Señorita Linda Isabel
Es Navidad, siento nostalgia de la infancia, se quedo atrás sin darme cuenta, se agolpan en mi memoria recuerdos de la Escuela España, de mi profesora de primero a octavo de enseñanza básica, _Linda Isabel, mujer sureña; cariñosa como una madre, culta, sencilla, y alegre.
¡Siento una fuerte opresión que aprieta mi garganta!
Es tarde, más de media noche, mis hijos han recibido sus regalos, luego de la cena familiar. Todos están felices. Luego se irán a acostar mientras yo iré a cumplir con un deber moral a la casa de mi amiga y confidente Linda Isabel. ¡Qué difícil me resulta en esta ocasión!.
La casa está llena de coronas y flores. Su esposo e hijas nos reciben con alegría, pese al momento de dolor. Han llegado algunos de sus parientes del sur, quiénes agradecen nuestra presencia; nos abrazamos con lágrimas en los ojos, todos estamos en un mismo sentir…
Nos hemos encontrado todos los compañeros que alguna vez fuimos alumnos de Linda Isabel, la mayoría viene con sus parejas, conversando me doy cuenta que todos están trabajando en diversas profesiones.
Su consejo era: _”La única herencia que les dejaré, es convertirlos en dueños del mundo, aunque no tengan ni un peso en el bolsillo, y para ello deben estudiar muy duro, algún día serán los profesionales que muevan este país”_
Kika, la hija mayor, me cuenta que la primera corona recibida fue la que llevaron el director y los colegas de su tan querida “Escuela España”, _lugar en donde trabajó por tantos años_. Chabelita, su hija menor toca piano y canta acompañada de algunas vecinas y por compañeros que han traído violines, acordeones y guitarras.
Es de madrugada y seguimos cantando, nos sirven café y pan de pascua, todo transcurre alegremente, por momentos también orábamos. Después de un rato algunos conversan, otros entonan villancicos navideños, de esta manera va transcurriendo el velorio, rememorando situaciones maravillosas de nuestra infancia.
Esa noche _que sería la última vez que estaríamos con ella_ celebramos la navidad, tal y cual, nos enseñó… sin tristeza.
Si bien es cierto y aunque parezca una paradoja, fue una mujer excepcional, que hasta para partir nos legó una forma diferente para vivir este trance, que todos algún día enfrentaremos.
Decía: _“La verdadera vida comienza, al abandonar este mundo”, Por favor, nunca piensen que no nos veremos más, miren y escuchen bien, sólo estaré haciendo clases allá arriba”.
Nos abría sus inmensos ojos verde esmeralda y sonriendo agregaba:
_“Los estaré vigilando desde el más allá, es mejor que estudien, y no olviden mis consejos, cuando sean unos muchachos viejos”.
Con esta última frase terminaba su arenga riendo a carcajadas, le encantaba llamarnos “muchachos viejos”, mientras nosotros quedábamos pensando, si sería posible, que se pudiera vigilar desde el cielo.
Muchas veces le preguntamos: _ díganos maestra, ¿qué se puede hacer en “ese cielo” del cual usted conoce tanto?_ por supuesto, que era como darle cuerda a su imaginación y contaba cada historia alucinante.
Mientras en la sala del velatorio, una monja reza un interminable rosario, estoy recordando aquellas tardes en que pasaba a saludarla, la encontraba tan sola y triste_ ya estaba jubilada_ cuando me veía llegar, salía feliz a encontrarme y me decía: _ ¿Cómo le ha ido colega?, _la verdad que sigo luchando con la pedagogía, como usted me inspiró, “profe”, me abrazaba y entrábamos al salón de la casona antigua, siempre muy acogedora con su chimenea encendida, allí nos quedábamos horas recordando, las bromas de los compañeros y la “profe”, revivía.
Tantas historias contadas a la hora del té, de sus alumnos siempre estuve muy allegado a ella, pues reemplazó a la madre que no tuve, y me daba cuenta del orgullo que sentía al verme tan grande y estudioso.
