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1. A veces se gana.


Rara vez se combinan los factores climáticos de manera tan perfecta. Buenos Aires es una ciudad de extremos, de contrastes. Extremos políticos, sociales, climáticos, vaya coincidencia. En invierno llueve, hace frío. El frío pega peor por la humedad. El verano es directamente insoportable. Pero por suerte ocasionalmente se dan días como el de hoy. Digamos que es primavera, aunque podría ser otoño, no importa. El sol brilla calle adelante, entre los edificios. El cielo se presenta mayormente despejado (usando la jerga meteorológica), aunque algunas nubes hay, las suficientes para romper la monotonía del celeste infinito. Sopla una leve brisa, que mueve suavemente las hojas de los árboles y los papelitos de la calle. Como es temprano, hay poco tránsito, dando una extraña sensación de silencio y soledad.
Por la vereda vemos venir a José Luis, José Luis Miranda para ser exactos. Va de jean, remera y zapatillas, indumentaria oficial de su juventud, uniforme anárquico de quienes odian los uniformes. Camina con el paso leve pero apurado del porteño que no va a ninguna parte, aunque en éste caso si. Va a su trabajo, cadete en una empresa ignota, de las del montón, que luchan por sobrevivir en este caos del capitalismo (salvaje por añadidura). Quizás en otro momento estuviese preocupado por su futuro, su continuidad laboral. Por tener veinticinco años y un empleo para dieciocho. Por haber terminado el secundario y haber deambulado por un par de facultades, en una infructuosa búsqueda de su vocación. Quizás en otro momento, sí, pero no hoy. Hoy se limita a caminar despreocupadamente, un paso tras otro sin mayores pretensiones.
Sus pensamientos vagan por las difusas regiones del ensimismamiento, su nivel de atención bajo, apenas el suficiente para disfrutar la benevolente intemperie (y esquivar los soretes de perro de la vereda, la verdad sea dicha). José Luis es, en rasgos generales, un buen tipo. Tendrá sus cosas, por supuesto: el que esté libre de culpas..., pero nada como para merecer la condena social. Entre sus pequeños vicios y miserias, destaquemos la que lo ocupa en este preciso instante: el cigarrillo.
Con la mano izquierda en las profundidades del bolsillo, juguetea con las llaves. En la derecha sostiene el aromático cilindro, y cada tanto lo lleva a la boca y cala una pitada, con ojos ausentes y cara de innegable placer. Por un momento cruzan por su mente las palabras de un amigo: “Che, boludo, no sabés que el cigarrillo que se fuma justo después de hacer deporte, y el primero de la mañana, son los que peor te hacen? Porque tenés los bronquios abiertos...” y una larga retahíla de prevenciones paternalistas. Si le preocuparan esas cosas, por supuesto, no fumaría. Por otro lado, él encuentra el primer faso del día especialmente sabroso. Entrecerrando los ojos, con una mirada casi lánguida observa el objeto entre sus dedos: “¿Por qué será? ¿De donde proviene este placer? Quizás sea la ansiedad liberada luego de las nocturnas horas de abstinencia...” piensa.

Dispersa con un gesto de la mano tanto la ceniza como estos pensamientos intrusos, que amenazan empañar con su duda la preciosa mañana, cruza la calle y sigue con su camino. Aún le faltan dos cuadras para la boca del subte. El cigarrillo está casi terminado, le quedan quizás dos pitadas más. Nuevos interrogantes cruzan por su cabeza, en ese diálogo constante de preguntas y respuestas que solemos mantener con nosotros mismos. “¿Me prendo otro o no? Lo que pasa es que si lo prendo ahora lo tengo que fumar a las apuradas, o tirar a medio terminar, o pararme en la vereda a terminarlo antes de bajar ...”. Decide no encender otro. Cala por última vez, y entonces su vista se posa en un objeto aferrado a un poste en la esquina que se aproxima, unos pocos metros más adelante. Se trata uno de los omnipresentes tachos de basura con los que la municipalidad nos agracia. Tachos paradójicos, dicho sea de paso. Generalmente están a rebosar de basura, cuando no quemados o rotos. Si están intactos, y aún cuando su capacidad de contención de mugre esté lejos de completarse, de todas formas suelen estar rodeados de basura tirada en el piso, como si la gente se ensañara en mostrar su desprecio por la autoridad y el orden establecido. O peor aún, será un síntoma de la corrupción generalizada de la sociedad argentina, un pequeño símbolo, es cierto, pero no por eso menos significativo. Porque quien arroja la basura en la vereda (y especialmente teniendo tan cerca el bendito tacho) no sólo está manifestando un leve rasgo de desobediencia civil, si no peor aún, un desprecio por sus semejantes y las más básicas normas de convivencia, y aún una tendencia autodestructiva. Mañana cuando esa misma gente pase por esa misma vereda, como lo hizo durante una considerable cantidad de años, y previsiblemente lo siga haciendo por un largo tiempo más, va a tener que soportar su propia suciedad, el desgarro general de una ciudad que podría ser linda, pero se muestra sucia y distorsionada por la desidia de sus propios habitantes.
Todos éstos pensamientos se confunden en la cabeza de José Luis con otros referidos a la (vale la pena insistir) bonanza del clima, el regusto del mate mañanero y la todavía difusa pero creciente amenaza del día de trabajo que se avecina. Podrá parecer a primera vista, querido lector, que estas si se quiere elaboradas reflexiones no son habituales en un cadete de veinticinco años. Es cierto. Quizás convenga aclarar que José Luis es, aparte de un buen tipo aunque fumador, una persona relativamente instruida. Que no haya definido su vocación por ninguna carrera, que no haya completado sus estudios formales, no impide que sea un gran lector, un autodidacta en muchos terrenos y por otro lado, alguien con hondas preocupaciones y reflexiones filosóficas en general. En fin, mientras se aproxima a la esquina, decíamos, ve el tacho de marras. Con su mano derecha y en un tic casi inconsciente, junta su dedo mayor con el pulgar, sostiene la colilla allí y extiende los otros tres dedos hacia delante, con la palma hacia arriba.

