Una luz mortecina se sumaba al martilleo gris de la lluvia sobre la acera. Al rededor todo estaba teñido de un salpicado y húmedo blanco; de un hálito de nubes dispersas y gazas de neblina peregrinando por en mundo de los vivos. Dolía en los huesos el frío de muchos inviernos iguales, al fuego crepitante de un hogar y a la luz de una vela cómplice. Dolían risas y dibujos torpemente boceteados por la mano de un niño inquieto; dolía la presencia (reducida ahora solo a la faz mullida y entintada en lágrimas de un duelo vagamente resuleto) de una joven mujer sentada en el diván, observando los movimientos del pequeño. Él sonreía, jugaba, imaginaba y describía en el silencio de su mente insondable cada paso que imaginaba para la historia que se tejía en los dedos que aprisionaban gentilmente los lápices de colores.
Muchas veces ella se había asomado en los marcos de la puerta, con un gesto gentil que acrecentaba su belleza simple, estilizada, grácil y maternal. Sonreía, con gesto dubitativo pero cómplice, y le preguntaba si podía entrar.
"-¿Te acompaño?- preguntaba-.
"-Bueno - sonreía entonces el niño, volviendo nuevamente a lo que estaba antes de oír ese llamado, que si bien no era el de su madre, era caro al corazón como la niebla de los bosque cerrados del sur... de aquella tierra en la que su alma había crecido al amparo de desvanes polvorientos y al alero de libros amarillentos y derruidos por el paso del tiempo imperecedero.
Entonces, pasado un rato, cuando el niño estaba dibujando, alzaba la hoja, triunfante, y con una sonrisa radiante esperando el veredicto de la doncella:
"-¡Qué bonito! - respondía ella entonces, y guardaba silencio-.
"-¿Nada más que bonito? -.
Una mueca de desilución torvaba entonces la sonrisa del infante.
"-Lindo - asentía la mujer, desordenando el pelo de su interlocutor. Luego rompía a reír y el muchachito abrazaba su triunfo, pues sabía de sobra que ella era de pocas palabras. En muchas veladas juntos, aveces ninguno soltaba un sonido a favor o en contra del otro. Él dibujaba, aplastaba los controles del Nintendo, o veía televisión. Ambos sabían que no estaban solos y de pronto, aunque otros intereses mediaran, parecía que hablaban a través de los susurros de las almas silenciosas.
Hacía tanto frío que de pronto el mundo parecía las manos de un cadaver...
"-Falleció en la madrugada - dijo una voz femenina-.
"-Yo estaba allí cuando murió - añadió un muchacho-.
'Ya estás descansando...-.
Los diez, los trece los quince y los diesiciete. Primeros besos escurriéndose por las bocas de niños tímidos e insensatos, años pasando a vuelo de pájaro, una niña de arena y vainilla envolviendolo en un abrazo. Hacía años que no boceteaba acompañado de aquella mujer...
'-Y ahora solo quedan en tu cuarto nuestros recuerdos - dijo, tomando con fuerza y suavidad las manos de aquella estatua de súbito marfíl níveo. De pronto la muerte había tomado la forma de un copo de nieve y había paz en aquellos ojos largamente expuestos al letargo de la enfermedad-. Te... te han puesto tus mejores ropas-.
"-Hijo, pronto vendrán a buscarla...-.
"-Me gustaría estar a solas un minuto con ella, madre-.
Un discurso de adiós para aquella hija de reyes; para la doncella de los largos y ondulados cabellos de oro pálido y ceniciento. La niña de arena estaba ahí y tomó la mano del artista mientras la piedra cerraba la boca putrefacta. La niña de arena le dijo algo que jamás pudo recordar. Lo abrazó y se despidieron...
En medio del llanto del cielo hecho trizas las puertas de aquel océano de piedras espectrales se abrió a los pies tímidos del joven artista. La niña de arena ya no estaba a su lado ni tampoco la fragancia de su cabello, pero había paz en su corazón a pesar de que las estatuas y cruces al rededor recordaban el agrio hedor del dolor desnombrado. Nombres enmarcados en el polvo del crepúsculo del mundo desfilaban cuando él miraba las lozas; no conocía a ninguno de los que allí dormían e ignoraba por completo sus historias. Pero ellos sabían quien era y a qué había ido a ese lugar.
De pronto dejaba de llover y un rayo de atardecer se filtraba a través - y más allá-, del velo.
Entonces una silueta se erguía sobre la boca de la muerte cerrada y sonreía. Vaga en un torbellino de recuerdos, de llanto atragantado, pena absorta y felicidad inexplicable, su mente se remontaba a los viejos dibujos. Al "qué bonito" y al amor mudo de la tersa piel de la doncella. Todavía de pie, el muchacho murmuraba unas palabras y abrazaba el cielo con los ojos. Y las lágrimas, tan recurrentes y tan, a la vez, caras e infrecuentes, brotaron a través de las cuencas del atardecer. Y volvió a llover.
Una rosa de colores indistintos, entre roja y tenebrosa, acarició la superficie de hueso del sepulcro y el océano gris volvió a decaer en la sombra del sueño sin retorno. La niebla nutrió entonces las raíces del mundo más allá de los vivos y la ventana se cerró.
La lluvia se multiplicó como monolitos en un cementerio.
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