Cuando se despedía me abrazaba y bendecía; luego me daba unas palmadas en la espalda diciendo: -“Hasta pronto, colega”. Venga a contarme como le sigue yendo en las lídes de la enseñanza.
No puedo dejar de pensar lo incomprensible de la vida, se lleva tan pronto a las personas valiosas, a quiénes nos enseñaron a vivir, a ser dignos, a sentirnos importantes, por el sólo hecho de existir, a superar nuestras pobrezas de latinoamericanos. Como nuestro barrio era grisáceo, por la falta de pintura en las fachadas, nos enseñó a conocer el colorido del Arco Iris, las diferentes gamas cromáticas de los árboles en otoño, la belleza de la montaña nevada, los arreboles del cielo al atardecer, y agregaba: _ “sus ojos y sus almas se llenarán de luz y alegría, si aprenden a ver con otros ojos la vida”.
Doña Linda Isabel fue una maestra, de la isla de Chiloé. Había estudiado en la Escuela Normal de Ancud, licenciándose en Septiembre del año 1943; ella contaba lo difícil que era estudiar en aquella época.
Comentaba: -“En esa época, me refiero a 1900, la gente de la isla de Chiloé, no enviaba a sus hijos a la escuela, y debían hacerse campesinos, sobre todo, si se había tenido la desgracia de nacer mujer.
_”Mi madre, doña Sara Alviso, fue una mujer muy visionaria, inteligente, imagínense, chicos, que ella sólo había asistido a la escuela primaria, del fundo de mi abuelo, Manuel Jesús Alviso, un español de tomo y lomo, pero que no le gustaban las mujeres fuera del hogar, por lo que mi madre, debió acudir a escondidas, con la ayuda del maestro don Juan Barrientos Garay, quién le enseñó matemáticas, a leer y escribir, y todo esto en un año. Fue esa la razón que tuvo mi madre, para educarnos, _sin un marido que la ayudara a compartir la responsabilidad en la crianza de los hijos, había enviudado muy joven_ por eso luchó intensamente, trabajando dieciséis horas diarias, para que sus hijas fueran buenas profesionales”.
En otra ocasión, nos comentó sus años de alumna normalista:
_”Me levantaba a las seis de la mañana, antes que apareciera el sol, a preparar mis pruebas y exámenes. Como la biblioteca de la Escuela Normal de Ancud, abría a las ocho y media, me sentaba bajo un frondoso árbol, con un paraguas y un chal de lana chilota, para cobijarme de la intermitente lluvia y del frío intenso, me acompañaban esos cielos grises de la isla y el canto de los zorzales.
_”Después que terminé mis estudios, trabajé como profesora rural en la escuela de Huillinco, cerca de Cucao, al sur- oeste de Castro. Iba a casa todas las semanas a ver a mi madre y hermanos, tenía que volver a mi escuelita los domingo en la tarde, debiendo cruzar el río Huillinco a caballo, debido a que a esa hora no había servicio de balsas. Por supuesto llegaba mojada desde la cintura hasta los pies, pero como esa era la casa donde vivía, lo primero que hacía era hacer fuego en la cocina para no resfriarme”.
Mientras cavilo en estos recuerdos, se escucha música chilota, me da la impresión de que ella está junto a nosotros.
Vuelven a mis recuerdos la pobreza de nuestra infancia, todos éramos alumnos, de la escuela primaria del barrio, de esas que daban desayunos, almuerzos, textos de estudios, lápices, y esos cuadernos de páginas amarillas. En algunas ocasiones, hubo compañeros que llegaron descalzos, nunca olvidaré cuanto luchó por conseguir no sólo zapatos, sino, todo lo que les hiciera falta.
