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DILUVIO

Estaba desolada. Toda mi vida había transcurrido así. Desastre tras desastre. Y ese día fue el peor de todos. Imagíneme en medio de tremendos escaparates tan ordenaditos, tan prolijos. Solo me estiré para escoger una maceta y ¡pum! tiré tres. Cuando me dí vuelta para ver de donde provenía el ruido, con el bolso que llevaba colgado de mi hombro derecho, derribé tres macetas más.
Dolida, lastimada en mí misma, cansada de constatar una vez más que por donde pasaba dejaba un tendal de desechos, intenté salir de allí y me llevé por delante, al doblar hacia las góndolas de la salida, el dispenser metálico que contenía las casettes que se vendían a precio promocional y eché por tierra decenas de ellos. El estrépito fue tal que me golpeó la boca del estómago la cual literalmente hablando, se hizo un nudo en sí misma.
Ya no quise volver a mirar, pero no pude evitar levantar mis brazos en un ruego silencioso. Golpeé en ese acto, con la mano derecha a una señora que pasaba con su changuito, y con la izquierda, en lo que creí que era un sencillo roce, desarmé una pirámide armada con móviles de cristal que se precipitó en una sinfonía propia de Stravinsky en su primera época de música dodecafónica.
Horrorizada apresuré el paso, miré de soslayo algo del desastre que, una vez más dejaba tras de mí y, otra vez mi bolso tiró decenas de latas que contenían bolitas de colores. Algunas latitas se abrieron y orondas y coloridas centenares de ellas comenzaron a rodar por el suelo; el ruido era infernal, como mil relojes dando su tic tac, pero a mi no me interesaba que hora estaban dando, no quería saber cuanto tiempo llevaba produciendo nuevos desastres. Comencé a patinar sobre ellas y en un esfuerzo denodado por mantenerme en pie, movía los brazos como aspas de molino tirando al mismo tiempo montones de cosas que estaban en las góndolas de ese pasillo, pero no logré mantener el equilibrio y casi me sentí una de ellas al salir del local, rodando locamente.
Una vez en la calle, sorbí las lágrimas y me dirigí resueltamente a la armería. No podía continuar de ese modo. Decidí quitarme la vida... nunca quise hacer mal a nadie, y sin embargo, lo único que hacia era provocar desastres en las personas con las que me encontraba por uno u otro motivo. Era demasiado peso.
Entré en la armería y tropecé con el escaparate de las cuchillas que comenzó a tambalearse. Afortunadamente logré sostenerlo en medio de su temblor ayudada por el vendedor que a zancadas se había acercado. Mientras le explicaba el tipo de arma que necesitaba, busqué apoyo en algo parecido a un bolígrafo pero que resultó ser una cerbatana que se acciona automáticamente al presionar con el anular exactamente en el punto en el cual yo me había apoyado y que, disparada, lastimó levemente la oreja derecha del cajero que se encontraba en el extremo final del local.
A esta altura de los acontecimientos, de la jornada, de mi vida, se imagina usted el grado de desesperación que me embargaba.
Las lágrimas corrían copiosas por mi cara ante la angustia del vendedor que anonadado, me ofrecía el arma pedida.
Le dije que no se preocupara por mí, sino por el negocio pero claro, ambos nos encimábamos durante nuestros dichos, levanté el arma, apunté y sin querer, como todas las cosas, disparé.
Por suerte la herida no fue grave, la bala solo rozó su mano, fue un rasguño pero , en la sumatoria de cosas, el impacto fue terrible en mí... ya no solo estaba angustiada,! estaba aterrorizada!
Salí corriendo. ¿ Lo imagina? Y... sí, me llevé por delante el paragüero y todos los paraguas cayeron, pero ya nada me importaba más que suicidarme.
Sé que usted no está de acuerdo con eso. Lo sé pero le pido por favor que me entienda, y siga prestando atención.
Al salir de la armería caí en la cuenta de que jamás tendría éxito en atentar contra mi vida, debería hacer que otro me matara, así que, resueltamente, sin mirar siquiera, me arrojé delante de un camión que se acercaba vertiginosamente y que, por esquivarme, chocó contra la columna del alumbrado.
Eso fue demasiado, allí estaba yo, ilesa! parada en medio de un caos total de coches entrecruzados, con humo saliendo de sus radiadores, puertas magulladas, trompas hundidas, paragolpes caídos.
Recordé que el subte estaba a solo una cuadra de donde me encontraba y que allí sí, nadie correría riesgo por mi causa.
Incluso hice la cola para comprar la tarjeta, Bien. Compré una sola...¿ para que más? Llegué a cruzar el molinete justo a tiempo y, sin pensarlo dos veces, me arrojé a las vías.
Y aquí me tiene usted, a las puertas eternales, intentando un descanso para la ajetreada vida que tuve hasta hoy... creo, con total sinceridad, que soy merecedora del descanso eterno...
El guardián que durante todo el relato no había hecho el menor gesto, ni el menor movimiento, pensó:
“Si dejo entrar a esta mujer, la tranquilidad que con tanto denuedo intento sostener con quien puede entrar aquí, correrá serio peligro, las almas que han depositado en mí toda su confianza deben poder continuar vagando por el cielo a su antojo, libre y confiadamente “
Y sin decir palabra, salió presuroso de la antesala.
Sentí que había fracasado una vez más, que ya no habría ninguna posibilidad de paz para mi vida y me apoyé en un tonel que integraba una infinita fila, éste cayó derribando al siguiente y así sucesivamente, hasta donde la vista me alcanzara y más.
De cada uno de los toneles comenzó a derramarse agua en un efecto de catarata, parecía que cada uno alimentaba aún más la cantidad interminable del anterior.
Ese fue el comienzo del diluvio universal.




