EL PASEO DE MARTHA
El gris de la atmósfera se convirtió en un elemento fijo de la tarde y casi no se podía ver a la distancia; el malecón tenía una fantasmal apariencia de pueblo olvidado en la desidia y los faroles de la ciudad estaban ya prendidos a la media tarde. El nostálgico y desconsolador cuadro de ciudad costeña estaba completo. La ausencia de unos pescadores y de algún roído muelle le quitaron algo de ansiedad al natural hábitat de Martha, que para variar iba descalza por las ocres arenas de las playas tristes, con los zapatos en las manos porque le mordían dolorosamente los talones y los tobillos.
Su casa quedaba muy lejos del malecón y de la neblina marina, mas no de la humedad oxigenada de la ciudad. Se quedó mirando el humo que de sus labios se disipaba. Sus pensamientos quedaron suspendidos en la recargada atmósfera que se vivía en Lima por esos días. El camino a casa era largo y algo monótono; tenía tiempo de sobra para hacer todos los exámenes de conciencia y propósitos de enmienda que fueran necesarios para purgar el mal que le pesaba en el corazón como un escapulario de piedra. Carga tan pesada que empezaba a convertirse en casi toda su existencia, casi como si desapareciese el mundo fuera de ella. Sale de las arenas de la playa. Es tan liviana que sus huellas son casi imperceptibles.
La monotonía del camino era también la del cielo con su impenetrable y perturbador gris de nubes que se iban unas contra otras como si trataran de copularse entre ellas. El invierno limeño se había instalado ya hacía un mes, pero Martha parecía no percatarse, o más aún parecía no importarle. Hasta la nublada mañana de ese día, utilizó las mismas prendas ligeras que utilizan las chicas bellas a su edad en la temporada calurosa de playa. Tal vez era muy calurosa o tal vez cualquier cambio externo no le afectaba en lo más mínimo. Sin embargo, algo había pasado en la tarde de ese mismo día que hizo que sintiera un frío intenso casi visceral. No sabía de quién era ese gabán, pero lo tenía puesto y en el bolsillo derecho encontró –además de un lapicero- unos cigarrillos y un encendedor. Ya había prendido uno, el humo salía de sus rojos y hermosos labios mimetizándose con la atmósfera tan nublada como su propia vida en ese mismo instante. Había mucho que pensar: esa caminata le iba a hacer muy bien, pese al pequeño malestar que empezó a sentir.
Cruzó el malecón en silencio; el griterío era en su corazón. Hubiese dado todo por poder llorar en ese momento, pero la humedad había apelmazado las lágrimas en ella como la tierra bajo sus pies. El gabán recorría su cuerpo –de arriba hacia abajo- desde los coquetos hoyuelos de sus mejillas hasta sus níveos tobillos. El humo del cigarrillo se tejía en una nebulosa cuerda con su aliento condensado al salir de sus callados labios que humedecían poco a poco el filtro del cigarrillo mentolado. Era ya tarde, y de no ser por el gran manto gris que cubría la playa hasta la línea del horizonte, se hubiese podido ver al sol que se fundía en un beso con el mar. El crepúsculo era hermoso, pero ese día también estuvo ausente, como su sonrisa luminosa, como sus ojos, y como los suspiros que se evaporaban antes de condensar las penas de su alma. En su reemplazo, un cigarrillo le hacía compañía.
Se detuvo un momento para buscar algo en el mar, pero la vista de aquél ya le era insoportable: la playa ya la había hastiado. Quería encontrar algo de distracción para no pensar en sus llagas abiertas, sin embargo todo en su mente era una estación más de un via crucis personal e interminable: el trabajo que aún tenía pendiente ocupada todas las partes ociosas de su cerebro que aún sobrevivían a la cremación a la que lo sometió. Las hojas caían de los árboles; lágrimas caían dentro de su corazón. Aún pretendía permanecer inmutable ante el frío majestuoso que se expandía por toda la costa limeña; y la cabeza aún estaba vacía, pero se iba llenando grano a grano del tiempo que se le agotaba para presentar ese trabajo… y la imaginación aún era la ausente; el dolor la reemplazaba. El invierno se terminó de instalar, finalmente, dentro de sus pulmones. Pero eso no le importa.
