casi trotó mejor dicho la cuadra y media que le faltaba, entró al departamento en la habitual y sincronizada tromba de arrojar la llave, los fasos, la campera, encendió la PC y mientras esperaba que arrancara, se puso cómodo (entiéndase que se sacó las zapatillas y los lienzos). Abrió un nuevo documento, en blanco, que ahora ya no lo intimidaba, y tipeó:
“Se sentó frente a la computadora, la vista fija en la pantalla en blanco...” |