Jesús
Se encontraba el chico descansando, apacible, bajo la sombra de un árbol, allá por un pueblo cuyo nombre no importa, con su bici a un lado como fiel compañera. Su deformidad no se hacía del rogar para ser vista, la cual muchas veces ahuyentaba a la gente.
La pérdida de su ojo izquierdo, cuya cuenca ostentaba vacía, se había suscitado en un accidente de trabajo: una ventana se rompió frente a sí, víctima de un balonazo de los escuincles callejeros; un gran trozo de cristal se incrustó en su pupila.
Dada su situación económica no podía hacer gran cosa por ocultar su defecto, pero a final de cuentas, “¿eso a mí qué demonios me importa?”, decía.
-¿Y qué? Nomás faltaba que, además de inteligente, Diosito me hiciera guapo. Yo creo que por eso me castigó el muy maldito-, decía cada vez que algún curioso se le quedaba viendo sin disimulo alguno, ya fuera en la calle, en su trabajo o en la mismísima iglesia.
Estaba en su hora de comida, pero como no había qué comer ese día tendría que esperar hasta la merienda para llevarse algún bocadillo gourmet a la panza; por ejemplo, una suculenta sopa instantánea, unos chilaquiles de la tiendita o “a ver qué chingaos se me ocurre”. Por lo tanto, durante las dos horas que el patrón le daba para deglutir algo generalmente prefabricado, o de la fonda de doña Pachita, intentaba apaciguar el rugido de sus tripas tarareando alguna canción de moda o evocando alguna imagen en su pensamiento de la dueña de todo cuanto poseía (que no era mucho) y que ni sabía la muy ingrata:
María
La muchacha, común, pero con un aire de indiferencia que la caracterizaba, era depresiva, rara vez sonreía. Los problemas en su “hogar” (conformado por su padrastro, su madre, su hermana menor y ella) se hacían cada vez más frecuentes, y su neurosis, aún oculta, luchaba cada vez con más fuerza por salir.
Trabajadora por naturaleza, fungía como dependienta en una zapatería del lugar, ubicada justo enfrente de la vidriería donde prestaba sus servicios Jesús, por el cual sentía cierta aversión, aún sin conocerle.
Era habitual encontrarla observándolo con cierta curiosidad, distraída, con certeza pensando en muchas cosas a la vez, secretas; su hermetismo era tal que no hablaba con frecuencia, a menos que fuera muy necesario.
“¿Por qué no hablas?”, se le cuestionaba a menudo. “Porque no tengo nada que decir”, contestaba, lacónica.
José
La chica tenía una especie de novio, José, quien era más su figura paterna que su pareja, pues buscaba en él la protección y la seguridad que en casa carecía desde la muerte de su padre y de su hermano mayor, quienes fallecieron asesinados por un demente ex militar, con quien solían beber los fines de semana, ya que su padrastro lo único que le infundía era miedo y desconfianza.
La joven iba a la casa de José casi a diario a comer, ya que laboraba muy cerca de ahí y le tomaba un poco menos de tiempo; con frecuencia ella era quien cocinaba, y en realidad lo disfrutaba: los gestos de él mientras paladeaba con mesura cada uno de los platillos que preparaba le parecía algo sublime.
Él ayudaba de manera asidua a levantar los platos sucios y a lavarlos mientras ella se daba una ducha antes de entregarse al amor de él, rápido, pues se tenía que ir a trabajar; “ya el fin de semana habrá más tiempo”, se decía a sí misma.
A menudo ella tocaba el tema del matrimonio, sin embargo, él lo evadía rápido, con argumentos cada vez menos convincentes. “Ya sabes que yo no creo en esas cosas”, decía, mientras le besuqueaba con fuerza el cuello.
Era difícil que ella externara sus sentires, así que se limitaba a continuar mendigando parte de aquel cariño que tanta falta le hacía. Sin embargo, un monstruo en ella se estaba gestando, y dejaba de ser sólo un embrión a una velocidad que ni siquiera ella misma imaginaba.
Parecía tranquila todo el tiempo, como si todo a su alrededor le fuera suficiente, como si estuviera satisfecha con su vida; no obstante, en su interior existía aquella parte amarga y oscura que nunca sacaría a flote en su totalidad... o al menos eso pensaba.