Siempre estaba preocupada de celebrar los cumpleaños cada tres meses; para ello nos hacía vender dulces durante los recreos, que ella misma nos regalaba una vez al mes, después del pago. Los vendíamos a un peso, increíblemente, lográbamos juntar hasta para la fiesta de Navidad, nos enseñaba a hacer los regalos a nuestros familiares, recogíamos hojas de jacarandá secas, barnizábamos, les rociábamos colores plateados o dorados y finalmente envolvíamos estos arreglos florales con papel celofán… se veían preciosos.
Siempre nos repetía que: _“Si tenemos una mente sana, en equilibrio, llegaremos a hacer dueños del mundo”. Nos hacía sentir tan importantes, que fuimos capaces de luchar y triunfar en la vida.
Una tarde, mientras tomábamos onces, me dijo que había sido “una digna obrera de la educación” y que ese hecho le hacía sentirse una mujer muy afortunada.
En verdad creo que mi profesora, tuvo gran relevancia para nuestras vidas, nos elevó la autoestima; nos hacía sentir dueños de la patria, de los parques, los mares, de los museos, podría pasar horas describiendo nuestras pertenencias. Nos enseño a cuidar cada cosa que viéramos, desde una flor, hasta las calles de ciudad. En la sala de clases mantuvo siempre frente a nuestros ojos, un afiche que versaba lo siguiente:- “Limpieza es Belleza y educación”.
Aún está vivo en mi memoria, como si fuera ayer, el primer paseo al museo de Bellas Artes de Santiago; nos hizo tarta de plátano y manzana, compró bebidas, pidió que viniéramos peinados, muy limpios, con zapatos bien lustrados. Así fue como esa tarde, partimos, hasta el Parque Forestal; nos sentíamos muy impresionados, era la primera vez que salíamos sin apoderados, yo tenía doce años.
Al llegar a la puerta inmensa de ese palacio, nos formamos y ella subida en los escalones nos dijo:
-”Bien mis niñitos, hemos llegado a nuestro Palacio de Bellas Artes, como tenemos mucha gente cuidando y limpiando nuestro Palacio, debemos cuidar el aseo y demostrar que son niños bien educados y de buenas familias”.
Dicho esto comenzamos a entrar lentamente, era un día de semana, había muy pocos visitantes. Realmente creíamos que ese palacio era nuestro. Subimos y bajamos por esas pulcras escaleras de mármol de Carrara, entramos y salimos por todas sus dependencias, no dejamos sitio sin recorrer…
Tarde inolvidable aquella, una vez que observamos esculturas y óleos, nos fuimos a tomar nuestra merienda, sentados bajo los grandes y verdes árboles del Parque Forestal, luego del refrigerio jugamos a la “ronda de San Miguel, a la Gallinita Ciega y un partido de fútbol”, agotados de tanto correr nos vio el atardecer a través del frondoso follaje.
Luego vinieron otros paseos, de tanta alegría como el anterior, y quizás mucho más impresionante, puesto que La Quinta Normal, tenía una laguna navegable y trenes. Fuimos marinos por esa tarde, cansados de remar, de ser maquinistas en los trenes, nos encontró el atardecer Santiaguino y ensimismados vimos la puesta de sol, sentados frente a la laguna.
Ella gozaba viéndonos jugar y sintiendo en lo más íntimo, que aportaba con un grano de arena para que fuésemos mujeres y hombres de bien.
Cuando el frío invierno mostraba su cara más hostil, nos llevaba a los museos de Historia Natural y desde allí dictaba sus clases, en ese museo, había calefacción central y no se necesitaba mayor abrigo…ella pensaba en todo…
Realmente pienso, que los maestros “eran, son y serán”, verdaderos apóstoles por su vocación.
Esa tarde del 25 de Diciembre _ casi sin proponernos_ en el momento en que la sacábamos de su casa para llevarla al cementerio coreamos su canción preferida: “El Árbol Fiel”.
“Un árbol hay en Navidad que siempre verde está, buscando iré la alegre luz, que su reflejo me da...”
Así cantando, salimos una vez más, en nuestro último paseo... Hasta pronto Linda Isabel.
Mariángel Sverak
Santiago, de Chile 24 Diciembre de 2000.-
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