Si todavía no reconocen el gesto, quizás convenga detenernos un momento para explicar otro de los pequeños detalles que hacen a la vida de nuestro personaje. Porque los detalles pueden no parecer importantes, pero ¿que es la vida si no una gran colección de someros detalles? Estamos formados por las infinitas pequeñas cosas que nos ocurrieron, nos ocurren y se nos ocurren, un caótico conjunto de minucias absolutamente único que nos dan nuestra forma corporal y mental. Uno de esos detalles, es una costumbre que José Luis tiene. Casi podríamos decir que se trata de un juego, que practica sin más oponente que si mismo, el azar y el entorno. Su ámbito es la calle, su tiempo: toda la vida. Su objeto, la colilla. Su objetivo, embocarla arrojándola de la manera que ya he descrito, en los tachos, recipientes o agujeros que se le presenten en el momento de terminar el cigarrillo. Sus reglas son pocas, y se pueden reducir a las siguientes. No hay tanteador, por supuesto. Sólo se consideran válidos los tiros que entran de una, sin rozar contra los bordes ni pervertir su trayectoria de alguna otra manera. No vale retener la colilla intencionalmente luego de terminarla: luego de la última pitada, unos pasos es lo máximo que se permite antes de efectuar el disparo. Si no, habrá que arrojarla a la calle o vereda, con el consiguiente oprobio y culpa que esto acarrea (recordemos que en definitiva José Luis es un buen tipo). Tengamos estas reglas en mente de aquí en adelante.
Decíamos entonces, que se prepara para embocar la colilla en el tacho. Da un paso más, ahora está a unos dos metros de distancia, y dispara. ¡Ah! ¡La parábola perfecta! ¡Qué belleza de trayectoria, qué sublime geometría! El ardiente y pequeño bólido deja su mano, y un instante después se sumerge silenciosamente en las profundidades del sufrido receptáculo. Llamalo habilidad, llamalo azar, la cuestión es que emboca de forma estupenda. Con el corazón henchido de dicha, continúa silbando bajito las dos cuadras restantes, y baja los escalones de la boca de subte. Sentada allí, en los escalones, hay una mujer, linyera, de edad indefinida, que quizás se pueda expresar con un número determinado de años pero cuya cara refleja un sufrimiento infinito. Sostiene en los brazos a su pequeño hijo, mientras pide limosna mediante un cartel escrito en caracteres rústicos, con la “S” notoriamente dibujada como vista en un espejo. José Luis no puede menos que sentirse un tanto culpable. Piensa:
- ¿Tengo derecho a sentirme alegre y pleno, realizado, feliz por una nimiedad como haber embocado la puta colilla, cuando veo crudamente a mi lado la infamia y la pobreza cotidianas? Pues sí, carajo, lo tengo, y en realidad el planteo tendría que ser al revés. Aunque a mi alrededor el mundo esté lleno de miseria, aunque yo sepa en lo más hondo de mi ser que la gran mayoría de la especie humana se arrastra por el fango de la ignominia, en éste preciso instante me siento perfectamente bien. Porque, ¿pueden los viles argumentos de nuestra sombría razón, oscurecer los goces terrenales que proporcionan los sentidos? ¿De que valen tanto ateísmo racionalista, tanta convicción derrotista, casi nietzschiana, contra el deleite de la parábola perfecta?. De nada sirve la certeza de que el ser humano no es más que una incidencia menor, un destello de raciocinio en éste Universo infinitamente vasto, complejo, inexplorado y oscuro, si el solo placer de estar vivo y respirar el aire cargado de fragancias justifica todas las miserias pasadas y por venir.
- Es raro como caigo en la cuenta de que la mayoría de las argumentaciones es reversible. Así hay quien piensa, “Mientras exista un solo niño que sufra, permítaseme dudar no sólo de la existencia de Dios, si no de la razón de ser del Universo todo”. Yo aquí, en cambio, declaro que no importa que en este momento esté estallando una supernova en algún recóndito rincón del infinito, exterminando varias civilizaciones inocentes en un paroxismo de furia nuclear, no importa puesto que yo estoy aquí, vivo, consciente, centro de mi universo subjetivo, causa y efecto necesario de todo lo demás, y encima acabo de embocar ese tiro de forma magistral.
Resuelto este soliloquio a su entera satisfacción, encara con soltura el molinete y se sumerge aún más en las entrañas de la madre tierra. No podemos negar cierto atractivo en esa línea de pensamiento casi new-age, que pretende que la única medida válida para todo es el propio ser humano individual, y que el gozo nihilista, el bienestar egoísta y la autocomplacencia son la razón de ser de nuestra existencia. Quién no conoce a alguien que piensa así. Pero no prejuzguemos a José Luis, que como vemos se halla inmerso en su fugaz gloria privada, y quizás su línea de pensamiento se aparta de lo habitual. Pues como en definitiva somos gente si no centrada, al menos perceptiva, podemos distinguir el inexorable péndulo del destino, que ora vacila hacia aquí, bendiciéndonos y elevándonos en un azaroso bienestar pasajero, ora arremete hacia allá, arrastrándonos al más horroroso sufrimiento, o exponiendo crudamente los más crueles recovecos del alma humana. Este vaivén ha de continuar impertérrito, indiferente a nuestros pequeños dimes y diretes, para detenerse al fin en la vacía y definitiva paz de la muerte.
Tal como había comenzado, continuó el afortunado día de José Luis, y dejémoslo disfrutar entonces de él, ya que la ciega fortuna tenía deparado para él la correspondiente contracara. Por lo pronto sólo resta agregar que su jefe no fue, que únicamente tuvo que hacer ese día unos pocos trámites, que se encontró una moneda de un peso al volver a su casa, y que Analía (la secretaria de la empresa) por fin parece hacerse cargo de sus hasta ahora veladas insinuaciones y tiradas de onda. Más no se puede pedir. Lástima que los momentos perfectos, si se puede decir tal sólo por haber embocado una colilla, nos regocijan únicamente mientras duran, y que los recuerdos que justificarán nuestras curdas del futuro remiten generalmente a los peores días de nuestras vidas.

