LA MUERTE DEL JUEZ
-Ave María Purísima
-Sin pecado concebida.
-Perdóneme, padre, porque he pecado. Este es mi pecado:
Maté a un hombre.
Alguien rezó el rosario con voz monótona. Fue cortado por breves instantes por el llanto de María, a quien manos piadosas la tomaron de los hombros y la llevaron con delicadeza fuera de la sala. Sus desgarradores sollozos arrancaron las frases clásicas que las beatas, infaltables en los velorios, suelen pronunciar.
Pobre, María. Sin mamá y ahora sin papá.
Pobre, don Ramón. Tan bueno que era. Tan justo y cabal.
La muerte lo sorprendió una mañana en el despacho de su casa, mientas el sol de enero cocinaba las plantas del jardín y convertía en polvo rojo la tierra de las calles.
Nadie vio nada. Sólo se oyó un disparo. Cuando lo llamaron, el silencio fue la respuesta.
Rompieron la puerta para entrar. Y ahí, con la cabeza reventada, sobre el escritorio lleno de libros y actas de nacimiento, se desangraba don Ramón. A su lado, un revólver, que después los hijos reconocieron como suyo.
Parecía un suicidio.
Claro que era imposible.
¿Don Ramón quitarse la vida? Jamás. Era un hombre tranquilo, bondadoso, solícito, buen padre y buen vecino. Además, un mes más y se casaría con la maestra más bonita del pueblo, la más codiciada por todos los solteros de la región. La señorita Rocío.
¿Quién haría algo así a las nueve de la mañana? Nadie. Después de un buen desayuno, como tomó él. No.
Todos repetían lo mismo. Alguien lo asesinó. Pero...¿Quién?
¿Un político opositor? Tal vez. Los ánimos habían quedado algo caldeados después de las elecciones, así que esta era una buena teoría.
¿Algún enemigo? Los perdedores de pleitos nunca aceptaban un fallo adverso.
Y sí, en un puesto así, se tienen enemigos.
¿Y los Gómez? Juraban que los había arruinado en no sé qué juicio por dinero.
Otro recordó a los Benítez, que perdieron muchos animales por su culpa.
¿Y el odio que sentían por él los Montero? Decían que don Ramón era un ladrón con patente y que les había robado limpiamente diez hectáreas de tierra, las que están cerca del arroyito, las más lindas, para más.
¿Y Saturnino? Estuvo muy enamorado de la maestra. Pero ella eligió al juez.
Y la lista continuaba, de boca en boca, de tereré en tereré bajo la fresca y tupida sombra de los paraísos y obeñas que salpicaban el patio de la casa del señor juez.
Dios no recibe en su seno a los que se quitan la vida, la iglesia no puede darle cristiana sepultura-la voz del padre Venancio sonó segura en la sala caliente de la parroquia. Y todos dijeron que sí, que era cierto, pero no era menos cierto que don Ramón no se quitó la vida y que eso sólo lo decían las malas lenguas y hacía mucho calor y lo tenían que velar y enterrar. Tal vez hubo otras razones que alegaron los parientes. Fueron convincentes, porque se consiguió el permiso para darle “cristiana sepultura”
Al rato ya estaba el finado en lo que sería su “lecho eterno”, un cajón lustrado con asas doradas en la sala de su casa. Recién pintada, con piso de cerámica brillante y otros arreglos que se hicieron para celebrar la boda en febrero. Ahora no habría casamiento. Sólo funeral.
La gente iba y venía. El calor era húmedo y pegajoso. Todos mostraban rastros de sudor en las ropas de algodón. Las sillas en el patio estaban siempre ocupadas por algún vecino, familiar o amigo del difunto.
Ya no había un lugar vacío en ninguna parte de la casa. Los chismes volaban como palomas en los tejados.
¿Qué no son esos los hermanos Benítez? Sí, esos que bajaron del caballo. Y dan los pésames a María y a su hermano.
¿Vieron que hablaron de balde? Si lo hubieran matado no hubiesen venido.
¿Y quién es la gorda que grita? ¿Es María Elena, la hermana del juez? Sí. Ella es.¿Y quién es la Juana, a quién acusa de asesina ? ¿Qué no sabes? La mujer del juez, hace tiempo, desde que enviudó. ¿La que tiene un hijo de seis años? Ese mismo, no reconocido, pero hijo suyo.
Miren, miren. Ahí está la maestra con Sor Teresa.
¡Qué linda es Rocío! ¡Y qué cutis blanco y qué hermosos ojos!
Huellas de llanto en las mejillas. Llora frente al que debía ser pero no fue.
