Estos últimos meses hemos vivido una historia patética en ciertos programas de televisión de esos mal llamados “prensa” rosa (mal llamados prensa, rosa pueden ser todo lo que quieran, como si se quieren llamar amarillo bilis). Para los que no estáis en España os resumo muy brevemente:
Resulta que una “periodista” de estas del corazón afirmaba tener pruebas de que la hija de Albano y Romina Power, dada por muerta hace unos años, estaba viva en Santo Domingo bajo otra identidad. La presunta periodista no aportaba pruebas definitivas, con la promesa de que pronto las tendría.
Bien, periodísticamente el tema debería haber finalizado el primer día, hasta que esa periodista mostrase las pruebas. Pues señoras y señores, no pasó eso, ni mucho menos. Al contrario, han sido meses en que todas las televisiones y múltiples programas debatían sobre la certeza o no de las afirmaciones de la presunta periodista, estableciéndose bandos a favor y en contra —básicamente en contra— de ella.
Es alucinante, de verdad... Hace ya unos meses escribí otra columna (“La fórmula del chillido”) opinando sobre cómo funcionan esos programas que se precian de tener mucha audiencia, como si el hecho de que te siga mucha gente justifique cualquier tontería. Pero es que ahora ha llegado al paroxismo. Porque a un periodista se le podría llegar a perdonar que no sea imparcial (es un deber de todo periodista serlo, a pesar de las creencias de cada uno) porque al fin y al cabo somos humanos y todos cojeamos de un pie. Pero lo que es absolutamente imperdonable es que un “periodista” prescinda de la verdad.
Insisto aquí en poner comillas porque lo que me han demostrado estas últimas semanas es que a toda esa gente que se dedica a las noticias del corazón se les puede llamar de todo menos periodistas. Con el caso de esa chica desaparecida lo han demostrado. Poco importaba que se estuviera hablando de una mentira, daba igual, el tema tenía morbo, los índices de audiencia acompañaban y, en aras de conseguir dinero, había que exprimir el tema hasta el máximo.
Voy a poner un ejemplo tonto pero gráfico de lo que ha pasado: es como si yo saliera en un programa de televisión afirmando que puedo volar cual Superman, pero que no lo voy a hacer todavía porque me están confeccionando un traje adecuado. Y eso, lejos de cerrarme las puertas a la televisión nunca más, me las abriera de par en par para llenar toooooda la programación con mi estupidez supina. Y, encima —o lo peor— disfrazado de “periodismo” y bajo el paraguas de “es que a la audiencia le gusta”.
No, queridos, no, usar una mentira como material para elaborar programas no es periodismo. Es, como mucho, espectáculo. Pero en este caso de la peor calaña: porque mienten. A ver, cuando vemos un mago sabemos que es truco todo lo que hace, pero como ya lo sabemos no hay engaño, sino puro espectáculo. Así que toda esa pléyade de supuestos periodistas, si quieren ser honestos, deberían olvidar ese título y mostrarse tal y como son: hombres y mujeres espectáculos. Entonces podrían mostrarse al público con la conciencia tranquila, hablar de la tontería más grande que les dé la gana y rezar para que el share de su programa sea mayor que el de la competencia, objetivo que parece ser lo único que les importa.
Alguno de los que lean esto dirá: “Pues sino te gusta apaga la televisión”. Sí, ya, pero nos guste o no la televisión es en este país (y me temo que en muchos otros) la principal fuente de entretenimiento y el principal canal de información, así que es lógico que reclamemos, que exijamos, que nos escandalicemos, porque entre el tratamiento de noticias que no lo son, junto con la enorme presencia de “reality shows” que se basan en todo menos en la realidad, nos están construyendo una ventana a un mundo falso disfrazado de real.
Y es por ventanas así por donde se cuelan las ideologías idiotizantes, primer paso para dirigirnos como el que no quiere la cosa a una especie de dictadura “soft”, de esas que te dominan sin darte cuenta, alelado como el de aquel chiste, que decía que cuando el sabio señalaba la Luna, el tonto miraba el dedo.
¡Con lo bonita que es la Luna, coño...!
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