Los gatos echarán de menos la alfombra.
Jorge Cortés Herce
Si los gatos supieran hablar, la tragedia se habría evitado, o quizá estaría contando esta historia desde la antesala de la silla eléctrica.
Habíamos pasado siete días en casa de Tere, en New Jersey, diariamente hacíamos un recorrido de tren de más de una hora para llegar a Manhattan, así que después de esa semana del mismo trajín de ida y vuelta, buscamos la forma de pasar algunas noches de lleno en la gran manzana, pero los hoteles estaban a reventar.
Mi prima Tere, tratando de complacernos nos sugirió ocupar el apartamento de uno de sus amigos, en Hoboken a sólo unos minutos de Nueva York. Su propuesta sonaba interesante, excepto por el hecho de que nos estaba prestando un departamento ajeno, del que tenía llaves solamente para ir a alimentar a las mascotas y regar las plantas de Alberto cada tercer día.
Su poder de convencimiento, se alió con nuestra lasitud para aceptar ideas locas y una tarde en que estaba por entrar un huracán, llegábamos de okupas al departamento de Alberto. El regresaría dos semanas después, así que probablemente ni tendría que enterarse de nuestro paso por su casa.
Conocer a alguien, desde esa privilegiada perspectiva, es decir, por sus objetos personales, sus álbumes fotográficos, la decoración de su casa, fue nuestro juego durante esa noche en que debido a la tempestad, estuvimos encerrados y sin energía eléctrica. Antes de dedicarnos a reconstruir como forenses, el perfil de nuestro inopinado anfitrión, bajé a la tienda a buscar unas velas, unas botellas de vino y unos sándwiches, siguiendo nuestra intención de ser lo menos encajosos posible.
A simple vista, no había en el diminuto apartamento, algo que nos diera pistas claves sobre Alberto. Los sobres de correspondencia que permanecían acumulados en una cajita de madera junto a la puerta, no podían decirnos mucho, pues obviamente no íbamos a abrirlos. Lo que podría llamar la atención , era el perfecto orden que guardaba el domicilio de quien sólo sabíamos era soltero y vivía solo. Si no hubiésemos tenido esa referencia, bien podríamos haber imaginado que la casa pertenecía a una ancianita sin mucho que hacer y que había salido un momento. Muebles antiguos, impersonales, ausencia de televisión, decoración más bien escueta . A un lado de la sala, la entrada a la recámara sólo era dividida por una cortina de cuentas y entre la sala y la cocina, la división la hacían unas medias puertas de esas de cantina del oeste, pintadas de verde. En la mesita de la cocina, como si fuera a tener invitados esa noche, permanecían los cubiertos cuidadosamente colocados sobre los mantelitos individuales y enrolladas en las copas, las servilletas de tela en cuadritos verdes y blancos. Al mirar los platos, nos sentimos por un momento en una versión postmoderna de ricitos de oro. El alimento de los cuatro gatos que se paseaban como reyes del lugar, se guardaba con todo orden en lujosos recipientes destinados exclusivamente para ese fin y cumplimos prontamente con nuestra única tarea de tenerles alimento y agua en sus platitos .
Lo demás fue lo de menos, sólo tuvimos que abrir el primero de los álbumes para ver con certeza lo que se había venido dibujando tenuemente en nuestras mentes aunque ninguno lo hubiera externado hasta el momento. Tere no nos había dicho nada, pero al ver las fotos descubrimos que ahí vivía un homosexual. Si existía alguna duda, se disipó cuando en el revistero del baño no había más que revistas gay. La curiosidad al hojearlas, me llevó a un artículo del tipo de los que aparecen en revistas para mujeres. “ Cómo atrapar a tu hombre ideal, diez consejos infalibles para seducir a un hombre straight” es decir que para algunos , meter a la cama a un heterosexual es una especie de trofeo, al descubrir eso por mi espalda bajó sin avisar una gota de sudor que fue a dar entre mis nalgas. El mundo gay –observé- tiene muchos recovecos.
El juego, entonces cambió un poco. Reconocer quién era Alberto, no fue ningún problema, pues aparecía en las fotos repetidamente y con gente distinta, pero en particular con un joven de pelo rizado y de quien existía una foto de estudio amplificada y autografiada: para Alberto de su Mickey . Era fácil entonces tener identificado a nuestro invitador y seguramente a su pareja actual por la abundancia de fotos en los portarretratos de la sala y las repisas. Cambiamos pues a tratar de investigar que clase de gay era. Y en especulaciones entre si jotearía, sería un gay discreto, un travestí, y hasta una drag queen, por unas fotos de una fiesta de disfraces en que aparecían, transcurría la lluviosa noche, jugando a meternos en la vida ajena de alguien que ni sospechaba que existíamos, nos pasaron las horas entre vino tinto y gatos peludos y encimosos.
