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CARROÑA HUMANA (1 pub. Chapingo)
Epilejoremor

Ni siquiera barrieron Parque Lira.
Los puestos de víveres que el mercado El Chorrito (Plutarco E. Calles) era incapaz de contener, prodigaban las costras de su roña sobre aquella avenida presidencial, desde Melchor Músquiz hasta José Morán, la calle de las pulquerías.
El hijo del ahuizote, El ahuizote, La bamba y La media bamba, ya estaban a reventar, y apenas eran las diez de la mañana. El edificio del Sindicato de Trabajadores de Materiales de Guerra, en Parque Lira y Sóstenes Rocha, sería inaugurado a las doce.
El cruce de Parque Lira con José Cevallos, calle de piqueras, estaba casi libre de la inmundicia de semanas de arrojar desperdicios en descomposición, gracias a que la noche anterior Natura baldeó las calles. El fuerte aguacero se había llevado la mayor parte del cochinero rumbo al Colorín, hasta los perros muertos.
Ya los puesteros habían comenzado a reemplazar la vieja bazofia con porquería nueva, y los recientes lodos, medio limpios a esa hora, estaban siendo sembrados de tripas, plumas, carne descompuesta, fruta, flores y verduras podridas.
Era la hora más activa de El Chorrito, el barrio de Trini Ruiz y Chico Martínez, todavía niños, pero ya designados por su destino a ser carne de ring, piquera y manicomio. Justicia Social a quinientos metros de la residencia oficial del Presidente de México.
A menos de media cuadra de Parque Lira, casi junto al puesto de periódicos de Odilón, y contra el muro tibio del horno de la panadería de El borolas, Guánsaras terminaba de roncar el matutino y breve paréntesis sobrio de cada uno de los alcoholizados días de su vida en ese barrio de Tacubaya. Sus compañeros de hotel, "el amasijo", le hacían segunda, tercera y cuarta voz, sintetizando entre todos una cacofonía de ronquidos, pedos y maldiciones oníricas, que empataba con su mugre, hedor y malas fachas; ambientación perfecta para la representación de Los bajos fondos. Pero esto era tan cotidiano en El Chorrito que a nadie llamaba la atención, ofendía o avergonzaba. A nadie, ni a los Guardias Presidenciales que, por órdenes del hermano del Presidente, procedían a "limpiar de carroña humana las calles de ese pinche barrio". No era la basura ni la miseria; era esta pobre gente la que avergonzaba a Minimino Crápula Borracho; a él sí.
—Son órdenes de mi general, cabrones; coperen o los encerramos.
—Si se ponen al pedo me enchiqueran a todos esos jijos de la chingada había ordenado Crápula Borracho, futuro asesino de obreros de Materiales de Guerra; no quiero que esa carroña humana vaya a salir en las fotos que le tomen al Pinche Gordo.
El Pinche Gordo era su querido hermano, el Presidente.
Días antes Manolo H. Rijel había suplicado a sus compañeros del comité central del sindicato que lideraba, que consiguieran ropa usada y uniformes en desahucio...
—... para repartirlos entre los compañeros teporochos y no avergonzar al Señor Presidente con las miserias de nuestro barrio.
No era sólo por su carácter de dirigente o de diputado que los obreros lo respetaban, era también por su lucha tenaz para conseguir prestaciones sindicales y por su solidaridad con los muchos indigentes del barrio.
—Apoyamos y seguiremos apoyando a Manolo H. porque tiene la hache de güevos —proferían los obreros de Cartuchos, La Fundición, Armas y Pólvora, como ellos llamaban a las fábricas nacionales de municiones, artillería y demás materiales de guerra.

Aunque el día anterior había estrenado guerrera limpia a la que sólo faltaban algunos botones, y raído pero igual de limpio pantalón de dril, Guánsaras hedía a mugre, orines, mierda y resaca; en contraste con La Güera, que sólo apestaba a resaca y mugre.
Y es que La Güera, su protegida, acostumbraba levantarse el vestido y apoyar las nalgas en las altas guarniciones, que llevaban años esperando un pavimento que no daba indicios de llegar, para defecar u orinar, sin siquiera salpicarse la, ya-de-por-sí-casi-siempre sucia ropa. Él no reparaba en esos detalles, sólo desahogaba su cuerpo como le diera en gana.
—Pinche Güera, me cuacha por limpia —rumiaba.
La Güera, María Shwarts, era descendiente de alemanes avecindados en la Colonia San Miguel Chapultepec, allá por la Calzada de los Madereros frente a La quebrada, una de las puertas del Bosque de Chapultepec. Tenía apenas veinte años de vida, y devino carroña humana en los últimos seis, durante los cuales había ingresado una vez al año a costosas clínicas de recuperación, excepto la última; en que estuvo seis meses recluida en La Castañeda, tras la declaración de su padrastro:
—Ni esta pobre pequeña tiene remedio, ni este pobre viejo tiene dinero.
Sólo dormida la joven revelaba el origen de su desplome "¿Otho, me das una cervecita?, ¿me das otra?". Su padrastro, Otho, empezó a alcoholizarla apenas cumplidos los once años de edad, cuando afloraba toda su belleza, para violarla una y otra vez.
—En realidad no la violé nunca, el alcohol la predispone al sexo inextinguible; puede decirse que bebe para vivir su precoz ninfomanía o fiebre uterina. Yo sólo le daba cerveza y lo demás corría por cuenta de María... y del alcohol —Se autocomplacía Otho.
—Lástima que nomás viene pandar cogiendo con estos pinches borrachines; yo creo que tiene fiebre ultramarina, ¡hasta güele a pescado! —lamentábase Guánsaras con don Evaristo Ortega.

