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Las noches de alcohol, pastillas de uso médico y un par de inyecciones definitivamente me habían desviado de lo que se llama el buen camino. Mis vacaciones en aquella zona rural de Chile se estaban acabando, y mi drogadicción y desvaríos me habían causado la pérdida de mis compañeros de viaje, que, de seguro, no estarían muy preocupados por mí. Mi decadente andar me había conducido, llevado a duras penas más bien, hacia el único lugar donde se escuchaba música decente. Dvorak sonaba a todo volumen, y cuando el silencio se impuso por unos breves instantes en la negrura de la noche sureña, fue el mismísimo Mozart el que me guió hasta una casa de madera, iluminada por completo a orillas de un río cuyo nombre no recuerdo ahora.
Encontré sin mayor dificultad el camino que guiaba hasta la puerta, y en un acto de demencia, toqué la puerta. Un amigo me había mencionado aquella casa, en caso de que necesitara refugio en mi desventurado y drogado vacilar. Una mujer de unos cuarenta años me abrió la puerta sin mayor parsimonia y me hizo pasar. No me preguntó nada, ni se fijó en mi penoso estado. Está de más decir que si hubiera querido iniciar una conversación conmigo hubiera sido inútil, pues mi sistema nervioso, con su carga pastillosa no funcionaba del todo bien, con lo que se me hubiera hecho difícil pronunciar palabra alguna. Caminé hasta una terraza y me tiré en una poltrona apolillada, pero muy cómoda por sus cojines multicolores, con demasiadas ganas de dormir y reponerme para irme a la mañana siguiente. El río pasaba tranquilo e invitaba con su suave murmurar al descanso, así que le hice caso y me dormí.
No pasó mucho rato, pues una taza de un brebaje caliente, que al beberlo identifiqué como chocolate, me despertó. La mujer tenía puesto una camisa de hombre que le quedaba muy grande, y unos pantaloncillos cortos. Con un par de sorbos al chocolate, reponedor y que extrañamente me puso lúcido como antes de comenzar mi via crucis a la perdición, logré escuchar sus preguntas. Al cabo de un lento y penoso proceso de comunicación de mi parte, logré comprender algo. Ella era la tía de uno de mis compañeros de viaje, tenía esa casa fruto de un divorcio, trabajaba en no sé que compañía telefónica y estaba descansando de su trabajo en aquél idílico lugar. Le pregunté si estaba sola; la camisa de hombre me extrañaba. Dijo que sí, o al menos eso creí oír. La camisa era de un hermano de ella, y se le había quedado allí hace ya mucho tiempo y había decidido usarla de pijama aquella noche. Me lo creí y continué bebiendo, a sorbitos, mi chocolate. Todo tenía un ambiente familiar, hogareño, relajante y de quietud. La música suave a nuestras espaldas, el río con su murmullo, la noche enferma de estrellas que miraban con su único ojo, los grillos, las débiles luces de la casa y del cuarto menguante de luna, el chocolate, todo estaba en su sitio, todo dispuesto para una velada agradable con esta señora, un buen sueño y un mejor despertar. Hasta se me pasaron las ganas de suicidarme que tenía.
De pronto, ella se levantó. La conversación había entrado en esa etapa odiosa, donde se tranca y se producen largos silencios que no son amenos, sino que muestran la falta de un tema común. Volvió al rato, suficiente para no dormirme y lo justo para que me entrara el sopor de la fatiga etílica. Traía dos vasos y una botella de vino blanco. Por un momento pensé en rehusarme y decirle que no bebería, pero vi un brillo en sus ojos que me hizo dudar, y terminé con una vaso llena de vino en la mano. Prendió un cigarrillo y me dio uno. Hablamos largo y tendido. Yo era un tanto mayor que su sobrino, y eso parecía agradarle. Fue de él de quien hablamos primero. El alcohol me despertaba y volvía a sumergirme, lentamente, en el sopor, pero hacía que estuviese más amable y comunicativo. Ella estaba encantada, y sus ojos brillaban plácidamente al oírme hablar. No sé cómo, no me di cuenta, pero pasamos de hablar de su sobrino a su familia, y de allí a sus ancestros, alemanes y otros europeos llegados en distintas épocas, hasta el temible golpe de estado y la situación política del país en ése entonces. Allí intenté no mostrarme muy enfático en mis comentarios y seguir sus ideas para evitar problemas, no quería que se disgustara y ya estaba tan bien puesto en la poltrona que levantarme me hubiera causado una incomodidad tremenda. Me dijo que no había huido, que se había quedado y que pasó de las juventudes comunistas a ser mirista, y que había participado en varias operaciones, como informante y escondiendo materiales y armas. Me incomodaba un poco, mi época no era ésa, yo era un representante de la generación holgazana, de los nacidos