La tormenta duraba horas, y nos fuimos a acostar adormecidos por las dos botellas de vino que nos acabábamos de beber. Estar bajando de la cama a los gatos fue tarea de la que pronto desistimos, y durante un rato los relámpagos y el ruido de las ambulancias que pasaban con frecuencia, dejó de hacerle daño a nuestro sueño.
La sed y un conocido malestar me despertaron en la oscuridad. La feroz lluvia continuaba y el sonido de sirenas parecía que no iba a cesar . Me levanté a buscar una aspirina y un poco de jugo. Tambaleante, y tratando de reconocer en dónde estaba, caminé automáticamente hacia la cocina. De pronto, los gatos corrieron ansiosos a la puerta, yo trague saliva inmóvil al ver como giraba despacio el picaporte, mi corazón se aceleró y sentí los latidos como golpes. Instintivamente avancé hacia la cocina y tomé un cuchillo, sentí que las bisagras de las puertas abatibles sonaron en todo el edificio, y ya sin pensarlo regresé a encararme con el intruso que se despojaba del impermeable.
-¿quién diablos eres tu?- preguntó en inglés, sorprendido al ver a un tipo en calzoncillos y con un cuchillo en la mano. En ese momento lo reconocí, era Mickey, el muchacho de pelo rizado que aparecía en las fotos con el dueño de la casa. Yo me quedé enmudecido, sin saber cómo comenzar la explicación, él caminó hacia el umbral de la recámara mirando con un gesto de desprecio las copas y las botellas vacías de vino que habíamos dejado en la sala. Por entre las cortinas, vio sobre la cama el bulto de Ana, quien a pesar del escándalo no había hecho el menor intento de despertar. Quise decir algo, pero las ideas tardaban en llegar. Me miró triste- ¿Alberto?- masculló con dolor señalando la cama y mientras yo trataba de ordenar las frases para explicar lo que ocurría, el gesto triste se transformó en cólera, y trató de abalanzarse sobre mí. En esa fracción de segundo, hice a un lado el cuchillo, para no dañarlo cuando me arrollara, pero ni se acercó, tropezó con el sillón y su frente fue a dar con el filo de la mesita de centro cayendo inerte sobre la alfombra. Asustado, traté de reanimarlo, pero sabía que estaba muerto. Ana siguió dormida durante todo el jaleo, y tuve que ir a despertarla, para enterarla del macabro suceso. Abrazados nos quedamos por minutos sin saber qué hacer, los gatos olisqueaban , lengüeteaban y saltaban sobre el cuerpo como buscando alguna reacción. No sabíamos si llamar a la policía, como lo hacen en las películas los que son inocentes, o actuar con el instinto, pues aún sabiendo que todo había sido un accidente, la explicación del porqué ocupábamos ese departamento no sería nada fácil, y los juicios e interrogatorios nos envolverían probablemente en problemas.
Tomamos la segunda opción, pronto amanecería y aunque la tormenta continuara, la única oportunidad de deshacernos del cuerpo, era en ese momento en que la lluvia y la oscuridad podían ayudarnos a pasar inadvertidos. La prisa fue el factor decisivo, envolvimos el cadáver en la alfombra y lo bajamos arrastrando por las escaleras y luego por cuatro cuadras hasta llegar a la orilla del Hudson, donde las olas azotaban espectaculares los muelles, y a punto estuvieron de arrastrarnos y ser tres las víctimas de la casualidad. Nos acercamos lo más que pudimos y sacamos el cuerpo de la alfombra, para deshacernos por separado de ella. Fue largísimo el tiempo en que las olas parecían arrastrar por fin al cuerpo, pero sólo lo acercaban a la orilla. Sabíamos que eventualmente sería acarreado por la resaca, y en todo caso, si lo llegaban a encontrar en el muelle, nos parecía muy lógico que se tomara como un accidente propio de un irresponsable torero de huracanes, así que decidimos retirarnos. Arrastramos una cuadra la alfombra, y la dejamos en un contenedor.
Limpiamos toda huella en el apartamento y esperamos a que amaneciera. Al otro día, bajo una llovizna pertinaz, nos fuimos al aeropuerto a tratar de adelantar el viaje de regreso, no hubo problema, le llamamos a Tere, y sin mencionar alfombra y gatos. Le agradecimos y dijimos que nos íbamos a causa del Huracán, ya habría tiempo para disfrutar de Nueva York.
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