¿Qué sutileza de su mente lo diferenciaba de "estos pinches borrachines" con los que convivía y con-bebía no menos de nueve meses al año, durante los cuales era uno más de ellos? Guánsaras podía dejar el alcohol cuando le daba en gana; fuera al acostarse cada noche o al desaparecer de El Chorrito para irse a Tabasco todos los años, de noviembre a enero, a venerar a su madre y ordenar su rancho de ochocientas cabezas de ganado Santa Gertrudis y Cebú, de alto registro.
Ni su hermano supo qué hacía Tavo durante el tiempo que pasaba en La capital. Nadie en Zapata, Tabasco, hubiera imaginado que Gustavo Garrido Prats fuera El Guánsaras. Ninguno de sus ex-condiscípulos y profesores de la Universidad Militar Latino Americana habría aceptado que El hijoeputa, como le apodaban por la frecuencia con que usaba la interjección, hubiera caído tan bajo después de haber sido el cadete más brillante de muchas generaciones en la UMLA. Había estudiado ahí por complacer a su padre, quien murió ignorante —¿de la esquizofrenia? — del más amado de sus hijos, pero el día que terminó con honores los estudios, decidió, fría y objetivamente, dedicar la vida a ser nadie. No tenía problemas existenciales de ninguna naturaleza, no sentía rencor contra sus padres ni contra la sociedad, no sentía rencor contra la vida, no sentía. Sin que sus "hermanos en la vida", como también calificaba a los pinches borrachines, lo supieran, solía rescatarlos de cualquier apuro, enfermedad o problema -¿no sentía?; además, todas las mañanas sacaba la primera botella de chinchol para, en comunión, curarse la cruda y reanudar la nebulosa jornada etílica.

—Hijoeputa, si hata pa seh nadie hay que teneh plata —pensaba; porque nunca utilizó frente a ellos su interjección favorita o el acento tabasqueño.
Revelaba especial deferencia por don Evaristo, como llamaba con respeto al patético enano que le acompañaba todos los días, y a quien llevaba los últimos tragos de esa botella hasta su propia suite –"Oiga joven Guánsaras, ¿qués suit?", el tronco hueco de un viejo eucalipto que desde incontables años atrás agonizaba junto a los rieles del ferrocarril de Cuernavaca, casi frente a Los Pinos, entre el lienzo charro La Tapatía y el deportivo popular Molino del Rey.
—Ándele don Evaristo, chínguese su trago que tenemos quir por la Güera pacerle guardia al Presidente; pareso nos ministraron los uniformes, semos la guardia dionor.
Entre ellos utilizaban un lenguaje cercano al militar, pero Guánsaras lo caricaturizaba y achilangaba para mimetizarse más con sus hermanos en la vida.

Toreando a don Evaristo Ortega, quien solía embestirle corriendo veloz en cuatro patas, y entre los tooorero-tooorero y olés del vecindario que esperaba verlos pasar cada mañana para aplaudirles la litúrgica pantomima, regresaron en busca de María.
Conforme se acercaban a Parque Lira escuchaban aplausos y porras al Presidente, quien en el último momento decidió hacer el recorrido a pie.
—Ya ni la chinga el Pinche Gordo; cómo mestáciendo parir chayotes por su seguridá lamentábase Minimino.
El Presidente y su gabinete eran el bálano que encabezaba veinte metros de comitiva predominantemente militar; fusionados formaban una columna fálica que avanzaba violando a la multitud de obreros y vecinos cuyo edificio iba a inaugurar, y de metiches que no habían sido invitados a la violación.
—Órale don Evaristo, búsquese a La Chuars, no la vayan a apachurrar entre tanto cabrón, más si ya anda peda —sugirió Guánsaras, usando otro de los apodos de María.
Todavía medio sobrio, el enano empezó a meterse, a cuatro patas, entre la muchedumbre de la valla; la gente se hacía a un lado, con temor los pocos desconocidos, con simpatía la mayor parte, los del barrio. Pronto la vio. Estaba en la acera de enfrente.
—¡Allastá joven Guánsaras, del otro lado! — y la señaló.
Ya borracha, y en primera fila de la valla opuesta, María estaba en medio de cuatro pulcatos que ni siquiera se turnaban para meterle mano.
—Óralijos de la chingada ¿qué no ven que ai viene el Presidente? —sin convicción se medio defendía —¿Quién es el Presidente?, ¿lo conoces Catrín? —preguntó melosa al mete mano que tenía detrás.
Guánsaras ya estaba al frente de su propia valla, lo que le costó nada de trabajo pues la masa se hendía erigiéndole dos metros de espacio insalubre alrededor, ante los golpes de su pestilencia. La columna estaba a quince metros de ellos y penetraba muy despacio, sofrenada por las demostraciones de verdadero cariño de los vecinos de El Chorrito; dócil tropel que bienvenía al puntal violador, gente pobre que nunca había visto a su Presidente. Los Pinos tenía poco tiempo de ser la residencia presidencial, la televisión aún no llegaba, no tenían con qué comprar el periódico.

