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Los pasos fueron un retumbar, un redoble sobre la alfombra mullida, cuando él entró en el despacho del abogado. Y el retumbar, el redoble, eran filos reventando en el instinto de Alicia.
Lamentó haber llegado antes. En realidad lamentó haber ido. Pero había que hacerlo y ya estaba hecho. Miró caer la lluvia a través del ventanal que daba al parque. Imaginó un olor a jazmines deshaciéndose, inundando la habitación con la sensación dulce de la infancia. En realidad no lo imaginó, sentía el olor a jazmines entrándole en la nariz, una espuma de olor y sensaciones indefinidas.
Le daba la espalda.
Quizá por eso de rescatar el olor, que era como rescatar cierta parte de la niñez.
No quería darse vuelta y mirarlo.
-¿Alicia?
No quería oír la voz. Una voz que no podía recordar después de tanto tiempo, y que sin embargo se le metió en la piel como un mal bicho.
No contestó.
-Alicia, el Dr. Estévez me dijo que estabas aquí, pero que se iba a demorar un poco.
-Qué lástima.
Hubo un silencio. Ahora era el silencio el que retumbaba y redoblaba, clavándose en las paredes, desparramándose en el aire.
-Si vamos a hablar, por favor déjame verte.
Alicia no pensaba hablar, pero se dio vuelta con lentitud. Un peso más allá de lo físico le tironeaba con fuerza.
El retumbar y el redoble entraron en un hueco de su pecho. Lo vio. Veinte años como un huracán. Allí, el hombre de pelo castaño, alto, de rostro anguloso, sin la barba crecida de días con que lo recordaba, más flaco, con ropa nueva, prolija, pero que no parecía tener que ver con el cuerpo ni con él.
Los ojos de ella, dos estiletes en los de él. Y los ojos de él, vencidos de antemano, la espalda, vencida, doblegada, como sin vida. Lo imaginó como el peoncito de la estancia frente al patrón, haciendo girar entre los dedos un sombrero que las manos no tenían. Los brazos caían a los costados, flojos, inanimados, como si no tuvieran que ver con el resto del cuerpo.
-Estás bonita –dijo él.
Alicia se sentó en un sillón que los dejaba a la misma distancia que antes. O quizá la distancia era otra cosa. Cruzó las piernas con parcimonia estudiada, sacó de la cartera un atado de cigarrillos. Tomó uno entre los dedos y lo encendió. No le ofreció. Como si estuviera sola, aunque era algo más mezquino que la soledad real. La llama del encendedor pareció iluminar las manos blancas, cuidadas, las uñas largas pintadas de rojo.
Ella dijo:
-Supongo que el trámite serán unas pocas firmas. No sé por qué Estévez demora algo que ya podría estar hecho.
Y el humo voló con las palabras.
-Alicia, pasaron veinte años.
Nueva mirada hacia el ventanal, con fingida naturalidad:
-Ajá.
El hombre permanecía de pie. El mendigo de harapos frente a la princesa.
-Te escribí.
Y la voz densa, mordida, como si no dijera nada:
-Qué interesante.
-Nunca me contestaste.
Rápido:
-Nunca las leí.
-Yo te quería explicar, hay cosas que no son como parecen.
Entonces Alicia puso su furia de pie. Se acercó. Retumbar y redoble. Se plantó frente a él. Lo midió. La mirada hecha pedazos de oscuridad.
-Qué quería explicarme –la voz era un rugido. Y retumbar. Y redoble.
-Porque si quiere le explico yo lo que es quedarse sin madre a los ocho años. Si quiere le explico lo que es encontrar el cuerpo en un reguero de sangre y mezclar la sangre y las lágrimas, cuando el abrazo no alcanza, y gritar mamá, para resucitarla o para morir con ella, nos deja sin alma.
El hombre arqueó el pudor, buscaba las palabras en la alfombra espesa. Cada palabra, una lágrima cortada.
-Alicia, yo pagué. La cárcel es un infierno que no se cuenta, no se imagina. Las puertas, al cerrarse son el terror. Veinte años en el agujero.
Y una carcajada de hiena:
-¡Ah! ¡Usted pagó! Mire qué bien. ¿Por qué no le cuenta a Alicia niña, a Alicia con la primera sangre de mujer, a Alicia visitando el cementerio y los psiquiatras para buscar respuestas o consuelo o lo que fuera que no fuera peor de lo que le pasaba? ¿Cómo pagó lo que no tiene precio ni restitución? ¡Pero por qué no se va a la puta que lo parió y se deja de tratar de dar explicaciones que nadie le pidió! Yo no vine aquí para hablar con usted. Y si Estévez hubiera manejado bien la agenda esto no pasaba.
Y él, entregado, regalado:
-Ya no me queda nada, Alicia. Ya no puedo perder nada más.
Hizo una pausa aguda, como si el aire no le llegara a los pulmones. Como si el corazón detuviera los latidos.
Y quizá, el secreto inútil:
-Yo encontré a tu madre con otro hombre, Alicia.
Un zarpazo, más que bofetada, le arrancó piel de la cara gris.
-¡Le voy a cortar la lengua, pedazo de mierda! Cállese, no hable más. No meta a mi madre en esto. Usted no está aquí para hablar de ella ni para recuperar a una hija que se le murió a los ocho años. Porque usted.
La pausa. Una arena calcinando el desierto, la rabia. Alicia preparaba la tormenta. En el ojo de la tormenta estaban las palabras:
- Y no le digo de usted por respeto, ¿entiende?
El hombre, de pie, aguantó la lluvia de golpes, doblado, pero sin moverse. Ahora eran las lágrimas del hombre, las que se mezclaban con sangre.
-Usted está aquí por unas firmas que necesito para completar lo que haya que completar, para sacar de este pozo feroz que me dejó en el pecho el maldito apellido que me envenenó hasta el vómito estos veinte años, ¿entiende?

No habría sido necesaria la presencia del hombre. El abogado Estévez había hecho un intento heroico a pedido del despojo que quedaba clavado como un espantapájaros ridículo en medio de la alfombra espesa.

Texto agregado el 03-06-2005, y leído por 197 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
17-12-2005 No hay duda, los personajes tienen vida, y ellos son los que le dan vida a la historia. Excelente trabajo... que lástima que sea tan corto. Saludos. raymond
03-06-2005 Uy, está buenísimo, felicitaciones che. katya
 
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