2. Y a veces se pierde


Abrió los ojos, en ese estado intermedio que no es ni sueño ni vigilia. La lóbrega y gris luminosidad que se filtra por la ventana, se fusiona encantadoramente con sus sombríos pensamientos. La sucia pared, desteñida y con humedad cerca del techo, no hace nada por mejorar su ánimo. Decidido a declararse en franca rebeldía contra el mundo, rebulle en la cama y se apresta a quedarse más de lo que debería. Pero el regusto amargo de su boca, y sobre todo el derrotero de su cada vez más despierta conciencia, terminan por decidirlo a levantarse. Con un profundo suspiro, abandona por fin el lecho y se dirige hacia el baño. La mirada mortecina, el rostro demacrado que le devuelve el espejo, hablan a las claras de que no es éste su mejor momento. Sin embargo, no ha pasado ni siquiera una semana desde aquel maravilloso día, cuyo recuerdo parece ahora difuso e irreal. Inclinado de pie sobre el inodoro, con la mano apoyada en la pared por encima de aquel, mientras espera que fluya la naturaleza, se pregunta:
- ¿Qué pasó ayer? ¿Cómo me puede haber salido todo tan mal...?
Retrocedamos unas horas en el tiempo, para encontrarnos en la mañana del día anterior. José Luis llega luego de un breve trámite, es la hora muerta previa al mediodía. El teléfono no suena, la gente de administración rumia en silencio sus papeles allá en el fondo. Dado que el campo parece despejado, y no hay obstáculos que acrecienten su habitual timidez, logra vencerla y se dirige al escritorio de Analía.
- Hola – dice.
- Hola – replica ella, levantando la mirada de la agenda que hasta entonces la ocupaba.
- Y, como va todo, un día tranquilo hoy, ¿no?
- Si, es cierto. Por suerte el teléfono no sonó mucho. – Contesta ella, dirigiéndole una mirada directa a los ojos, pero ciertamente neutra.
- No sabés que lindo que está afuera, que pena que acá no hay ventanas para que veas.
- ¿En serio? – ahora está perdiendo interés, algo hay que hacer.
- Si... – unos segundos que no llegan a ser incómodos – Che, ¿y cómo te está yendo con las clases de escultura? – pregunta, sabedor de que a todas las mujeres les gusta que se interesen por sus asuntos personales. Ella se anima nuevamente.
- ¡Ah, si! Bien, buenísimo... el profesor es genial, aunque yo todavía soy un poco dura con las manos.
- Claro, al principio debe ser difícil soltarse, lograr que te salga lo que querés hacer...
- Si, un poco... igual me lo tomo con calma, ¿viste?. No pretendo ser Miguel Angel de un día para el otro.
- No, claro, ¡ja ja! – cambia de lugar en la silla – Che, y hablando de eso ¿qué tenés que hacer hoy, más tarde? Porque me contaste que las clases son los martes y jueves, ¿no?.