en dictadura, de los que la política nos importaba lo mismo que la religión. Siguió narrándome sus acciones de aguerrida militante de izquierda, con sus amoríos rotos por el exilio, las muertes y las desapariciones. Tenía un novio, Marcos, por aquél entonces. Había llegado de España a hacer la revolución, y tenía entrenamiento militar. Hombre culto y estudioso, gran teórico y estadista, visionario y, en el fondo, pacifista. Todo un intelectual que la encantó por su belleza y acento. La noche antes de su desaparición, hicieron el amor en una camioneta, entre fusiles y bombas, donde él le recitó al oído los más tiernos poemas de amor que ella hubiera escuchado jamás. Tras la abrupta separación, ella se desquició, cayó en una depresión que la transformó y cambió por completo. No volvió a enamorarse en varios años, bajó de peso, su pelo y hasta su actitud frente al resto se volvió más agresiva. Su único objetivo era ver el día en que la revolución triunfara y se hiciera un monumento a los caídos, a los que dieron su existencia por lograr el sueño de un país más justo y donde no existía la opresión del hombre por el hombre, y el nombre de su amado figurara entre ellos. Y vengarlo, sobre todo vengarlo, asesinar a los malditos que le negaron el amor y silenciaron los carnosos labios de poeta de Marcos y le condenaron a no tener digna sepultura. Yo la escuchaba atento y no pronunciaba palabra, creía que era el vino lo que la hacía sincerarse con un desconocido y que se le pasaría en un rato. Continúo su relato, diciéndome que se entrenó en el manejo de armas, aprendió a hacer bombas y a manejarse en tiroteos y situaciones que “tú, burguesito, jamás verás más que por televisión”. Al tiempo, asesinó por primera vez. Era un policía, un guardia de un cuartel donde un par de agentes de su bando habían sido confinados a esperar la llegada de militares que los ajusticiarían, eso fue en un pueblo del sur, de nombre largo y complicado. Le disparó de lejos y recuerda su cuerpo cayendo lentamente, mientras balas enemigas silbaban a su alrededor y sintió la embestida de los sentimientos encontrados, el cómo todo su pasado en un colegio de curas y el amor por el prójimo, toda la educación adquirida en casa, profundamente cristiana, morían al caer ese hombre y se le escapaban como la sangre que salía a borbotones de su víctima. Sintió como todo lo que había sido alguna vez moría y en su lugar nacía el odio y la incomprensión frente a sus enemigos. “Ni perdón ni olvido”, me dijo, con la vista fija en el correr del río, y con los ojos brillosos, no sé si por alcohol o emoción.
Luego vinieron más asesinatos, “ojo por ojo, diente por diente”, a otros guardias, a militantes nacionalistas, un par de empresarios ligados al gobierno bastardo, pocos, pero los suficientes para señalarle a los que se proclamaron amos que existía un puñado de valientes dispuestos a darles batalla antes de caer. Y cayeron, y cayeron hasta que los pocos que quedaron escaparon y ella tuvo que huir a Europa, despreciada por su familia y siendo perseguida por los militares. Huyó entre lágrimas de rabia y sintiéndose cobarde por no cumplir su promesa a su amado. De Europa llegó, casada y con un marido empresario, que la amaba y que ella dejó de amar como quien deja de fumar, y se hizo con un puesto vitalicio en una compañía, con la casa al lado del río y con otro par de propiedades tras un jugoso divorcio. Ahora, en su descanso, se dedicaba a escribir y estudiar la teoría económica vigente, para criticar su individualismo y su mediocridad mediante escritos que publicaba en un diario, con el fin de incentivar a las nuevas generaciones a la lucha de las furiosas banderas rojas agitándose. Yo me reí un poco y le dije que era tarde y tenía sueño. Ella me miró y me preguntó si yo estaba dispuesto a hacer el intento por construir un mundo mejor. Ahí fue cuando supe que debía suicidarme de todos modos, que no tenía sentido mi existencia y que ni siquiera el soñar con un mañana mejor me atraía. Le di las gracias por todo. Ella preguntó algo así como adónde iba a dormir, y yo le respondí que no dormiría. Ella me miró y me dijo que lo que yo iba a hacer no era necesario. ¿Por qué?. Porque tú ya estás muerto, estás vencido incluso antes de luchar. Lloré de rabia. Sentí como sus brazos me rodeaban y su cuerpo pequeño junto al mío, y supe que faltaban un par de cosas que vivir, y que, por desgracia o suerte, tenía que buscarlas. Lo último que supe de mí aquella jornada fue cuando ella revisó mis bolsillos y me quitó las pastillas con las que iba a morir. Marcos existía aún , después de todo.

Texto agregado el 02-06-2005, y leído por 136 visitantes. (0 votos)


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