Se aferra a su gabán. El viento pasó y su cabello moreno de puntas rojizas se alborota con el beso del gélido compañero; el hermoso -y caro- peinado que le hicieran en la mañana, quién sabe quién y por qué, se deshizo gracias a la amargura y la llovizna mortal; el labial se siente cada vez más pesado y húmedo, imposible de soportar. Aprieta los labios para no tenerlos tan fríos. Unas carcajadas fantasmales se arremolinan a su espalda para burlarse de ella, la acosan por todos lados y no le dejan cerrar los ojos, le logran arrancar una lágrima para dar punto final a la guerra fría. Ella se justifica: «sólo es la brisa que se quedó atrapada en el rimel».
Sigue caminando, y de pronto empieza a tomar el aire frío y acuoso con la boca, es síntoma de que se empieza a agitar: pensar en el trabajo que estaba incompleto le hace daño. Sus manos sólo salen del gabán para acomodarse la chalina que casi se vuela con las caricias toscas de un soplo marino. Tiene las manos heladas, se le ha roto una uña de la mano derecha ya hace unos días, recuerda que se dijo a sí misma que se las cortaría cuando acabase de redactar el cuento, pero ni siquiera sabía qué iba a escribir. La uña postiza que se había puesto para la ocasión ya era sólo motivo de estorbo para ella, así que la tiró hacia una acantilado que daba a una pista que bajaba a la playa. Caía como una pluma de un ave de cristal, como las que había en ese momento en su casa.
Está tan pálida como las paredes del salitrado puericultorio que ve pasar a su izquierda; aún está lejos de casa pero la distancia es lo último que en ese momento le está importando; da la última pitada al cigarrillo mentolado que cae bajo sus tacos que lo extinguen del todo. Cruza la avenida Pérez Araníbar. El cuento aún no nace, pero en ella ya crece y madura un final de lluvia. El recuerdo de la nube bajo la cual le cayó esa lluvia moja su memoria, recuerda que ella y la nube prometieron muchas cosas, ¿para qué repasarlas? se pregunta, evocarlas era un sufrimiento cada vez más frío e infernal. ¡Cuidado!, no mira la calle, ella está dentro de sí misma, un hombre de bigotes y gafas gruesas como fondo de botellas hace chillar las llantas de su Peugeot 405 a pocos metros de ella. Martha reacciona (¡El cuento!: es lo único que le importa). El auto patina pero no le toca, el señor del automóvil gramputea como en estadio (¡Mire por donde camina, carajo!; ¡debería usar anteojos!; ¡hay cada bestia caminando por las calles!). El carro se va. Martha lo ve pasar frente ella mientras llega a la vereda de enfrente; aún mantiene las manos dentro del gabán; el venenoso vapor que emana ese carro deja una serpiente monstruosa en la pista que calienta un poco las piernas de Martha que están bellamente ataviadas, como para una ocasión especial: la abertura del gabán deja entrever un vestido de novia. Martha vuelve a caer en sí misma, pero ya no puede pensar en el cuento (que ahora es lo último que le importa). Algo crece en ella, aparte de la cruda pena que siente: la criatura que ella quiere traer a la vida no viene, no se concibe, pero hay otras cosas que amenazan con apoderarse de ese espacio destinado para sus creaciones amadas. Hay toda una vida que quiere llevar pero no puede concentrarse ahora en eso. La delgada línea roja de su vida la ve, con algo de asombro infantil, partida en dos, todo le ha pasado tan rápido que aún no ha podido llorar. Todavía soy muy joven, pensaba ella; el martilleo de sus cavilaciones ex-post nunca le parecieron tan tediosas como ahora. Sigue con el asombro, pero también con la rabia y la frustración. Sabe que se ha equivocado de ruta y que la solución única a su conflicto se ha esfumado como la nube que la bañó de lluvia. No sabe como reconstruirse. Dobla la esquina y sale de la avenida que iba paralela a la playa. El olor a mar no se aleja, pero el borroso horizonte ya casi no lo puede ver, porque las cuadras que va dejando atrás se lo impiden. Los remolinos fantasmales de carcajadas funestas están tras ella, no la dejan caminar en paz. El hálito de esas risas le congelan: sus delicadas orejas parecen momificadas, por el frío que le invade de fuera, por el infernal invierno que le hace tiritar de a poco y por el terror que el estruendo de las diabólicas risas le causan en la espalda. Ella se sube la chalina porque empieza a preocuparse otra vez por el cuento, pero esta vez de una forma maternal. Las carcajadas neblinescas no se detienen. Sigue yendo por la estrecha calle llena de charcos de agua precipitada que se quedó estancada. Un Mercedes Benz pasa cerca, la gran velocidad con la que va levanta una amenaza de fango que se cierne sobre ella… pero no la moja; sus zapatos de tacón tocan el agua y el barro de las veredas ultraja su gabán, pero ella sigue igual que antes: las huellas no se forman, pasa como un fantasma, que sale de un fantasmal banquete de bodas frustrado. La llovizna arremete: se vuelve tan fina que ella sin darse cuenta ya empieza a respirar agua, como si fuera un pez. Ella sabe que siente frío, pero no sabe, porque no se percata, del barro en sus pies. Para ella sólo existe lo que ella piensa.