- Ah, ¿hoy?... Si... voy los martes y jueves, pero justo hoy me viene a buscar Ignacio, un amigo... bueno, un poco más que amigo. – se sonríe - Vamos a ir al cine, ya sacamos las entradas.
- ¿Ah, si? – finge interés él, mientras se desclava la daga del pecho. Tratando de sonar lo más frío e indiferente posible: - ¿No me habías dicho que no tenías novio?
- Si, bueno, novio... lo que se dice novio... – se sonríe de nuevo, con simpatía, pero la sonrisa no está destinada a él si no que evidentemente la provoca el recuerdo del mamerto ese, sea quien sea – Salimos un par de veces, a tomar algo, bailar, que se yo... todo bien. Es un pibe genial. Pero, ¿por qué me preguntabas, de hoy?
Indeciso sobre si la fugaz mirada que captó fue de interés o sarcasmo, decide mentir:
- No, lo que pasa es que hay un exposición de esculturas, en la plaza del barrio, de artistas locales, ¿viste?, y cómo el día está tan lindo pensé que tal vez... – deja morir las palabras en un silencio ahora si, francamente incómodo.
- Ah... qué lástima, pero, ¿cuándo termina, la exposición?
- No se, creo que hoy, o mañana. Lo leí en el diario el domingo pasado.
- Uh, que macana, porque mañana tampoco puedo... Voy a pasar el fin de semana a la casa de una amiga en el Tigre - dos negativas seguidas es todo lo que necesita un tipo más o menos perspicaz.
- Está bien, no te hagás problema.
- Qué lástima, me hubiera gustado ir... quizás si me hubieras avisado antes arreglábamos algo - ¿será sincera o está revolviendo el puñal en la herida?
- Si, claro... cualquier cosa, si me entero de alguna movida así, interesante, te aviso, ¿eh?
- Si, dale... avisame y vemos, ok?
- Ok – breve pausa. – Mhm – carraspea – bueno, me voy a fijar si de administración necesitan algo.
- Bueno – replica ella, y baja la vista nuevamente a la agenda aún antes de que él se levante de la silla. Mala señal.
Arrastrando los pies, va para el fondo, a administración, a una cueva, al infierno. A cualquier lado mientras no esté a la vista de ella.
- ¿Cómo puede ser? – se reprocha. - ¿Tan duro soy? ¿O tan boludo?
Evidentemente no es José Luis el más hábil del mundo en el fatigoso juego del histeriqueo con el sexo opuesto. Lo cual es fácil de comprender si tenemos en cuenta que su novia anterior, con la que terminó hace unos meses, lo era desde la época del secundario, cuando todas éstas cuestiones se resolvían en forma más bien tácita en las tertulias de fin de año. No era necesario dar esos penosos pasos que median desde la simple amistad hasta el lance y el affaire.
El resto del día pasó sin pena ni gloria, o quizás con un poco de pena. Las veces que tuvo que salir a la calle, las mismas nubes que en aquella ahora aparentemente lejana mañana le parecían bellas y bien dispuestas, se le antojaban antipáticas y precursoras de lluvia.
Por la tarde, cabizbajo y meditabundo, volvió directo para su casa, con el específico plan de no hacer nada, ver la tele y ponerse en pedo (ya que estaba). Al salir del subte, y como lo hiciera maquinalmente cada vez, encendió un cigarrillo, y pitando suave y caminando reposadamente, encaró las pocas cuadras que tenía por delante. Enfrascado como estaba en sus cavilaciones autoflagelantes, olvidó el asunto del emboque, hasta que fue demasiado tarde. Al levantar la vista, se dio cuenta que estaba parado exactamente al lado del tacho. Miró el faso, del cual quedaba casi un tercio sin fumar, y con un gesto de hastío lo depositó con la mano directamente en el hueco. Gesto éste que habría de recordarlo luego, como ya veremos.
Así es como llegamos nuevamente a la escena del baño, con nuestro protagonista realmente insatisfecho consigo mismo, la boca y la cabeza con el (desagradable) recuerdo de los dos vasos de anís de anoche, y el día acorde, encapotado y gris.
Resueltos los menesteres matinales, incluidas dos hasta ahora inútiles aspirinas junto con el mate, salió, cerró con llave, y bajó los seis pisos. Breve pausa en el palier para sacar el atado y el encendedor del bolsillo. Salió a la calle, con el cigarrillo colgando de los labios aún sin encender, y dejó que el fresco aire matinal le soplase un poco en la cara. Tuvo entonces una nítida visión, un convencimiento, una certeza. Como en las películas, donde repentinamente todo el entorno se vuelve nebuloso y el foco de atención se centra en una única imagen, se vio a si mismo caminando con paso decidido por la vereda, fumando su ritual cigarrillo mañanero, llegando a la esquina de siempre. Con un rápido gesto, casi displicente, arroja la colilla, que describe un arco largo, de más de tres metros, y desaparece por la boca del tacho. Vuelve en si, extasiado. Esto, esto es lo que necesita, un sábado con amigos, con un comienzo de ritual perfecto, que le otorgue su aura de bendición pagana al día. Luego quizás, un picadito para desentumecer la osamenta, y rematado con una generosa dosis de alcohol social. Quizás de esa forma pueda eliminar, o al menos atenuar, los resabios del nonato affaire. Es bien sabido que nada ayuda tanto al olvido como el etílico. Y en menor medida, claro, la distracción y el pasatismo, que si bien no son el quid de la cuestión, tienen su innegable atractivo. Pero los hados funestos que rigen nuestros destinos no estarían del todo de acuerdo con ésta idílica visión. O bien podemos pensar que existe una ley de las compensaciones, o ponernos racionalistas y creer (¡vaya paradoja!) que las probabilidades impiden que sean todas buenas o todas malas las que nos toquen en suerte.
Encendió entonces el cigarro, y con paso ágil y decidido encaró el nuevo día, aún con el fatuo convencimiento deleitando sus sentidos. Breves le parecieron aquellas cuadras, porque si bien es cierto que el tiempo es subjetivo y se expande con la expectativa, también es cierto que lo bueno nunca dura lo suficiente.
Ya con el pucho casi terminado, calando la última pitada, con una sincronización que sólo la reiterada práctica otorga, fija su vista en el poste, presto a efectuar el tiro perfecto, sublime, la cúspide de su carrera como embocador de colillas y, permítaseme el atrevimiento, el gesto con el cual culminar ésta frustrante etapa de su vida y encarar una nueva era de bienestar y realización.

Pero entonces su vista se topó con una imagen devastadora, absolutamente inesperada. ¡El tacho no está! ¡Traición, perdición, trampa, feroz jugarreta del destino! En su lugar, una informe masa de plástico azul derretido y requemado es todo lo que queda. ¿El destino dije? ¡Ah, si existiera tal cosa! ¡Que fácil sería todo entonces para nosotros, pobres mortales! Poder achacar todos nuestros sinsabores a una ciega maquinaria que rige nuestras vidas, deslindándonos de toda responsabilidad... Pero no, debemos retroceder unas pocas horas para comprender la implacable moraleja. Aprovechemos que José Luis se ha quedado congelado, mudo, espantado mientras la brasa le consume casi los dedos impotentes, para echar una mirada al pasado reciente. Pues anoche, según recordaremos, por venir (por decirlo prosaicamente) en la nube de pedo, vióse obligado a dejar el cigarrillo a medio consumir directamente en el tacho. Y éste como todos fue un pequeño gesto que trajo grandes consecuencias. Nunca escapamos a las implicancias de nuestros actos, por pequeños que éstos sean. Como si alguien intentara hacernos recordar en todo momento que no somos nada, pero que estamos ligados estrecha e íntimamente con nuestro entorno. La consecuencia en éste caso, fue que en cuanto José Luis se hubo retirado de la vera del mismo, la combustión del inconcluso pucho siguió su curso, trasmitiendo la flama a unos papeles que yacían hasta entonces inertes allí dentro, los cuales tomaron rápidamente vivo fuego, junto con toda la basura y el plástico mismo del recipiente. Para cuando los vecinos vieron la humareda, ya era tarde. A último momento, alguien con un dejo de voluntad salió con un balde lleno de agua y liquidó el principio de incendio, no tanto por una arranque de conciencia social sino porque el olor inmundo de la basura y el plástico chamuscado era realmente insoportable.
Así es que en aquellos breves minutos de ayer se consumieron no sólo unos gramos de desperdicios, sino todos los vestigios de posibles cambios en el humor de José Luis, quien, ignorante de que estaba siendo víctima de sí mismo, seguía allí, con los ojos vacíos mirando el nauseabundo amasijo. Se le acercó Cosme, el mencionado caritativo vecino de marras, y a la sazón portero del edificio de la esquina. Afortunadamente Cosme también estaba en las sombras respecto de las culpas a repartir por el incidente, si no probablemente la conversación hubiese tenido otro mucho peor rumbo:
- Viste pibe, parece que algún boludo ayer le prendió fuego al tacho.
- ...
- Si, supongo que habrán sido los pendejos de mierda del colegio, viste como son... siempre en patota, molestando por el barrio después de clases.
Viejo estúpido, como si vos no hubieses tenido infancia – piensa.
- ...
- Ahora no se, voy a llamar a la municipalidad, para que limpien el enchastre... como el tacho era de ellos.
- Si, claro – se obliga a balbucear, se aleja unos pasos, vuelve la vista por última vez, y arroja el despojo carbonizado que todavía conserva entre los dedos con gesto culpable en el agüita a la vera del cordón.