DILUVIO

Estaba desolada. Toda mi vida había transcurrido así. Desastre tras desastre. Y ese día fue el peor de todos. Imagíneme en medio de tremendos escaparates tan ordenaditos, tan prolijos. Solo me estiré para escoger una maceta y ¡pum! tiré tres. Cuando me dí vuelta para ver de donde provenía el ruido, con el bolso que llevaba colgado de mi hombro derecho, derribé tres macetas más.
Dolida, lastimada en mí misma, cansada de constatar una vez más que por donde pasaba dejaba un tendal de desechos, intenté salir de allí y me llevé por delante, al doblar hacia las góndolas de la salida, el dispenser metálico que contenía las casettes que se vendían a precio promocional y eché por tierra decenas de ellos. El estrépito fue tal que me golpeó la boca del estómago la cual literalmente hablando, se hizo un nudo en sí misma.
Ya no quise volver a mirar, pero no pude evitar levantar mis brazos en un ruego silencioso. Golpeé en ese acto, con la mano derecha a una señora que pasaba con su changuito, y con la izquierda, en lo que creí que era un sencillo roce, desarmé una pirámide armada con móviles de cristal que se precipitó en una sinfonía propia de Stravinsky en su primera época de música dodecafónica.
Horrorizada apresuré el paso, miré de soslayo algo del desastre que, una vez más dejaba tras de mí y, otra vez mi bolso tiró decenas de latas que contenían bolitas de colores. Algunas latitas se abrieron y orondas y coloridas centenares de ellas comenzaron a rodar por el suelo; el ruido era infernal, como mil relojes dando su tic tac, pero a mi no me interesaba que hora estaban dando, no quería saber cuanto tiempo llevaba produciendo nuevos desastres. Comencé a patinar sobre ellas y en un esfuerzo denodado por mantenerme en pie, movía los brazos como aspas de molino tirando al mismo tiempo montones de cosas que estaban en las góndolas de ese pasillo, pero no logré mantener el equilibrio y casi me sentí una de ellas al salir del local, rodando locamente.
Una vez en la calle, sorbí las lágrimas y me dirigí resueltamente a la armería. No podía continuar de ese modo. Decidí quitarme la vida... nunca quise hacer mal a nadie, y sin embargo, lo único que hacia era provocar desastres en las personas con las que me encontraba por uno u otro motivo. Era demasiado peso.
Entré en la armería y tropecé con el escaparate de las cuchillas que comenzó a tambalearse. Afortunadamente logré sostenerlo en medio de su temblor ayudada por el vendedor que a zancadas se había acercado. Mientras le explicaba el tipo de arma que necesitaba, busqué apoyo en algo parecido a un bolígrafo pero que resultó ser una cerbatana que se acciona automáticamente al presionar con el anular exactamente en el punto en el cual yo me había apoyado y que, disparada, lastimó levemente la oreja derecha del cajero que se encontraba en el extremo final del local.
A esta altura de los acontecimientos, de la jornada, de mi vida, se imagina usted el grado de desesperación que me embargaba.
Las lágrimas corrían copiosas por mi cara ante la angustia del vendedor que anonadado, me ofrecía el arma pedida.
Le dije que no se preocupara por mí, sino por el negocio pero claro, ambos nos encimábamos durante nuestros dichos, levanté el arma, apunté y sin querer, como todas las cosas, disparé.
Por suerte la herida no fue grave, la bala solo rozó su mano, fue un rasguño pero , en la sumatoria de cosas, el impacto fue terrible en mí... ya no solo estaba angustiada,! estaba aterrorizada!
Salí corriendo. ¿ Lo imagina? Y... sí, me llevé por delante el paragüero y todos los paraguas cayeron, pero ya nada me importaba más que suicidarme.
Sé que usted no está de acuerdo con eso. Lo sé pero le pido por favor que me entienda, y siga prestando atención.
Al salir de la armería caí en la cuenta de que jamás tendría éxito en atentar contra mi vida, debería hacer que otro me matara, así que, resueltamente, sin mirar siquiera, me arrojé delante de un camión que se acercaba vertiginosamente y que, por esquivarme, chocó contra la columna del alumbrado.
Eso fue demasiado, allí estaba yo, ilesa! parada en medio de un caos total de coches entrecruzados, con humo saliendo de sus radiadores, puertas magulladas, trompas hundidas, paragolpes caídos.
Recordé que el subte estaba a solo una cuadra de donde me encontraba y que allí sí, nadie correría riesgo por mi causa.
Incluso hice la cola para comprar la tarjeta, Bien. Compré una sola...¿ para que más? Llegué a cruzar el molinete justo a tiempo y, sin pensarlo dos veces, me arrojé a las vías.
Y aquí me tiene usted, a las puertas eternales, intentando un descanso para la ajetreada vida que tuve hasta hoy... creo, con total sinceridad, que soy merecedora del descanso eterno...
El guardián que durante todo el relato no había hecho el menor gesto, ni el menor movimiento, pensó:
“Si dejo entrar a esta mujer, la tranquilidad que con tanto denuedo intento sostener con quien puede entrar aquí, correrá serio peligro, las almas que han depositado en mí toda su confianza deben poder continuar vagando por el cielo a su antojo, libre y confiadamente “
Y sin decir palabra, salió presuroso de la antesala.
Sentí que había fracasado una vez más, que ya no habría ninguna posibilidad de paz para mi vida y me apoyé en un tonel que integraba una infinita fila, éste cayó derribando al siguiente y así sucesivamente, hasta donde la vista me alcanzara y más.
De cada uno de los toneles comenzó a derramarse agua en un efecto de catarata, parecía que cada uno alimentaba aún más la cantidad interminable del anterior.
Ese fue el comienzo del diluvio universal.