.
En una tregua de las conversaciones, se oyeron los Dios te salve....
Que se vaya esta mujer, asesina, caradura, sinverguenza, grita María Elena arrojándose sobre Juana
Déjenme, que yo haré justicia..Lo mataste porque nunca se casó contigo.
No sea así señora, ella tiene derecho a estar aquí.
¿Por qué me acusas a mí? ¿Por qué no a Eulalia, que siempre lo odió porque no volvió jamás con ella? ¿O Blanca, que tuvo un hijo suyo y él jamás lo reconoció? A mí siempre me quiso, nunca me abandonó.
Alguien pidió más respeto y por un instante todos guardaron silencio.
Como si hubieran obedecido una orden, todas las miradas se posaron en Rocío. Seguida de Sor Teresa, se dirigió hacia la puerta con un resto de su dignidad perdida después de todo lo que se enteró.
¿Quién era el hombre con quién iba a casarse? ¿El que decía amarla sólo a ella? ¿El que le cantaba canciones de amor y la había conquistado con su sencillez y ojos sinceros? ¿El que le escribía cartas cómplices y la hacía sentir feliz? ¿El viudo solitario que al fin había encontrado el amor? Qué no tenía compromisos con nadie. No, este hombre de quien todos hablaban no era Ramón, su Ramón, el que ella conoció, el que amaba a su familia, ayudaba a los demás y censuraba los vicios y la corrupción. No podía tener otras mujeres, otros hijos, otros compromisos mientras la enamoraba.
Unas horas en su velorio le hicieron conocer más sobre él que en un año de relaciones.
¡Qué risa! ¿Qué no es que cuando morimos todos somos buenos? El dicho se había vuelto al revés. Su cuerpo estaba aún caliente en el cajón y lo tachaban de corrupto, mal padre, mujeriego, ladrón y ¡horror! hasta se insinuaba que había asesinado a su mujer.
¿Era Ramón el hombre que estaba en el féretro? Para ella se convirtió en un desconocido.
Al día siguiente el sol pintó el horizonte de naranja furioso, anunciando otra jornada salvajemente calurosa. El viento norte sopló con fuerza alterando todos los ánimos.
La comitiva llegó al cementerio con el ataúd sostenido por amigos y parientes.
El sonido de la tierra sobre el cajón volvió lúgubre el llanto de las mujeres en la mañana estival.
Una lluvia inesperada mojó a los presentes que se mantuvieron impávidos hasta que desapareció el féretro bajo tierra.
Los comentarios sobre la misteriosa muerte de Don Ramón no amenguaron, al contrario, recrudecieron después de la novena. Los hijos del finado pidieron una investigación. Querían saber el nombre del asesino. Exigían justicia. Y acudieron al comisario del pueblo.
Ocupaba el cargo desde las últimas elecciones, unos tres años atrás.
Su obesidad lo había convertido en un hombre afable y tranquilo. Solucionaba los problemas que se presentaban eligiendo el camino más sencillo. Su lema era “no complicarse la vida” porque esta era complicada de por sí. Preocupado por su futuro, decidió estudiar en la ciudad vecina la carrera de Derecho. No le importaban las canas que peinaba, porque decía que nunca era tarde para el estudio. Después de tres años cursaba el segundo curso en horas de la noche.
Así que esclarecer la muerte del juez fue un terrible problema. . Porque eso significaba trabajo. Y él era alérgico a una sobredosis, y ya la estaba teniendo.
Para él, la cosa era suicidio cantado. Todos decían que no, que no podía suicidarse en vísperas de su casamiento.
¿Cómo que no podía suicidarse? Nadie sabía qué pasaba por la cabeza de un viudo con más de cincuenta años. Tal vez tenía una enfermedad terminal y no quería amargar a sus parientes con eso. O no podía olvidar a la finada. O tal vez fuese verdad lo que veloces lenguas repitieron cuando ella murió. Que la mató porque no la soportaba más. Y los remordimientos dormidos, despertaron. Vaya uno a saber.
Además, en el lugar de los hechos, comprobó que la puerta del despacho estaba cerrada con llave. Por dentro. Él la cerró para llevar a cabo su propósito. Y el revólver, era suyo.
Claro que la ventana abierta podía ser una salida para el asesino, si fue asesinado.
Y no podía negar que mucha gente se alegró con su muerte. Muchos tenían motivos para matarlo. Si los exámenes no estuvieran tan cerca... Maldijo por lo bajo. Si lo mataron, ¿por qué no lo hicieron en otra fecha? Si se quitó la vida, porqué no esperó el otoño? Comenzó la investigación.