Alguna vez pensó en una boda, una boda que luego no fue, una boda que todos esperaban pero que nunca llegó, no porque así lo haya establecido un acobardado novio en el o antes del altar, no porque ella quisiera escaparse en un amorío extraviado, sino que el inicio y el final ocurrieron –en realidad, como todo- en su cabeza.
El cuento vuelve a su mente, por fin la falsa neblina de la ausencia de imaginación se empieza a disipar. Las carcajadas siguen detrás de ella. Quiere otro cigarrillo, lo prende en el incendio que acaba de inventar en la otra cuadra de esa estrecha calle, necesita algo de calor y se convence de que el tubito de papel con tabaco se la va a dar, al fin y al cabo, la boda, la vida en común y todo la tragicomedia que eso representa para ella no existe más, literalmente. La idea del cuento siempre le ha sido esquiva, y ahora más que antes. La boda frustrada hace su entrada triunfal en su mente y se instala oronda. Ella no comprende que pasó, pero sabe muy bien que ella fue la causante, y que a ella solamente se le puede imputar todo lo que ahí ocurrió. Se acaba la llovizna, pero no la tortura. Llega a otra avenida, por donde bajará a los olivares que quedan por su casa. El frío juega otra carta más, y de una forma inexplicable, incluso para ella, baja hasta obligarla a apretar el gabán a punto de rasgarlo. Ya se han prendido las luces de las calles que con el frío reinante se ven, a la distancia y de cerca, muy tristes; el asfalto está empapado. A lo lejos asoman unos hombres trabajando en las alcantarillas, las abren para dejar pasar el agua; los autos pasan por su costado sin mojarla: ella no les hace caso. El problema está muy dentro de ella: late con corazón propio.
Cruza tres calles más, no quiere pensar que su vida está ya truncada; ella bien lo podría solucionar tan sólo pensando en ello (¡y tiene problemas para hacer un cuento!). El cigarrillo último de la cajetilla dentro del gabán ya está a la mitad, cada aspiración trata que es más profunda a la anterior. Esas luces naranjas que están sembradas en todas las calles que cruza siempre le producen tristeza, le dan la sensación de soledad extrema. Le fascina, pero no le llena, por eso siempre pensó que su soledad sería perfecta si tuviera con quien compartirla. Pronto ese escenario cambiaría, por su propia voluntad, aunque ella no lo sospecha: un corazón más late dentro de ella. La nube responsable ya no está, pero la lluvia se ha quedado con ella. Sin embargo, ella seguirá fumando. La boda, ¡bah!, no quiere pensar en ella, pues su recuerdo mientras más lo piensa más parece ser el presente. Y eso no le fascina. Pese a todo, aún está sin entender
En medio de todo (invitados, cura, flores, viejas llorando, y polvo de ángel en las narices de todos los menores de veintiún años) ella tenía la mente ociosa, en una crisis existencial por lo que estaba pasando; en pocos meses pasó de soltera, a tener un amor de lluvia, alguien que con una lluvia vino a ofrecerle su paraguas, le gustaron sus ojos intensamente marrones, que bien podían pasar por negros. Eran tiempos universitarios y no tuvo mucho de libre en la mente como para imaginárselo completo, sólo se imaginó las partes que a ella más le interesaban: él iba a ser el tema de su cuento; pero se enamoró de él. Era él una nube hermosa, tan hermosa que resaltaba en su cielo nublado de mediados de año. Martha lo quería imaginar perfecto. Se iban a casar, pero ahí había algo que a ella no le gustaba. Se imaginó el tiempo juntos, todo lo que tendría que soportar, toda la imaginación que tendría que gastar para llegar a ser felices, se aburrió finalmente de él. Lo único que hizo fue imaginarse sola, lo hizo con fuerza, apretando la mandíbula y encomendándose al Todopoderoso cerró los ojos y la nube estaba gris a punto de explosionar. Explosionó. Fue una tormenta individual que sólo tuvo una víctima: Martha. La nube desapareció, irónicamente como apareció: lo trajo una lluvia y al irse (o al desecharlo) lo hizo en forma de lluvia. La lluvia la empapó. Ella se imaginó seca y quedó seca, pero había algo que no sabía: su imaginación pudo más que ella. El final de sus días dependía de una mano omnipotente e invisible
