El paso
Amanecía dócil como la hierba. Regresaban picaneados por la añoranza, lanza que se acuñaba ya rasgando el futuro.
Una luna tarda y demorona abría surcos pálidos en el cielo.
Tempranero en el aire. El camino largo, despuntaba con ellos. Extendían la mirada, y descubrían, a lo lejos, sobre el horizonte, recostado entre los naranjas de la aurora. la oscura cinta del monte deshilachado de álamos, que marcaba la mitad de la marcha.
Desde allí, los campos comenzaban lentamente a encabritarse, erizándose en sierras y cayendo en quebradas... y el sangrador, honda cicatriz, que unía aquellos dos opuestos paisajes. Planicie y serranía, en un puzzle de verdes y pardos. Allí en una hendidura de dos metros de profundidad. la tierra negra se abría exhibiendo sus entrañas. Explayada entre dos barrancones con fondo de piedra arenisca, corría la agüita, cristalina en la quietud. Un zambullón y nuevamente el ascenso. Por un lado el campo verde y liso como mesa de pool, por el otro el monte orillero donde comenzaba el mundo de los contrastes. Como dintel de una puerta, la picada nueva, mostrando el llanto de savia de los troncos de los árboles recién cortados.
Sin prisa, saboreaban cada instante. El vuelo precipitado y chillón de las perdices que levantaban a su paso; el mugido del ganado saludando al nuevo día, el olor fresco del pasto húmedo de rocío, el lento desperezo de la llanura en primavera.
Los rostros angulosos y los ojos negros e inteligentes, recibían el aura mañanera, uno requintando el sombrero, el otro moviendo sus orejas. Ambos machos y corajudos, uno gaucho joven, el otro doradillo cabos negros. El primero marcaba su sello en la vida, el segundo galopeaba firme en los chilcales. Ambos bien camperos, robustos, grandes y criollos. Los dos, atentos y de “buen andar”, uno buenísimo de lazo, y el otro dócil de boca. Una dupla perfecta, un centauro de camino al sol, que dejaba al marchar, un rosario de historias de trabajos, campereadas y paleteadas.
Jinete y caballo, con el brío intacto y los tizones del instinto rescoldándoles el cuerpo, en silencioso diálogo, cortaron las primeras horas de viaje. El reloj apuraba el tranco en la subida y sólo amainaba el paso para escuchar mejor, alguna coplita entonada entre pucho y pucho.
Picaba el sol cuando llegaron al conocido sangrador, que ahora estaba crecido. Ya no era el mismo: Campo abierto, zanjón y picada, se habían transformado, en campo, agua y monte. Unos escasos baldasos de cielo habían bastado para duplicar su cauce, borrar las pendientes y ocultar las fauces de las barrancas. La breve y copiosa lluvia nocturna, corría ahora persistentemente por la tierra, se deslizaba proveniente de los escurrideros como pequeñas venas y venía de entre cerros y quebradas para reunirse allí, y formar un profundo estanque, de donde emergían temblorosas las ramas de los sarandíes. El nivel lamía los verdes pastos de la pradera. El recordado breve zambullón que apenas humedecía las cinchas, ahora tenía un ancho de unos 8 metros, lo que daba tres o cuatro largos del caballo. Apenas había corriente, pero el agua turbia no permitía ver las pendientes del barranco y menos calcular la profundidad.
Se detuvieron un momento vacilantes calibrando la situación. Quedaban aún unas cuantas horas de viaje, pero menos de las que le restaban de luz al día. Administrándolas bien tenían, como ya habían previsto, un buen margen para hacer un alto y descansar. Así que con un leve cambio de planes, acamparían para comer en los ombúes de la tapera y allí en el descanso planificarían la estrategia de vadeo. Giraron y volvieron apenas sobre sus pasos.
En una isla de sombra desensilló y dejó al animal a su libre albedrío. El montecito redondo, estaba oloroso y fresco como una mujer. Armó un fogoncito, para asar un trozo de paleta, que comió con una de las dos galletas que había preparado para el viaje. _ Pensó: La otra la dejo para el camino.
Bajo el cecear de hojas de viento descansó el tiempo justo que le llevó idear la forma de no mojarse. Se incorporó arqueando hacia adentro los labios, que emitieron un doble sonido estridente. El caballo que pastaba cerca reaccionó al instante, levantó su cabeza y como a desgano respondió al llamado. Rumiando aún su último bocado de hierba fresca, se dejó ensillar. El hombre armó un rollo con los pelegos, el poncho, las botas y todas sus ropas, que ató con un maneador. Revisó como había quedado el ensille y acortó al máximo las estriberas. Llegado el momento, se incorporaría como un jockey para evitar la mojadura, incluso estaba dispuesto a pararse sobre la montura... no le gustaba nada, tener que hacer mojado el resto del camino. Con la ayuda de un ramplón se sujetó el ato sobre los hombros. Bien alto “arriba de las paletas”. Palmeó la mandíbula del caballo, emparejó las riendas y montó.
