Era una chica hermosa que subió al microbús. Yo iba sentado bien atrás y el vehículo estaba casi desocupado. La bella niña pagó, miró y luego avanzó por el pasillo y vino a sentarse justo a mi lado. Yo quedé turulato. La niña me miraba y podía darme cuenta de eso porque yo también la miraba de reojo. Escuché su voz cristalina que me preguntó -¿Tu sabes donde queda la Plaza de Armas? La miré algo sorprendido porque el que ignora eso, o bien es de provincias o extranjero o el guaripola de los ignorantes. Le contesté que si y ella me pidió que le avisara. Luego extrajo de su cartera un espejo y un lápiz de cejas y comenzó a maquillarse. Me sentí invadiendo su íntimo territorio, pero la chica no parecía intimidarse por nada. Casi me desmayé cuando me preguntó: ¿Estoy bonita? mientras me dirigía una sonrisa entre coqueta, lasciva e inocente. ¿Qué otra cosa podía contestar sino que siii, un si tembloroso que me remeció entero? Subió un vendedor de helados. Ella lo llamó y le compro dos chocolitos. Para mi sorpresa, me extendió uno. No lo quería recibir, más por pudor que por falta de ganas. Luego se puso a tararear algo de Soda Stereo y pese a que era bastante desafinada, a mí me pareció un hermoso canto gregoriano. Cuando llegamos a la Plaza de Armas, le indiqué que debía bajarse, pero ella siguió ensimismada en su canción. Le insistí y comencé a preocuparme de veras. La niña parecía estar más loca que una cabra o bien era la más abstraída de las mujeres. Yo no hallaba que hacer. Nada más triste que una niña bonita pero tontorrona, pensaba. Me levanté y fui a avisarle al chofer que estaba en un problema, pero el me contempló de pies a cabeza y me preguntó con voz bobalicona
-¿Le debo vuelto? Atacado a más no poder, volví a mi asiento y remecí a la chica. Esta se sonrió, me miró con algo de conmiseración, sacó de su bolso un cuaderno de apuntes y me dijo: Perdona. Tengo una tarea de psicología y estaba haciendo un experimento contigo. Te agradezco tu preocupación pero yo no voy a la Plaza de Armas. Era sólo una excusa. Ahora me dirijo a la Universidad. ¿Quieres acompañarme?
¿Han sufrido ustedes tal grado de vergüenza que rebasa esta todos los demás sentidos? ¿Han visto transformarse un hada en una horrible bruja en cuestión de milésimas de segundo? ¿Han sentido deseos de ahorcar a alguien a pesar de ser un simple desconocido? ¿A quien le ha ocurrido que ve como se desploma de un viaje todo un edificio de ilusiones? Bueno, yo sentí todo eso y mucho más y de todos los impulsos asesinos que me acometieron, elegí el más incruento: estrellar con fuerzas el sabroso helado de chocolate en la falda de la chica y bajarme satisfecho del microbús, con mi zaherida dignidad medianamente recompuesta.
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