—¡Güera, Güerita! —le gritó.
La falange estaba a doce metros de ellos y los gritos de Guánsaras penetraron la alcoholizada atención de Minimino. La Güera, sin escucharlo, casi gritaba a su vez:
—Órale pinche Chuco tese quieto quiai viene el Presidente; ¿cuál es?
La falange a diez metros. En ese momento, la también marihuana atención de Minimino se afocó diez metros adelante.
—¡Güera... Güerita! —insistió Guánsaras, logrando atraer la atención de María, pero también la de Minimino, quien comenzó a chapotear en la ola caliente y roja que le subía por dentro. La falange a ocho metros.
—¿Cuál es el Presidente? —gritó María a Guánsaras, quien más que oír adivinó la pregunta.
Por sus antecedentes militares él lo conocía, al igual que a otros militares de rango. La falange a cinco metros.
Sin pensarlo, se cruzó enfrente mismo de la comitiva -la ola llegó a la cabeza de Minimino-, se paró junto a María y, tomándola de la nuca con la mano derecha, le giró la carita mugrosa hacia el Presidente, al tiempo que con su índice izquierdo señaló a quienes ya estaban pasando frente a ellos.
—El Gordo... el mero Gordo es el Presidente —gritó, más a la comitiva que a María, con autenticidad tabasqueña.
La ola explotó en los ojos de Minimino, dejándolos ciegos de rojo-ira por un instante, pero volviendo, casi de inmediato, a su habitual rojo-marihuana-alcohol.
—Piiinche carroña humana —balbuceó Minimino desmenuzando la frase palabra a palabra, letra a letra, trazo a trazo y, con un proceso inverso, integró en su mente la imagen de Guánsaras.

La inauguración fue un éxito político inesperado para el Presidente de un país empobrecido y en guerra. Era la primera vez que un mandatario, excepto Cárdenas, convivía sin barreras con el pueblo, y la única en que el proletariado suburbano se había entregado en forma abierta y espontánea a cambio de nada. Ya hacía años que el partido oficial acarreaba al pueblo con tortas, pulque y amenazas.
Los titulares y artículos de los vespertinos El Universal Gráfico y Ultimas Noticias, que incluso retrasaron sus ediciones para cubrir el evento, no fueron capaces de reflejar ese acto de respeto, cortesía y amorgullo del pariente pobre para con el rico que va a visitar su paupérrimo vecindario.
Sus fotos sí. Tuvieron tal elocuencia, que ahí se fundó la industria de la espontaneidad-del-pueblo-con-su-presidente.
Todos los matutinos del día siguiente se vendieron antes de las nueve de la mañana y durante cuatro días más continuaron apareciendo comentarios y fotos en los periódicos y revistas de la capital; hasta La Afición, diario deportivo, agotó sus tirajes insertando fotos que no tomó ninguno de sus reporteros.
Al sexto día apareció en La Prensa, perdida en páginas interiores, la siguiente nota:
DESCONOCIDO A LA FOSA COMÚN
Pobre indigente, muerto en riña callejera, recibió mortal puñalada con un marrazo militar (sic) que le partió el corazón. Al no presentarse nadien (sic) a identificarlo o a reclamar su cadáver, las autoridades de la Onceava Delegación, Tacubaya, lo enviaron a la fosa común del Panteón Civil de Dolores. Aparentemente le apodaban El Guánsaras, pero esto no pudo ser confirmado ya que ninguno de sus presuntos amigos quiso declarar o contribuir en el esclarecimiento del hórrido (sic) crimen.

María no la leyó porque ya había sido internada en el manicomio de La Castañeda, de donde nunca volvería a salir; esta vez loca de verdad.
—Nomigeneral-nomigeneral-nomigeneral
Repetía en cadena infinita, despierta y dormida; eco de las últimas palabras que Guánsaras exclamó cuando, yaciendo juntos, fue atacado por un mendigo que portaba un parche en el ojo izquierdo, a quien nunca había visto y nadie volvió a ver.
La noche de la inauguración, La Güera se había ido a dormir al amasijo con su protector y el resto de la cohorte. Ya de madrugada, hubo un momento en que el grupo de borrachines percibió un fétido gruñido, "Pinche carroña humana", que evocó en el tabasqueño el eructo de un lagarto; y en el instante que duró el fulgor púrpura del ojo del agresor, Guánsaras fue volcado boca arriba y asesinado con una bayoneta. El tabasqueño atrapado en su muerta sorpresa, sobrio pero con el corazón partido, alcanzó a demandar:
—¡No!. ¡mi General!

Texto agregado el 03-06-2005, y leído por 599 visitantes. (0 votos)


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