Desmoralizado, derrotado. Impotente, verdaderamente infeliz. Su mente vuelve, vaya uno a saber porque, a la charla de ayer con Analía. De nada sirven sus insultos a si mismo, reprochándose cobardía. Lo hecho, hecho está. Pensar en Analía lo lleva a pensar en su trabajo, y en su nada ventajosa situación laboral. Pasa ahora a recriminarse crudamente su inconstancia con el estudio, la desidia que lo lleva a transitar siempre por el camino del menor esfuerzo. Cruza las vías del tren, al tiempo que abandona la idea de ir a lo del Rolo.
- Para que amargarle la vida al otro pobre gil, para eso me basto y me sobro yo solito.
Se da vuelta y contempla de nuevo la barrera, mientras se ve a si mismo fugazmente, durante un instante aterrador, esperando al tren y tirándose abajo. Se vuelve atrás con una mirada de asco en los ojos:
- Ni para eso tengo huevos, no ves que soy un cagón, encima – se dirige a algún tácito interlocutor.
Pasos perdidos lo llevan a la plaza, que se le antoja desolada y gris, más de lo que el encapotado día amerita. En un banco, por allá, un viejo le tira migajas a las palomas.
- Esto es la vida, esto somos. Miserables nadas, arrastrándonos en una generalmente infructuosa lucha por sobrevivir, apenas, (ni hablemos de ser felices) para llegar a los setenta, roto, solo y hueco, abandonados por los parientes a quienes ésta sociedad de mierda no ha logrado enseñar un mínimo de respeto y afecto por los mayores, con un Estado que jamás se preocupa por nada, librados prácticamente a nuestra propia suerte o directamente a la caridad ajena, sin más compañía que las palomas y sus piojos... puaj! – repetido rictus de asco que no sabemos si está dirigido a las piojosas palomas, a él mismo o al universo todo.
A fin de cuentas sus, digamos, un tanto dramáticas reflexiones no están desprovistas de toda verdad. Cierto que siempre tenemos cosas buenas y malas que ponderar, y que en realidad que veamos el vaso medio lleno o medio vacío depende más de nuestro estado de ánimo que de la cantidad de agua. Pero también es cierto que esta sociedad en la que vivimos se presta para los más crudos análisis. ¿Quién fue el que dijo: “la realidad supera a la ficción”... ?. Sin ir más lejos, recordemos por ejemplo lo que pasó el año pasado...