Centauro hasta los ombúes y ahora!! Mezcla rara de indio, carrerista, paisano y bicho. Mutación de caballo, gaucho y cebú. Abajo el doradillo, que por primera vez en lo transcurrido de la jornada, parecía no entender nada en absoluto. Arriba el jinete, desnudo, semi-arrollado sobre los estribos, pañuelo al cuello, sombrero aludo y un bulto en la nuca.
Todo estaba previsto. Se “paraba en los pedales” mientras el caballo pasaba a nado y ya en la otra orilla, volvería a ensillar como Dios manda. Estribos, pelegos ropa seca y botas... en su lugar y como corresponde. Después sin prisa, vendría el tramo final, con el disfrute de esas serranías de tiempos pasados, tan conocidas, tan correteadas, tan añoradas. Para eso había guardado una galleta. Para evocar su adolescencia, donde el hambre de aventuras hacía pencas con el estómago; cuando recorría las quebradas vaciando voraz sus bolsillos. Esa galleta que había quedado fuera del atado, estaba envuelta en el pañuelo, que volvió al cuello con la preciada carga. Como un San Bernardo con su barrilito, rumbeó hacia el paso.
De cara con el insondable espejo, el doradillo corajudo, no se inmutó. Con todo cuidado metió sus manos en el agua, luego las patas y comenzó a avanzar derecho por el declive del barranco. Tranquilo, serenísimo, tanteando cada paso... y el agua subiendo, tapando sus rodillas, las cinchas... Y el caballo avanzando persistente, siempre firme. Bajaba por la pendiente y el agua... subía... y el jinete esperaba el momento en que el caballo largara a nadar. El agua mojó las cruces, avanzó sobre las piernas... llegó a la montura... el hombre se paró en los estribos para salvar del frío sus partes sensibles... y esperaba el nado... y nada... Subía nuevamente por los muslos del gaucho-indio y por la tabla del pescuezo del noble corcel, que continuaba avanzando a paso seguro mientras desaparecían bajo el agua sus ancas, todo el largo de su cuerpo y su mandíbula.– Ahora se va a largar empezará a nadar, pensó el jinete, pero vio con desconsuelo como el equino acallaba al instinto aferrándose terco al fondo de piedra y se hundían los ollares, los ojos... las orejas... y buscó con la mirada la otra orilla que parecía no estar tan cerca, aunque tampoco muy lejos.
Siguió el cruce, lento, seguro, bien pegado al lecho del paso, piedra por piedra, una mano tras la otra, una pata tras la otra y los gorgoritos que emergían de la proa invisible de aquel improvisado submarino. Tan preocupado estaba por el caballo, que no se dio cuenta que estaba parado en los estribos y él mismo con el agua por la quijada. La angustia se le abría paso entre los huesos. Dentro de su pecho, el corazón le latía con clamor de alarma, en el otro, el otro corazón no vacilaba.
Pasó un instante que pareció un siglo; ya había decidido dejar la cabalgadura, cuando sintió que el nivel del agua bajaba rápidamente. Aparecieron las orejas, los ojazos profundos y mansos detrás de una lluvia de cristales, la nariz, como una quilla, aventando de ellas el agua.
Emprendían la subida del barranco opuesto, había pasado lo peor y el doradillo sacudiendo las orejas ascendía con el mismo paso, seguro y firme, llevando el peso y el jinete, a lomos de su coraje.
Como un animal de otra fauna, emergieron totalmente, secando el cuerpo con un temblor de gotas que irisaron el aire. Compenetrados, enderezaron por la picada y atravesaron el monte. En una despejada se detuvieron. Acamparon, para secar un poco el apero y las ropas.
Ambos totalmente desensillados, se expusieron al sol y a la brisa tibia de la tarde. El animal pastaba manso mientras el hombre, tendido en la hierba, hacía girar entre sus dedos el sombrero, la única prenda que había permanecido seca por haber resistido rampante en lo mas alto del mástil.
En el suelo, a su lado y sobre el pañuelo abierto, yacía desmayada de agua, la galleta. Dos pares de ojos la velaban. Ojos que se encontraron frente a frente, al acercarse la bocaza hasta la blanca espuma de pan, apenas quedaban gotas colgando en las tiesas pestañas. Una mano se volvió caricia para subir deslizándose agradecida, por la nariz, la dorada frente y las orejas. Comunión de amigos donde sobran las palabras... silencio profundo del que la voz se libera:
Bueno... y corajudo, siempre lo supe... pero de nadar... nada... es una lástima pero no importa,... si para caminar por abajo del agua. sos buenísimo... ¡¡ “Submarino amarillo” tendrías que llamarte compañero.
En el monte, la risa del hombre resuena, como canto de cigarra.
Larguémonos ya, antes de que se nos caiga el sol, que esta será una buena historia para contar a la orilla del crepúsculo y al calor amargo del mate.
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