Nace nuevo. Completamente nuevo, tembleque, nuevecito -y otra vez lloviendo, y dale, que sigue-. Mañana en piazzollísimo, le dicen, enormísimo cronopio, al otro. Qué cosas hemos de saber. O temblar con recuerdos, recuerdos, como prostitutas de libros. Como llover. Adiós Nonino, dice uno, Adiós Torito, el otro, y hay más. O hay sombra. O hay hojas que se levantan como de entre los muertos. Como si no fuera necesario el velorio porque ya todo viene hecho de nacimiento, de nacimiento, la muerte y el velo, y toda la vida.
Y si me pongo a resumirlo en miradas y calles con papeles pegados en las paredes, pues, no llego a ninguna parte, como todas las otras veces. Pero no hay que tirarse por lo fácil, porque irse por ningún lado puede sonar a excusa de que no se quiere hacer lo que se debe, o lo que es del todo completamente necesario de expresar, como un pensamiento que se cruza con otro en una parte desconocida de la cabeza. No digo yo que todo lo que escribo es hijo de la misma masa verde e inconstante, que no es como Hulk ni mucho menos, aunque no me vendría mal pensar en términos de absolutos -dijo el sith-. Pero no. Porque pensar es un ejercicio que se escapa de todo lo que podemos decir. Sin ver las cosas suelen ser mejor -Kitano, Zatoichi-, elucubran algunos, más esperanzados, casi siempre -y así terminan bailando tap y todos felices-.
Los otros, pues se quedan allí, donde nunca vieron lo que era suyo. Como máquinas que no pueden ni deben. No es necesario seguir haciendo una terrible actividad que al final desemboca en lo que a todos les atrae con unos sentimientos u otros, muerte. Pero qué va, si esos mismos otros se adelantan, yendo seis delante, como decía el sabio. Pero. Pero que cosas. Pero es el olor de lo que no vendría de ninguna forma. No nos detengamos en lo no viene funcionando porque o si no nos va a doler la cabeza, y no queremos eso, porque queremos a Glenda. No a los demás. Y a Managua, si viene el caso.
Astor lo sabía bien. Pero... a nosotros nos falta vida, pibe.
Café humeante. Eso es toda la mañana. O mirar con ansiedad como los minutos del reloj se van violando. Se van violando y desapareciendo, como si las dos acciones fueran una, o algo que no se pueda excluir de sí mismo, como las palomitas y el cine. O la televisión y la vida. O los sueños y la locura. O la depresión y la locura.
Se va la mañana para que llegue la tarde, o la hora de comer, o la ilusión de que mañana es un día completamente nuevo y el más moderno de toda la tierra, dicen, el más nuevo, el único, incomparable y nuestro. No es que no digamos que hoy es quizás el día más actual de nuestras vidas, o que leer esto implique una corrida del tiempo y una enseñanza de lo paradojable que resultan a nosotros los pensamientos que nos atacan como lobos a rebaño de ovejas. O al revés. Definitivamente al revés. Definitivamente desasosiego.
Así son todos los principios. Los de mi historia, la tuya, la suya, la de esos, las de los que creen que no tienen historia, los sabiondos, los tontos, los sensibles, cursis, altaneros, macanudos, humildes, toritos. Cada cual inventa su sistema -autopoiético, diría Maturana; autorreferencial, diría Luhmann-. Porque la mañana ya se está acabando y he de ir donde debo ir, o no ir, para hacer la negación ceremonial que me tranquilice pensando en que todo está bien, y cuando me acueste en mi cama caliente y tenga mi ensoñación de todos los días pueda decir, ya tranquilo, "Mañana. Mañana sí. Hoy fui rebelde, no fui, y no hice lo que tenía que hacer, y eso está bien, porque si se hace lo que se debe, se está mal". Y es de siempre el ritual -y al final es lo mismo que si lo hubiera hecho, y eso es lo triste, pero en las noches uno es consentidor-, y es hasta variado -y hasta sinónimo de "vivir", verbo inconjugable-, porque por negación ingenua uno se pone a tirar avioncitos de papel por la ventana, o pensar, dramáticamente, en los homo ergaster que se extinguieron de la tierra hace varios decenios de miles de años (y qué habrá sentido el último ergaster de la tierra, y extinguirse ha de ser lo máximo, y fénix), o leer un diario, o estudiar, o ir a la iglesia, o tirar piedras, patear tarros, o saludar a las mascotas, y la familia, o los amigos, y otros fuman, o ponen ladrillitos para el futuro que se viene prometedor, cuando se es joven, y la familia, y la estabilidad, o la locura, y el séptimo sello, con trompetas, todo para excusarme ante mí mismo de lo que nunca pude hacer. Y ensoñación práctica, droga privada, olvido en la botella camuflado en la imaginación -cama caliente; ojos cerrados; golpeteos de lluvia chocando estrepitosos en la ventana-: el último ergaster, el fénix, el piantado, y extinguirse ha de ser lo máximo, y todo dicho con un aire complaciente, volátil, aire de utopía, como cuando se cuenta que se quiere ser astronauta. Y cuando ya casi uno está dormido, justo antes de que el inconsciente freudiano venga con sueños metafóricos sobre la vida ya pasada, asalta un pequeño, nimio, verdaderamente rebelde choque de verdad aterradora. Pero antes de que ese rayito iluminatorio se haga claro, tan claro que tuviese que despertarse ya del todo y salir de la cama caliente para caminar -descalzo, desorbitado- por la pieza para decidirse, estoico, a volar por la ventana o cortarse la lengua, se duerme, consentidor, diciendo casi en un murmullo insonoro: "Mañana. Mañana sí". |