Los hermanos Benítez acudieron a la comisaría con cara de pocos amigos. Dijeron que estaban en el monte esa mañana a las nueve. Marcaron algunas reses. Qué quién podría corroborar la historia? Cayetano, el capataz. Y Kaí, el mitái que cebaba tereré.
Pero el capataz no sabía si eran las nueve o las nueve y media. Kaí tenía siete años y no recordaba ni el día lunes. Sí, marcaron animales, pero no estaban seguros de la hora.
Encerró el apellido con un círculo rojo y maldijo soezmente. No podía eliminarlos de la lista de sospechosos.
Los Gómez.
¿Nosotros? No tenemos nada que ver con la muerte del juez. Si llega a saber quién lo hizo, nos avisa, eh? le vamos a regalar el mejor caballo de la estancia. ¿Cómo que por qué?
Por limpiar de carroña el pueblo.
¿Qué dónde estaban a las nueve de la mañana ese día lunes? Pues dónde iba a ser. En el campo, arando la tierra, aprovechando que la lluvia del sábado la había dejado justa para labrar.¿ Quién podía dar fe de eso? Después de las explicaciones de lo que significaba” dar fe” respondieron: sólo los cuervos que sobrevolaban el lugar porque había muerto un carpincho y los restos....interrumpidos por la autoridad, agregaron que siempre iban solos a la chacra. Nadie podía decir que estaban ahí, pero aclararon, tampoco nadie podía decir que estaban en lo de don Ramón,¿Cómo que por qué? Porque estaban en la chacra.
Un nuevo círculo rojo sobre el nombre de los hermanos le dejó con malhumor.
Días después interrogó a Saturnino.
A esa hora estaba en el almacén que atendía con su hermana.. ¿Por qué habría de odiar al juez? En todo caso debería odiarla a ella, que lo había rechazado.
Le pareció lógica la respuesta. El problema fue que nadie estuvo en el almacén a esa hora, nadie lo vio. O sí. Sor Teresa pasó por la vereda, iba hacia la iglesia, pero no estaba seguro que lo viera. Sólo su hermana podía atestiguar. Pero ¿era su hermana, no?
¿Quién entiende a las mujeres? Saturnino era un joven bien parecido, alto, fuerte, cuyos bíceps potentes escapaban debajo de las mangas de su camisa, mientras que el finado era bastante mayor, obeso y muy lejos de ser apuesto.
Ambos tenían la misma posición económica, así que no tenía nada que ver el dinero con la elección.
¿Qué conquistó a la maestra? Algo habrá tenido el juez para despreciar a Saturnino por él.
Los Montero parecían nerviosos. Dijeron alegrarse por la muerte del viejo. Que seguro estaría en el infierno pagando por todas sus tropelías. Con gusto lo hubieran matado. Pero no lo hicieron. Y si hay justicia, esas tierras que les pertenecieron desde la llegada de los españoles, esas, que están cerca del arroyito, volverían a ser de la familia. ¿A las nueve? Estaban todos en el campo. Pregunte a todo el personal, claro.
Al fin eliminó un nombre de su frondosa lista.
Juana contó llorando cómo amaba al juez. Él no quiso casarse por los hijos, pero se entendían así. Cuidaba bien de ella y de su pequeño. Y si tenía otras no le importaba, ¿para qué preocuparse si le respondía siempre?.
Se estremeció su busto impresionante al compás de los sollozos. ¿Matarlo por qué iba a casarse? No. Lo prefería casado con otra que muerto. Sin él no podría vivir. Y él había prometido asistirla. Siempre cumplió con sus promesas. ¿A las nueve? En la cocina. Preparando la comida. No. Nadie la vio. No, no tenía empleada. Era de poco salir.
Un nuevo círculo rojo alrededor de su nombre indicaba que no tenía coartada. Pero tuvo la corazonada que ella era inocente.
Eulalia era algo mayor.¿Por qué la molestaban? Hacía años que no hablaba con el juez, seis, para ser exactos, uno después de enviudar.¿Por qué habría de matarlo? Lo suyo era historia antigua. ¿A las nueve? En la misa. Claro. Ella no faltaba ni un día de la semana. ¿Quiénes la vieron? Todos los feligreses. Y el padre Venancio, por supuesto.
Con satisfacción tachó otro nombre de la larga lista.
Blanca. Fue una burla ponerle ese nombre. Negra como el demonio. Mulata de piel lustrosa. Hijo negro como noche sin luna. Tal vez por eso Don Ramón no le dio su apellido. Mi negrito es hijo del finado. Claro, él no lo creyó. Y que se pudra en el infierno por lo injusto que fue con nosotros.