3. El decreto.


Corría el mes de agosto de 19... y la situación económica del país era terrible, como siempre ha sido desde que tengo memoria. La crisis generalizada había afectado principalmente a los sectores productivos, los únicos en realidad capaces (potencialmente, al menos) de sacar el país adelante, y sin embargo siempre los más postergados a la hora de tomar medidas por parte del gobierno. Círculo vicioso perverso, donde la culpa es de todos por igual. Quiero decir, tampoco es que los pobres empresarios de la pequeña y mediana industria sean unos santos, y los únicos malos de la película sean los ladrones de turno en el gobierno. Es vox populi el mecanismo mediante el cual un señor empresario “X” pide un crédito al Banco “Y” porque va de arreglo con el ejecutivo de cuentas “Z”, crédito que le es otorgado tras la presentación de algunos avales y papeles fraudulentos, y bajo un generosísimo régimen de promoción industrial. Luego el mencionado señor “X” levanta un galpón, vacío por supuesto, lo mantiene como pantalla durante un par de meses, inventa gastos y facturas para justificar lo injustificable (la dilapidación de los miles o incluso millones de rupias del empréstito) y luego ¡abracadabra! desaparece como por arte de magia, embolsando el toco. Todos ganan, ¿no?, el señor “X” que living la vida loca algunos años hasta encontrar la forma de repetir la siniestra maniobra, el ejecutivo del banco “Z” que embolsa una generosa comisión, y el banco “Y” que seguramente se las arreglará para obtener una licuación de esos pasivos incobrables por parte del Banco Central y recuperar el dinero malversado. Los únicos perjudicados, claro, somos todos nosotros que vemos engrosada nuestra deuda pública, pervertidos nuestros valores morales, estafada nuestra credibilidad cívica y en fin, sentimos, como siempre, que nos han vuelto a meter el dedo en el orto, si se me permite el exabrupto.
Pero en fin, me estoy yendo por las ramas. Decía que en aquel entonces, la industria nacional estaba lisa y llanamente fundida. Uno de los rubros más afectados, era el de los fabricantes de zapatos y zapatillas. Con lágrimas en los ojos vimos, en el noticiero de la noche, el pequeño copete donde se anunciaba el cierre de la última fabriquita. Pues bien, dijimos mientras nos removíamos nerviosos en nuestros asientos, habrá que importar zapatos y zapatillas, total, las cosas importadas son mejores y más baratas, lo que pasa que en este país no trabaja el que no quiere, y otra sarta de lugares comunes que no explican ni resuelven nada pero nos dejan con la sensación de estar al tanto y en control de ésta voluble realidad. Sin embargo, resultó que los chinos y los coreanos, hartos de vendernos sus baratos aunque de dudosa calidad bienes y que los estafemos una y otra vez, llámese devaluación, plan primavera, plan bonex y la mar en coche, decía que los chinos y los coreanos (y también los de Hong Kong, aunque no me sé el gentilicio) no nos vendieron ni un mísero par de chinelas. Durante unos meses todo estuvo bajo control, pues aún quedaban unos stocks remanentes aquí y allá. Luego, empezó la malaria del calzado. El par de Nikes o Toppers empezó a subir más rápido que el dólar, los zapatos de vestir ni te cuento. La población se agitaba, hacía sonar sus cacerolas, reclamaba a gritos medidas urgentes para paliar la situación.
Memorable aquella “marcha de los descalzos” donde miles de personas tomaron pacíficamente la Plaza de Mayo, en patas todos, reclamando que el presidente en persona tome cartas en el asunto. Irónicamente, volvimos a tener “las patas en la fuente”, aunque claro, éstos días no fueron como aquellos, ¿eh? Al fin salió el susodicho por cadena nacional, anunciando una serie de medidas (un “paquete”, pues para todo tienen un “paquete”... ) que incluía, entre otras cosas, un impuesto especial a las bicicletas (“que piolas, si andan en bici no se les gastan las zapatillas...” supongo que habrá pensado algún genio entre los asesores, seguramente luego de varios años de estudiar en Harvard). Además, se prometía la pronta apertura de una fábrica de alpargatas en Tucumán, las cuales serían confeccionadas con fibras de caña de azúcar, ya que al no existir más ningún ingenio azucarero (y eso es otra historia) nadie sabía que hacer con el excedente de producción. También se anunciaba, con bombos y platillos, el cierre de un acuerdo con ciertas empresas ecuatorianas que, a cambio de determinadas concesiones en el asunto de la privatización de los semáforos, se comprometían a importar una ingente cantidad de pares de zapatos y zapatillas (a un precio escalofriante, es cierto, pero al menos eran los únicos que lo hacían). Y por último, y con esto llegamos al meollo de la cuestión, al menos en lo que atañe a José Luis: el famoso decreto 16.534/A, donde se imponía la obligación a la población de transitar por la aceras, veredas, calles, plazas y todo otro espacio público, y siempre que dicho tránsito se realizase a pie, saltando en una sola pata. Estaban exentas de dicha medida las personas mayores de 65 años, jubilados y/o pensionados, mujeres embarazadas, rengos, etc. En los considerandos del decreto se detallaba que, en un estudio encargado a la consultora Shoes & Gloves Inc., con sede en Illinois (USA), se había demostrado que al avanzar saltando en una sola pata se producía un desgaste del calzado 18% menor que si se camina normalmente. Supongo que sería alternando, digamos, un día salto con la izquierda y otro con la derecha, si no se gastaría una zapatilla mientras la otra todavía está nueva. Esto en el decreto no lo decía. En fin, se anunciaba la entrada en vigencia de la medida a partir del lunes siguiente.
Hubo algunos sectores de la población que se manifestaron contrarios a ésta resolución. Decían que “en el gobierno están todos en pedo, esto es joda, no te puedo creer” (sic) y se marchaban con paso airado y redoblado hacia Ezeiza para huir del país. Redoblado puede ser, pero no era muy sonoro el paso porque la mayoría iba en patas. Sin embargo, amplios sectores de la población se mostraban, si no a favor, al menos neutrales. Claro, habían reclamado medidas, pues allí tenían sus medidas. ¿Que iban a hacer, ahora? ¿Seguir reclamando? Pero, ¡che! son unos insatisfechos, carajo, no hay poronga que les venga bien. (Si bien no eran estas las palabras exactas, el sentido de las declaraciones de los funcionarios autores del engendro a los medios de prensa estaba más que claro).
Así es que aquí lo tenemos al bueno de José Luis, el lunes de marras, que como ciudadano respetuoso de las normas vigentes (bueno, de la mayoría de ellas...) salió caminando, perdón, saltando en una pata rumbo al laburo. Los primeros metros todo iba bien, incluso sus pensamientos iban por el derrotero de “y bueno, mal no nos va a venir, así por lo menos agitamos un cacho el esqueleto”.