DILUVIO

Estaba desolada. Toda mi vida había transcurrido así. Desastre tras desastre. Y ese día fue el peor de todos. Imagíneme en medio de tremendos escaparates tan ordenaditos, tan prolijos. Solo me estiré para escoger una maceta y ¡pum! tiré tres. Cuando me dí vuelta para ver de donde provenía el ruido, con el bolso que llevaba colgado de mi hombro derecho, derribé tres macetas más.
Dolida, lastimada en mí misma, cansada de constatar una vez más que por donde pasaba dejaba un tendal de desechos, intenté salir de allí y me llevé por delante, al doblar hacia las góndolas de la salida, el dispenser metálico que contenía las casettes que se vendían a precio promocional y eché por tierra decenas de ellos. El estrépito fue tal que me golpeó la boca del estómago la cual literalmente hablando, se hizo un nudo en sí misma.
Ya no quise volver a mirar, pero no pude evitar levantar mis brazos en un ruego silencioso. Golpeé en ese acto, con la mano derecha a una señora que pasaba con su changuito, y con la izquierda, en lo que creí que era un sencillo roce, desarmé una pirámide armada con móviles de cristal que se precipitó en una sinfonía propia de Stravinsky en su primera época de música dodecafónica.
Horrorizada apresuré el paso, miré de soslayo algo del desastre que, una vez más dejaba tras de mí y, otra vez mi bolso tiró decenas de latas que contenían bolitas de colores. Algunas latitas se abrieron y orondas y coloridas centenares de ellas comenzaron a rodar por el suelo; el ruido era infernal, como mil relojes dando su tic tac, pero a mi no me interesaba que hora estaban dando, no quería saber cuanto tiempo llevaba produciendo nuevos desastres. Comencé a patinar sobre ellas y en un esfuerzo denodado por mantenerme en pie, movía los brazos como aspas de molino tirando al mismo tiempo montones de cosas que estaban en las góndolas de ese pasillo, pero no logré mantener el equilibrio y casi me sentí una de ellas al salir del local, rodando locamente.
Una vez en la calle, sorbí las lágrimas y me dirigí resueltamente a la armería. No podía continuar de ese modo. Decidí quitarme la vida... nunca quise hacer mal a nadie, y sin embargo, lo único que hacia era provocar desastres en las personas con las que me encontraba por uno u otro motivo. Era demasiado peso.
Entré en la armería y tropecé con el escaparate de las cuchillas que comenzó a tambalearse. Afortunadamente logré sostenerlo en medio de su temblor ayudada por el vendedor que a zancadas se había acercado. Mientras le explicaba el tipo de arma que necesitaba, busqué apoyo en algo parecido a un bolígrafo pero que resultó ser una cerbatana que se acciona automáticamente al presionar con el anular exactamente en el punto en el cual yo me había apoyado y que, disparada, lastimó levemente la oreja derecha del cajero que se encontraba en el extremo final del local.
