El té filtrado de todos los días lo esperaba en la mesa de noche, despidiendo un vapor sinuoso y un olor que se filtraba por las paredes de la habitación. Las sábanas permanecían destendidas y húmedas, dibujando los rezagos de un amor de penumbra de aquellos que lo carcomen todo entre las sombras de la noche, y que se desvanecen como las nubes de verano al contacto con las primeras luces de la mañana.
Sentado en la esquina de la cama, Gonzalo Iniesta chupaba un cigarrillo moribundo. Su mirada de agujero negro, contenía toda la culpa que su cuerpo no. Sólo los anteojos redondos que permanecían empotrados en su semblante desde siempre, disimulaban de alguna manera esa certeza irremediable que dictaba que de Gonzalo, casi no quedaba nada. Apenas la pena, la culpa y dos vidrios redondos sobre sus ojos.
Claro, es bastante difícil que se entienda la cara de encierro de Gonzalo si se cuentan las cosas desde la mitad. El principio, media hora antes de que el cigarrillo moribundo muriera, fue tan fatídico que por primera vez Gonzalo dejó que el té de todas las mañanas se enfriara sin siquiera percatarse de que el olor de canela y clavo se le impregnaba en las tripas. Todo fue tan rápido y confuso, tan de historia ficticia, que no había sabido que responder en el único momento en su vida en el que debió responder. Con una mentira, firme e inexorable. Una mentira tan plagada de verdades ajenas que, por mayoría de votos, terminaría siendo más verdad que cualquier otra. Pero no. La confrontación le cayó tan de golpe, que creyó que, de pronto, catorce fiebres distintas se lo comían. Quedó impávido y comenzó -maldita duda, malditos segundos- a balbucear.
A Valeria le vinieron las catorce fiebres al cuerpo cuando vio, incrédula, como una silueta dibujada, de pelos castaños y pestañas atestadas de rimel, salió del baño de Gonzalo sin más prenda que los vapores propios de un amor de penumbra que, de seguro, se acababa de consumar en esas sábanas ensopadas de lujuria.
Releyendo las últimas líneas de este cuento, comprendo que la situación, a simple vista, no amerita ser contada a manera de cuento. De alguna manera, el escribir un cuento es sobredimensionar una historia. Darle un carácter de importancia. Un cuento, se cree equivocadamente, merece contar solo las historias que alcanzaron una peculiaridad tal, que deben ser escritos a manera de cuento. Graso error. Ni es necesario que un cuento cuente nada nuevo, ni esta es una historia tan típica que no merece escribirse en tantas líneas. Claro, cualquiera podría decir que a cualquiera le pasa que su novia aparece una mañana en su departamento, lo ve a uno desnudo, ve las sábanas arrugadas y huele esa amalgama de sudores, y entonces, todavía inocente, pregunta que carajo pasa. Tampoco es extraño que, justamente después de no saber que decir, que hacer o como demonios hacerse invisible, se balbucee y que, justamente luego del balbuceo, aparezca el cuerpo del delito, preciosa, con los pechos redondos colgando, sin ninguna vergüenza de mostrar una desnudez que no debería provocar vergüenza nunca.
Al fin y al cabo, eso no es lo importante de la historia, del cuento. Lo importante es el té. La taza de té que siempre descansaba en la mesa de noche, cada mañana, esperando que Gonzalo la tomara entre las manos, que la acariciara y se la llevara a la boca. Lo importante es el cianuro de la taza, del té. Lo resueltamente relevante del cuento, es ese cuarto personaje que amaba a Gonzalo con una locura a prueba de toda razón. Un amor desquiciado y nunca revelado, que sorteó toda clase de azares con tal de estar cerca del personaje principal de todos sus días.
El cuarto personaje de este cuento, estuvo siempre en el. Vivió el amor irremediable de Gonzalo y Valeria, sintió y olió cada noche y cada conversación entre los dos. Vivió feliz sabiendo lo mucho que Gonzalo podía amar. Juró que esa mirada, de ojos azules, agrandada por la lupa de sus anteojos, la miraría así, con la misma devoción con la que miraba a Valeria.
Aquella noche, en la que Gonzalo se había dejado devorar por el deseo de un cuerpo extraño, hubo un testigo de la infidelidad. Una persona nublada de celos, de amor y de quien sabe que, que permanecía agazapada tras las cortinas, acumulando todo el odio, toda la decepción de saber que Gonzalo olvidó, por unas horas de sexo, a su amada Valeria. Entonces era inevitable, Gonzalo no podía amar a nadie de verdad. Nunca podría amarla a ella, ni siquiera después de esa mañana, cuando Valeria, luego de una tortuosa agonía provocada por cianuro, muriera de una vez y para siempre.
Fue entonces cuando se le ocurrió pensar que el cianuro alcanzaba para darle muerte, no solo a uno, sino a dos. Pensó en las tres combinaciones posibles. El-Ella, Ella-Valeria, Valeria-El. Finalmente se decidió por la primera. Valeria no tenía más culpa que la de haber amado a su amado. Valeria no haría que Gonzalo la amara. nadie lo podía hacer.
Mientras la cama arrugada sostenía dos cuerpos abandonados al cansancio y al sueño, nuestro cuarto personaje ingresó a la habitación, caminó hasta la cocina y abrió el microondas, donde la taza de té todavía helado, esperaba la mañana, para recién calentarse e ir a parar a la mesa de noche de Gonzalo.
Luego saldría del departamento, bajaría hasta la calle, caminaría unas cuadras, compraría una gaseosa, y vertiendo el cianuro en la bebida, la tomaría, recostada en un parque para que nadie se percate de su muerte hasta horas después.
Gonzalo quedaría vivo. Con la cara de encierro, con la culpa acumulada en la mirada, y con el té frío mirándolo con recelo, sabiendo que su destino, esta mañana, no sería unos labios, sino el alcantarillado.
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