Por la vereda la gente, algunos con mirada divertida incluso, avanzaba a los saltos de aquí para allá. Delectóse entonces con la vista de una morocha, de generosos pechos ella, que avanzaba en sentido contrario, saltando alegremente. Tarea ésta que provocaba un meneo de sus atributos rayano en lo pornográfico, haciendo las delicias de los transeúntes del sexo masculino, incluido José Luis. “Bueno, esto si que no está nada mal...” pensaba. En breve cambiaría de opinión. No se si ya lo dije, pero José Luis es un tipo de costumbres arraigadas. Aparte de la que ya conocemos (el asunto de la colilla), tiene la costumbre de encender el cigarrillo mientras va caminando, en lugar de detenerse para hacerlo. Operación ésta que se complica sobremanera al intentar efectuarla a los saltos, como rápidamente quedó en evidencia. Tras dos infructuosos intentos y tras casi chamuscarse las cejas, se detuvo con un resoplido de hastío y encendió el cigarrillo parado, sobre los dos pies, vale la pena aclarar, ya que esto sí estaba permitido. (Pararse en dos pies, digo, no encender un cigarrillo, sobre ello el decreto no mencionaba nada).
Sin embargo la cosa no era tan fácil. Si encenderlo a los saltos es directamente imposible, fumarlo a los saltos es, no digamos tanto, pero si harto dificultoso (como cualquiera que no tema al ridículo puede comprobar fácilmente). A la segunda vez que se le metió el cigarrillo en la nariz, se hinchó las pelotas con el asunto del saltito y decidió delinquir, que joder. Se detuvo, y miró alrededor alerta a la presencia de la yuta, que según decían los diarios había sido específicamente instruida para la ocasión, y estaba facultada para labrar actas de infracción a todo aquel que no cumpliese con la norma. Aparentemente no había moros en la costa, por lo que empezó a caminar normalmente mientras fumaba con deleite. Doble deleite, claro, el de fumarse el cotidiano faso mañanero por un lado, y el de sentirse un trasgresor de la ostia, por el otro. Sentimiento éste reforzado por las miradas que le dirigían los demás, mezcla de velado reproche con envidia culposa. Pues está claro que el decreto era una pelotudez, y que en cualquier otro país del universo la gente su hubiese rebelado contra semejante atentado al sentido común.
En fin, tras unos pocos pasos, pasó lo que tenía que pasar. Un silbato, estridente, le llamó la atención desde el otro lado de la calle. Al mirar hacia allá pudo distinguir, adherido al silbato, un rati que le hacía ampulosos gestos para que se detenga y reciba su merecido. Sin dejar de pitar, y saltando en una pata (pues las fuerzas de la ley no estaban, curiosamente, eximidas de la cuestión), comenzó a cruzar la calle en dirección al infractor (nuestro querido José Luis). En un principio no atinó a reaccionar. Confusos sentimientos se entremezclaban, entre ellos la incredulidad por lo que estaba viendo (el regordete policía avanzando a los saltos al tiempo que hacía sonar el silbato), y la gracia que ello mismo le causaba. Retrocedió algunos pasos, negando con la cabeza, azorado y sonriente. ¿Huir, o quedarse a ver que pasa? La respuesta es clara: Huir. Sobre todo con la ventaja que proporcionan dos pies respecto de uno.

Con un ligero trotecito, se alejó del agente del orden, que evidentemente agitado (soplar el pito y avanzar a los saltitos era más de lo que su pobre estado físico podía soportar) pisaba ya la vereda, a escasos metros. Mientras trotaba, cruzaron por su cabeza alocados pensamientos, que no hicieron más que acrecentar la risa que le causaba la situación. Al llegar a la bocacalle, una breve mirada por encima del hombro bastó para confirmar que el poli había abandonado la persecución. Dio la vuelta a la esquina, y estalló en carcajadas. Luego de unos momentos, más sereno, terminó de fumarse el cigarrillo, que todavía humeaba entre sus dedos. Allá en el poste, el tacho le ofrecía su amplia boca. Con un displicente giro de la muñeca, arrojó hacia allá la colilla. Pifió, pegó en la tapa y saltó para el costado. “Y bueh...” se dijo con una sonrisa, encogiéndose de hombros. Caminando lo más pancho, todavía con incontenibles accesos hilarantes, fue a tomar el subte.
El decreto se derogó dos días después, pero los ecuatorianos todavía nos venden zapatillas. Las alpargatas de caña de azúcar fueron un fracaso (se las comían las hormigas).

4. Epílogo

Presente.
Sentado en el banco de la plaza, fuma en silencio, mirada melancólica, mientras las palomas allá, siguen con su rutina alimenticia. Como refutando sus anteriores y exageradas reflexiones, una mujer se acerca al viejito y lo saluda afectuosamente. Alcanza a distinguir la palabra “Papá...” por lo deduce que la mujer es la hija del anciano, y éste no está tan solo y abandonado como él se imaginaba.
- Hola – saluda alguien a su lado.
Vuelve la vista, sorprendido, para descubrir a una muchacha, cabello castaño, mirada cristalina, no digamos una diosa (mucha sería su suerte, ya...) pero sí una agradable damisela.
- Hola – responde, y no logra evitar que su voz tenga un dejo melancólico.
- ¿Tenés un cigarrillo?
- Si, esperá... – rebusca en el bolsillo de la campera, saca el atado de Gitanes y ofrece uno.
- Ah, gracias. Mirá que justo, la misma marca que fumo yo.
Recostados en el banco, fumaron en silencio durante unos minutos. Quien sabe que pensaba la chica, pero José Luis se preguntaba si su suerte podría estar empezando a cambiar.
- Disculpame, – arranca ella – ¿te puedo preguntar tu nombre?
- Faltaba más. José Luis, ¿y vos? – retruca él.
- María Inés. Que loco que ambos tengamos nombres compuestos.
- Si, que loco.
- Che, disculpame de nuevo, que me meta... ¿te pasa algo? ¿estás mal? ¿querés que me vaya?
- No, todo bien... – se puso a rebuscar en su propia conciencia. ¿Cuáles eran las razones de su actual malestar? ¿La pelotuda de Analía? ¿La mala leche con el tacho quemado? ¿Cómo explicarle a una desconocida que semejante gilada lo pueda poner mal? – Si, estoy medio depre, pero son cosas mías. No es nada, todo bien...
- Bueno, lo que pasa es que tu tono de voz... está bien. Cada quien tiene sus cosas. Además el día no acompaña, ¿no?
- Si, bueno... en realidad a mi los días grises no me amargan. Si no, imaginate, viviendo en Buenos Aires hace rato me hubiera tirado abajo del tren...
Otro minuto, en silencio. No el silencio incómodo de quienes no saben que decir, si no el silencio confortable de quienes no necesitan decirse nada. Por ahora.