A esta altura de los acontecimientos, de la jornada, de mi vida, se imagina usted el grado de desesperación que me embargaba.
Las lágrimas corrían copiosas por mi cara ante la angustia del vendedor que anonadado, me ofrecía el arma pedida.
Le dije que no se preocupara por mí, sino por el negocio pero claro, ambos nos encimábamos durante nuestros dichos, levanté el arma, apunté y sin querer, como todas las cosas, disparé.
Por suerte la herida no fue grave, la bala solo rozó su mano, fue un rasguño pero , en la sumatoria de cosas, el impacto fue terrible en mí... ya no solo estaba angustiada,! estaba aterrorizada!
Salí corriendo. ¿ Lo imagina? Y... sí, me llevé por delante el paragüero y todos los paraguas cayeron, pero ya nada me importaba más que suicidarme.
Sé que usted no está de acuerdo con eso. Lo sé pero le pido por favor que me entienda, y siga prestando atención.
Al salir de la armería caí en la cuenta de que jamás tendría éxito en atentar contra mi vida, debería hacer que otro me matara, así que, resueltamente, sin mirar siquiera, me arrojé delante de un camión que se acercaba vertiginosamente y que, por esquivarme, chocó contra la columna del alumbrado.
Eso fue demasiado, allí estaba yo, ilesa! parada en medio de un caos total de coches entrecruzados, con humo saliendo de sus radiadores, puertas magulladas, trompas hundidas, paragolpes caídos.
Recordé que el subte estaba a solo una cuadra de donde me encontraba y que allí sí, nadie correría riesgo por mi causa.
Incluso hice la cola para comprar la tarjeta, Bien. Compré una sola...¿ para que más? Llegué a cruzar el molinete justo a tiempo y, sin pensarlo dos veces, me arrojé a las vías.
Y aquí me tiene usted, a las puertas eternales, intentando un descanso para la ajetreada vida que tuve hasta hoy... creo, con total sinceridad, que soy merecedora del descanso eterno...
El guardián que durante todo el relato no había hecho el menor gesto, ni el menor movimiento, pensó:
“Si dejo entrar a esta mujer, la tranquilidad que con tanto denuedo intento sostener con quien puede entrar aquí, correrá serio peligro, las almas que han depositado en mí toda su confianza deben poder continuar vagando por el cielo a su antojo, libre y confiadamente “
Y sin decir palabra, salió presuroso de la antesala.
Sentí que había fracasado una vez más, que ya no habría ninguna posibilidad de paz para mi vida y me apoyé en un tonel que integraba una infinita fila, éste cayó derribando al siguiente y así sucesivamente, hasta donde la vista me alcanzara y más.
De cada uno de los toneles comenzó a derramarse agua en un efecto de catarata, parecía que cada uno alimentaba aún más la cantidad interminable del anterior.
Ese fue el comienzo del diluvio universal.













Texto agregado el 05-06-2005, y leído por 433 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
05-06-2005 Subrealista y entretenido :) horus-a-ratos
 
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