Santo menage a trois
Cierto día, al salir de sus respectivos trabajos, María y Jesús coincidieron, y surgió el primer contacto visual. Dos monstruos desde distintas perspectivas. Jesús sentía algo hasta ahora para él desconocido, semejante a aquellos momentos en que su madre lo acariciaba, antes del accidente. Ella se dirigió a la casa de José, como siempre, pero con cierta rareza en el organismo, como si hubiera sido tocada por un ser extraordinario, como si éste se hubiera sumergido en su piel. Sucedió el “milagro”.
A partir de entonces ambos sentían como si fueran otra persona; a raíz de ello comenzaron a propiciar sus encuentros. Vez con vez se prolongaban aquellas miradas asesinas hasta que apareció la sonrisa femenina, ante el asombro de algunos chismosos que se habían cerciorado desde hace días de aquella comunión silenciosa.
El saludo no se hizo esperar, aunque tímidamente, por parte de Chucho, como le conocían.
- Hola... (sonrisita estúpida)... te he visto antes... María, ¿verdad? (duda sumamente fingida), Mariquita... (suspiro y risita de idiota)...
- Mmh... (especie de gruñido)... Chuchito... Chucho... ¿sabías que así les dicen a los perros en el sur?-. Sin esperar respuesta, a sabiendas de que lo había dejado muriendo, o más bien matando por ella, puso pies en polvorosa.
El perro (el que estaba en la esquina) miró a su homónimo de manera fija, mientras Chucho se alejaba. “Maldita sea... pero un día déstos...”, pensó mientras refunfuñaba.
Desde entonces, confundido por la actitud más que inesperada de la muchacha, Chucho sólo buscaba la forma de llamar su atención, esto de maneras poco comunes, y en realidad estúpidas:
Se trepaba a los árboles que se encontraban al paso de la chica, y cuando se encontraba debajo de éstos, saltaba, ante lo que recibía -cuando bien le iba- un bolsazo o una bofetada.
Así, de donde menos esperaba María, Jesús se aparecía frente a ella, y ante el marcado interés comenzó a sentirse más deseada que nunca; al fin mujer, vanidosa y créida como ella sola.
Los bolsazos se tornaron en sonrisas, y cuando Jesús daba el trancazo por andarla siguiendo, ella le sobaba las heridas, incluso un par de veces le besó la frente, en un desesperado intento de cura.
Sin embargo, la figura de José aún existía, y -como en todo buen pueblucho- ya había llegado a sus oídos el rumor del interés de Jesús por María... y viceversa.
Un domingo de tantos, en que ninguno de los tres (Jesús, María y José) trabajaban, José comenzó a cuestionarla sobre su supuesto romance potencial con “El Tuerto”.
Como era de esperarse, todo terminó en discusión. Como ella se negó a ofrecerle sus favores, la despojó de sus ropas y se dispuso a ultrajarla, presa del pánico de ser abandonado y de la furia que lo agobiaba.
Para su desgracia (sí, la propia) Jesús estaba viendo por la apertura de una de las cortinas y, como la cólera se había adueñado de él, comenzó a gritar cuando se percató de la violación. Después, y sin saber cómo, se encontraba dentro de la casita, atacando a José. María se dirigió a la cocina por un cuchillo, con el que amagó a ambos, quienes ipso facto se quedaron quietecitos.
Pasaron los días y se le veía a la muchacha con un semblante diferente. Continuaba yendo a la casa de José a la hora de la comida, como siempre. Cocinaba algo rápido y ligero como de costumbre, se bañaba, y regresaba a trabajar.
Poco a poco se fue notando. Jesús la frecuentaba y ella lo permitía. Aún en público salían juntos, y se hacían arrumacos. Parecía que se querían.
Hubo un momento en que caminaban de la mano a la mitad de la plaza, incluso se besaban. Todo carecía de importancia, aunque sintieran siempre esa mirada, su mirada.
Pero la ausencia de José se fue notando, y semanas después del incidente se supo que esa misma noche se vio a María salir rumbo al río arrastrando forzosamente un bulto envuelto con cobijas, con la bata aún llena de sangre.
Lo arrojó, sin expresión alguna en el rostro, y regresó a la casa de José, a donde finalmente se mudó.
Todo volvió a la normalidad, a excepción de que a quien ahora le cocinaba era a Chucho, quien comía y bebía con un gran entusiasmo.
En tanto, José (o lo que quedó de él) participaba muy a su manera en los actos amorosos de sobremesa, tocando aquí y besando allá sin ser sentido, siendo parte del póstumo menage a trois que se suscitaba cada noche, después la cena. |