- ¿Y vos, que andás haciendo? – pregunta él.
- ¿La verdad? Nada. Me gusta salir los sábados a la mañana, pretendiendo que no tengo nada que hacer, ni ropa que lavar, ni cosas que acomodar en casa, ni nada que estudiar... salir y perder el tiempo. Ocio. No se cómo explicarlo mejor... a veces me traigo un libro, a veces simplemente salgo a caminar por lugares que no conozco.
- ... – exhala el humo en silencio.
- ¿No decís nada? ¿Te parece que estoy medio loca?
- ¡No...! todo bien. Simplemente estaba pensando, que bueno que te puedas tomar ese tiempo para vos... y que por otro lado, no todo el mundo lo puede hacer. Los hay quienes no soportan ni un minuto su propia presencia, su vacío interior, y necesitan llenarlo todo el tiempo con ruido exterior. Que vos seas capaz de hacer esto que me contás habla bien de vos... a mi humilde entender, claro.
- Es un halago medio extraño... pero lo acepto. Y no es que yo sea una ermitaña, tengo mis amigos, salgo... pero mi tiempo es mi tiempo. No lo cambio por nada.
Vuelta a fumar en silencio. Sendos cigarrillos casi terminados. Por allá, el viejito de las palomas y su presunta hija, que se habían vuelto a sentar a conversar, entre medio de las palomas, se levantan y se alejan, con paso tranquilo. Ambos los siguen con la mirada, cada uno absorto en sus propias reflexiones. El ánimo de José Luis está ya en franca mejoría.
- ¿Sabés que? – le dice a María Inés – realmente te agradezco que te hayas sentado a charlar conmigo. Lo que me dijiste me hizo pensar y poner las cosas en perspectiva.
- Bueno, me alegro. Siempre es mejor tener alguien con quien divagar un poco, aunque más no sea para salir del rollo de la propia cabeza.
- Ahá... bueno, gracias, entonces – contesta el, un poco turbado. Busca con la vista algún tacho cercano. No lo hay. Con un suspiro arroja la colilla al piso, y la apaga con el pie, y ese suspiro no se sabe si es de alivio, por salir un poco del pozo, o de resignación por no poder intentar un shoot. María Inés lo observa atentamente, y hace lo propio.
- De nada – le dice... y lo mira a los ojos, cruzando justo su mirada cristalina con la suya. José Luis se pierde por unos instantes en esos ojos, y ahora cae en la cuenta de que son realmente hermosos. No verdes, ni celestes... esa es la hermosura de los cursis. Pardos, pero sencillamente hermosos.
- ¿Así que estudiás? – pregunta.
- Letras – contesta ella, y lo vuelve a mirar. ¿Buscando aprobación...? Si, quizás...
- ¡No me digas! Buenísimo...

Y rápidamente, se enfrascan en una conversación sobre autores, libros, estilos. Mitologías, historias, cuentos. El tiempo traicionero se les escurre entre las dedos, mientras ellos recorren en unas horas, dos mil años de producciones literarias. De los clásicos griegos, dioses, héroes y ninfas, traiciones y grandezas, enseñanzas y moralejas, al iluminismo, y la modernidad. Policiales, terror, cotidianismo. Poesía y prosa, fantasía y ensayos. Todo les gusta, en todo coinciden. Comentan diálogos y pasajes de las obras. Se preguntan, una y otra vez, “y ¿leíste esto?”, “¿leíste lo otro?”. Es el pleno goce de la coincidencia del alma, dos mentes afines que comparten un rito en común.
Se ha levantado una leve brisa, que lejos de ser molesta, sirve para desgarrar las nubes, dejando entrever aquí y allá retazos de azul. Algún rayo de sol, cómplice, los ilumina y les da calor. Al rato, la biología traicionera los trae de vuelta a la realidad. Ya es casi el mediodía. José Luis aprovecha una breve pausa, para comentar:
- Che, tengo hambre. ¿Querés comer algo? Yo te invito.
- Bueno, dale. Y de pasada me terminás de contar lo que pensaste cuando leíste “Los miserables”...
- Bueno, dale. Vamos.
Se levantan, y caminando tranqui, encaran por el caminito de la plaza, rumbo a la avenida. José Luis conoce un bolichón donde hacen unas pastas que son una locura. De pasada juna el quiosco, allá enfrente, ya que tanta charla ameritó una generosa cantidad de cigarrillos, los últimos dos de los cuales sostienen cada uno en su mano, casi terminados. Al llegar a la esquina se detienen, casi al unísono. José Luis da la última pitada, absorto, sin notar que a su lado María Inés hace lo propio. Entonces sucede algo realmente asombroso: como en una danza sincronizada, ambos retiran la colilla de sus labios, la sostienen entre el pulgar y el mayor de la mano derecha, y la arrojan hacia el tacho, allí cerca. Si éste fuese un relato de Corín Tellado, quizás las colillas se hubiesen chocado en el aire, provocando una lluvia de chispas, con forma de corazón. Afortunadamente la realidad no suele ser tan mersa, y simplemente ella embocó y él no. Sin embargo la coincidencia es asombrosa, ambos se miran, con la boca entreabierta. Pasado un instante, se echan a reír.
Cruzan la calle, y siguen por la vereda más allá.
- ¿Te acordás cuando llegaste, que me preguntaste si estaba medio amargo por algo? – dice José Luis.
- Si – le contesta ella, todavía sonriéndose.
- Bueno, te dije que era una boludez. No lo vas a poder creer, pero...
Y se pierden entre la gente, charlando de sus íntimas manías, como si se conocieran de toda la vida.

Texto agregado el 06-06-2005, y leído por 255 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
06-06-2005 Wauuuu. Soy el primero en leer esta obra que aunque la presentas como cuento, da para novela. Y no me refiero a la longitud, sino que al tratamiento del personaje, a la descripción de tu país, al lenguaje, etc.. Tienes una tremenda habilidad para avanzar en el relato sin decaer en las descripciones. Al contrario alimentan la acción o el deambular mental del personaje. De una cosa tan simple como el juego de embocar la colilla, transmites ese vacío de la vida que nos lleva a celebrar la puntería, disipando otros ámbitos donde no acertamos. No te perdono, eso si, que hayas incluido "El Decreto" dentro de la colilla. Es otro texto, cerrado en si, y que no aporta a La Colilla. No por eso, deja de ser entretenido el decreto y la situación. Por lo mismo; es otro cuento. Mis 5 estrellas y espero visitarte nuevamente para leer otro cuento largo. newen
 
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