¿Qué por qué lloro? De rabia, nomás. Pero no lo maté. Y eso que lo merecía.
Sus pechos inmensos se agitaban como botes en aguas tormentosas cuando gesticulaba.
Juro que quise matarlo, muchas veces. Pero no lo hice.
¿A las nueve? En casa de los Sarquis, todos los días, de lunes a lunes. Hago los trabajos de la casa. Hace años.
Y borró su nombre de la lista.
Llamó a Rocío y le preguntó dónde estaba a las 9 de la mañana ese funesto lunes. Fue al convento para buscar a Sor Teresa, su confidente.
Sor Teresa dijo que no vio a Saturnino en el almacén, porque no se fijó, cuando pasó para ir a la Iglesia. No sabía la hora. Pero a eso de las nueve estaba en su despacho, ordenando los documentos que debía entregar a un superior.
La señorita Rocío había venido a verla. Cerca de las nueve, tal vez nueve y media. No lo recordaba con exactitud.
El arma se había enviado a la capital para buscar huellas. Pero había vuelto con un informe que decía que las únicas que se encontraban eran las del juez.
Los días pasaban y no sabía cómo había muerto el juez. Ya ni estaba seguro de su teoría del suicidio.
El azar acudió en su ayuda.
Lorenzo, un vago borracho, como todos los que hay en cada pueblo, murió de un infarto en su celda. Lo habían encerrado días atrás, por causar alboroto en el pueblo.
No tenía parientes ni amigos, así que tendrían que pagar el cajón con contribuciones de la municipalidad y la iglesia.
La coincidencia del día lunes le dio la idea al comisario. Dos muertes en un mes. Las dos un día lunes. Recordó que el finado había amenazado de muerte al juez cuando lo envió a la cárcel, meses atrás, por robo.
Diría que había encontrado al asesino. Lorenzo. Que había confesado antes de morir. Así, si fue suicidio, nadie lo sabría, se salvaría la honra de la familia. Y si alguien lo asesinó, pues que lo pagase con remordimientos o en el infierno, y no él, con tanto trabajo y los exámenes encima.
Contento con la idea, la puso en práctica.
La noticia corrió como el viento.
¿Vieron que no era cierto lo del suicidio? Mediante la inteligencia del comisario se supo la verdad.
Los Gómez no dieron el mejor caballo de la estancia al comisario. Ellos aclararon que se lo iban a dar al asesino como premio. Y que en el infierno, donde seguro estaba ahora, no le serviría.
Pero le regalaron uno por la “excelente labor” desplegada.
Pusieron a Lorenzo en un cajón sin lustrar. Le quedaba chico, pero le doblaron los pies y cupo perfectamente.
Nadie lo veló. Sólo dos conscriptos, que evitaban mirarlo porque tenían miedo de los difuntos.
-Sigue-dijo el padre Venancio.
-No pensaba matarlo. Sólo quería asustarlo.
Mientras iba hacia su casa, crecía en mí la idea que él merecía morir.
No podía desenmascararlo, porque al hacerlo, caería primero yo.
Quise recordar algo bueno de lo que fue. No me quedó nada. Nunca dijo palabras cariñosas. Sí, la ternura de algunos recuerdos, como cuando me acariciaba los cabellos o besaba mis mejillas cuando el llanto me ganaba.
Él me negó todo sobre su casamiento. Yo quería hablar. Dijo que era imposible, que podían vernos y que eso era muy peligroso .Que me fuera. Ya.
Sus ojos pequeños, formaban una línea recta bajo sus párpados hinchados. Sus finos labios temblaron de cólera cuando dije que no me iría, que primero debía oírme. Comprendí que nunca me amó. Siempre mintió.
Me echó. Dijo que no volviera hasta que me llamase.
No. No habría más llamadas. No habría más mentiras. No habría más besos. No habría más nada. .Y disparé
-¿Cómo lo hiciste?.
.Cerré con llave la puerta, borré mis huellas del arma con un pañuelo , la puse en su mano por breves instantes y después la dejé a un lado.. Huí por la ventana.
Mi corazón bailaba en mi garganta. Mis pies volaban por el patio trasero de la casa, la calle giraba bajo mi sombra, yo reprimía los deseos de vomitar. Nadie me vio en la calle solitaria.
Apenas llegué a tiempo al convento por la huerta..Unos minutos más y Rocío no me hubiera encontrado..
Me hundí en la oración Busqué fuerzas para salir de esto, que creí era seguir viviendo, ahora sé que no lo es.
Ya no quiero vivir, padre.
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