Mientras todos buscaban al novio, como si hubiese sido secuestrado, ella estaba atenta a ella misma, y al poder de su imaginación. Ella era hermosa, sí que lo era, también era inteligente; pero le tenía miedo al amor a perfeccionar su soledad y compartirla. Sus ojos tristes estaban abiertos hasta casi salirse de sus cuencas. El ruido alrededor de ella era un caos inimaginable. Todos corrían para todos lados mirando nada y mirando a nadie. El cura no pudo poner orden. Ella hizo silencio. Un corazón más latía en ella.
Es así como la nube se hizo lluvia y se quedó con ella, es así como ella quedó arrancada de su presente y aún no podía aterrizar en sí misma. Lo hizo luego cuando estaba a punto de llegar al olivar que estaba cerca de un hotel suizo que estaba mucho más cerca de su casa. Ella llegó a sí misma de golpe. Se dio cuenta de su repentina realidad. Aparecieron muchas ideas para empezar el cuento y terminarlo a tiempo. Dos corazones latían felices dentro de ella, uno tres veces más rápido que el otro. Su vida era su inspiración, el fruto de su fusión con la nube era el motor que necesitaba. Dedicarse a conservarlo iba a ser su nuevo reto, su nueva vida y su nuevo relato.
El color reapareció en su rostro, las hojas de los olivos caían a sus pies, pese a ya no ser otoño, hacía un frío infernal que, en verdad, se había adelantado en los meses. Y en medio, un juego más de la mente: el sol disolvió violentamente la conglomeración de nubes. La sonrisa de Martha florecía espléndida y radiante, estaba más hermosa que nunca, corrió apresurada a su casa y no encontró más olivos cerca. De pronto le molestaba el gabán porque le generaba un insoportable bochorno. Le extrañó ese detalle, pero siguió pensando en su nuevo motor; en su nueva meta. Le extraño mucho más ver como las calles cambiaban estúpidamente de color, las casas tenían formas distintas, la gente vecina caminaba por entre los árboles casi flotando, los niños, que ya no tenían ojos, jugaban con las carcajadas diabólicas y violentas que empezaron de verdad a asustarle. Mucho más cuando empezaron a seguirle a casa: ella aceleró el paso, pero se le hacía difícil caminar por una vereda que se volvía sinuosa, cambiante, y se transformaba ferozmente en una serpiente de concreto. Le fue imposible correr a casa.
Al llegar, no encontró su casa, encontró nada en su lugar. Una campana inubicable empezaba a azotar el viento, que emitía un gemido doloroso con cada latigazo metálico de la María Angola. Del susto, las hojas empezaban a caer azules de los árboles, que eran ahora los rostros de las carcajadas violentas. Cuando volvió en sí, se dio cuenta que ella se iba borrando lentamente de la calle, en lugar de su casa aparecía un monumento a un héroe que a ella no le interesaba. El héroe la miraba, le sonrió y le dijo: «al editor no le gustó tu historia». Toda su realidad violentamente empezó a diluirse, como tinta en un mísero papel.
Entonces comprendió, aunque ya no tenía vida: ella inventó a la nube, la nube le inventó un nuevo propósito de existir, y ambos fueron parte de una historia que –para el mundo- nunca nació.
FIN |