Quería descansar. De tanto estar despierto para recordar lo que soñaba , había agotado ya sus fuerzas. Quería sentirlos. Creerlos. Los tantos actos subconscientes: Desvanecían. Y nada sonaba más que los insectos del jardín. Los ojos querían ya ser cerrados, la cabeza pesada como los años que llevaba encima, y las manos... las manos que construyeron se dieron cuenta de que también podían echarlo todo abajo.

Los pies en la cornisa del lugar donde solía maravillarse con la inmensidad. Extendió los brazos queriendo sostener la ciudad con todas sus luces. Y tan pronto sintió el viento frío con el cual ella se anunciaba supo que era el momento de acabar con el incesante martillar en su cabeza, con el vacío de su estómago, el temblor de las rodillas y el agudo sonido en sus oídos. Se hundió profundo en el negro, profundo en lo blanco. Y alzando la vista pudo ver las estrellas que brillaban tanto como los ojos que ahora empezaban a llorar. Y llevó la mano a su bolsillo, los pies se corrieron un poco, los ruidos se volvían ya exasperantes, y metálico y frío lo llevó a su cabeza. Y mientras su mano no dejaba de temblar, la sangre quería salir de sus paredes. Y en los ojos las luces que de noche veía por vez última. Y en su corazón, el latir que había silenciado por siempre a los insectos.

Lo apretó con sus dedos. Los pies dejaron la cornisa.