A los 14 la vi por primera vez. No salía hasta la cuarta o quinta viñeta y la recuerdo intentando cruzar un puente de tablas mientras transportaba sobre sus hombros dos grandes cubos de agua. Pedí, por favor, a un dios en el que ya comenzaba a no creer, que no fuera un personaje intranscendente y secundario, un simple trazo de tiza.
Tuve suerte, gracias a Francois, pude disfrutar de Marietta durante tres álbumes, el tercero de ellos, además, doble.
Página tras página me fue enamorando. Sus formas rotundas pero a la vez frágiles, sus pechos breves pero firmes y redondos, sus caderas anchas y prominentes, su cara pecosa de sonrisa autosuficiente y traviesa a la vez, su pelo rojizo y rebelde que flotaba libre al compás del viento fueron las primeras cosas que me fascinaron de ella.
Después la fui conociendo poco a poco. Me pudo su valentía, la forma con la que encaraba todos los problemas que se le venían encima, su altivez y atrevimiento, a veces rallando la descortesía, su fina ironía y sus pizpiretas formas de decir que “no” cuando quería decir que “si”.
Marietta era la mujer de mi vida, pero Marieta era sólo papel, un personaje creado por un guionista y dibujante de cómics, pura y simple imaginación. Tendría que conocer a alguien que se pareciera a Marietta.
Busqué su reflejo en cientos de rostros durante once años. A veces creí encontrar su físico en alguna chica, otras me pareció entrever su carácter, pero sólo eran vagas caricaturas de mi mujer de papel. Probé mucho y las descarté a todas. Buscaba con la vehemencia de un borracho, cataba con la avidez de un gourmet, despreciaba con la tristeza de un suicida.
A veces, tan sólo en la desesperación más absoluta consigues ver la luz. Con 25 años tuve mi más genial idea. Busqué a un traductor de francés y comencé a cartearme, mediante correos electrónicos, con Francois Bourgeón.
Primero eran cartas de un simple admirador, que él siempre contestaba con suma diplomacia, pero conseguí poco a poco ganarme su aprecio y a la postre y con el suficiente disimulo pude, por fin, hallar la respuesta que tanto precisaba.
El resultado me sorprendió, pues nunca me habría imaginado algo así. Marieta no era una mujer, si no dos. Sus rasgos eran los de Anette, una modelo parisiense con la que había trabajado para crear el físico de su personaje; el carácter, en cambio era el de una antigua alumna suya, de cuando había ejercido de profesor de instituto en un pequeño pueblo de los alpes franceses. No me atreví a preguntarle nada más, pues temí descubrirme y revelar mis verdaderas intenciones.
Dos mujeres, pero yo quería sólo a una. Nunca me había planteado que Marietta pudiera ser la mezcolanza de dos personas a la vez. Tenía, por un lado, un físico que me perdía, la mujer con la hubiera querido hacer el amor cada noche del resto de mi vida, y, por otro, un carácter que me encantaba, la mujer a la que hubiera deseado abrazar todos los despertares del resto de mi vida.
Fue tan fácil la decisión que hasta yo mismo me sorprendí. Ahora Marietta había dejado de tener rostro.
Internet, y el bendito google, fueron mi tabla de salvación. Encontré una biografía de Francois Bourgeón que hablaba de sus siete años como profesor de dibujo en una escuela rural mixta francesa. Después me dirigí a la página web de la escuela y por suerte ésta tenía las orlas con todos los antiguos alumnos de la escuela colgados en su página. Durante los siete años de docencia de Francois habían estado matriculadas dos Mariettas, una en su primer año y otra en el penúltimo. Si, se que ella no tenía porque llamarse Marietta pero quise suponer que sí, mi intuición me decía que tenía que ser así.
Diez días más tarde tenía las direcciones de las dos. La Marietta menor no estaba casada, al menos oficialmente y vivía ahora en Bayona, la mayor continuaba residiendo cerca de los Alpes, estaba casada con un tal Jerome y tenía tres hijos.
Supliqué para que la mía fuera la menor pero, tras dos meses de repetidos viajes, observación meditada y encuentros casuales tanto en Bayona como en una aldea cercana a Chamonix me cercioré de que Marietta, mi Marietta, la pieza más codiciada por mí, sería también la más difícil de alcanzar.
Curiosamente, bueno en realidad era lógico que fuera así, aunque las formas de mi Marietta real en nada se parecían a mi primera Marietta, la de papel, sus gestos eran idénticos. Descubrí que la mujer de mi vida era morena, de pechos abundantes y eso si, de caderas anchas y prominentes como la de papel. Tenía nueve años más que yo, marido y tres hijos, hablaba un idioma que desconocía y vivía en un país que me era extraño, pero después de tanto tiempo buscando no iba a rendirme ahora.
Me llevo un año aprender a hablar francés correctamente y dos aprender el oficio de zapatero. Lo de zapatero puede sonar extraño, pero es que mi trabajo en Barcelona, demasiado técnico y específico no tenía salida alguna en la pequeña aldea de Marietta.
Me instalé en su pueblo y me convertí en zapatero remendón.
No fue nada fácil conseguir acercarme a ella, pero ahora que por fin la había encontrado no podía perderla. Durante el primer año a penas conseguí quebrar la barrera que separa la cordialidad de la amistad.
Al tercer año, ella, Jerome y yo éramos buenos amigos. Al quinto Marieta y yo éramos íntimos. Yo era su confidente, lo sabía todo de ella, sus anhelos, sus temores, sus más íntimos deseos.
Marietta ya no estaba enamorada de Jerome, pero él era una persona magnífica, ciertamente lo era, y además era el padre de sus hijos. No se planteaba dejarlo y comenzar una nueva vida al lado de otro hombre al que amase y le hiciera volver a sentir la pasión del principio.
Cuando llevaba seis años viviendo allí, el destino entró en el partido y jugó su baza. Un infarto se llevó a Jerome al cementerio. Creerme que lo sentí.
Respeté la memoria de Jerome durante ocho meses, después vi que Marietta volvía a abrir su corazón y tras casi veinte años de espera decidí que había llegado mi momento.
Mañana me caso, me caso con la mujer de mi vida. Me caso con Lucille.
No resulté ser yo, Marietta me adoraba, era la persona a la que más quería, su mejor amigo, pero no me amaba.
Lloré de rabía, maldecí a los dioses, a los hombres y a las bestias. Me desesperé y por mi cabeza pasaron todo tipo de oscuros y siniestros pensamientos. Caí en lo más hondo y cuando ya no me quedaba ni una brizna de aire, Lucille me tendió la mano, me asió con fuerza y tiró de mí hasta devolverme a la superficie.
Mientras yo perseguía mis sueños de papel, Lucille me observaba en silencio y se enamoraba de mí. Hizo lo mismo que yo, esperó con paciencia hasta encontrar un resquicio por donde entrar, pero a diferencia mía, ella encontró el resorte adecuado que debía pulsar y junto a ella me di cuenta de que los sueños de papel, son eso, sueños de papel, y de que la vida, a su lado, es tan jodidamente hermosa y fascinante como el mejor de los cómics que nunca nadie haya podido crear.
Ahora Lucille es la mujer de mi vida y Marietta mi mejor amiga.
Vuestro, dedicando relatos a la mujer de mi vida;
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