En algún lugar del islote, el hombre, agobiado por la vergüenza y el opresivo pesar que atenazaba su pecho ante la muerte ineludible e inmediata, dejó vagar sus pupilas celestes por la bahía resplandeciente. El sol, perezoso, asomaba tras su contorno oriental.
Cerró los ojos. El aire salado y frío del invierno patagónico le recordó otro lugar, lejano, en el que había nacido y transcurrido la mayor parte de su vida. Quizás por regresar allá cargado de honores, gloria y riquezas, había incurrido en los incalificables actos por los que había sido condenado.
En el juicio, celebrado en ese mismo islote, había admitido los cargos y hasta los había ampliado, convirtiéndose en un durísimo fiscal contra si mismo Y también se había arrepentido, sinceramente, con altura, sin pedir ni aceptar clemencia. Su Capitán ya lo había perdonado. Lo único que deseaba ahora, era morir como un caballero y entregar el alma a su único y verdadero Dios.
Volvió a posar la mirada en la bahía azul y la dejo deslizar hacia las lejanas elevaciones moradas, que la circundaban. Es un bello lugar para morir, pensó.
El hacha de metal bruñido siseó en el aire, relampagueante, trazando su parábola justiciera y con un seco crujido separó del cuerpo la cabeza del hombre. Los cabellos rubios y largos manchados de sangre y barro, enmarcaron el rostro pálido y la mirada clara, que por un instante aun, percibió el azul del mar. Luego, la oscuridad.
Corría el año 1578 en la bahía de Puerto San Julián. Thomas Doughty, marino y caballero inglés, amigo personal y lugarteniente del Capitán General de Flota, Sir Francis Drake, estaba muerto.
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