Tenía una sonrisa de dientes radiantes y el vaivén de caderas más sensual que he visto. María Inés era alta, de ojos transparentes como su mente infantil y con el don inobjetable de ser feliz.
Si a alguna mujer le han pasado cosas terribles en este mundo, es a ella, pero jamás la he sentido quejarse.
Tuvo la virtud de ser siempre joven y de sacudir sus pechos enormes al compás de la alegría de su espíritu, volviendo locos a los hombres, y a las mujeres que se le atrevieron.
La primera vez que la vi sucumbí a sus encantos de niña-grande. Yo por ese entonces no era más que un pelotudo, que andaba buscando sexo por todos los rincones. Ella quería enamorarse, luego fue al revez. Y en ese juego de desencuentro nunca nos trenzamos.
Hace un tiempo la vida nos volvió a poner enfrente. La realidad le había pasado por encima: un exilio forzado, un mal matrimonio y la infelicidad de no haber podido concebir niños, pero su figura de mujer, esa que siempre me ataca en sueños, estaba inalterada, y sus labios de risa fácil tan sensuales como los de ninguna.
Me contó entre suspiros que estaba enferma, no dijo el nombre de su mal, pero se lo adiviné en los ojos.
Que ironía – me dijo entonces - a mí, que la belleza siempre se me dio fácil, que nunca me costo estar en forma y que le competí a la más dulce en el arte de sacar cariño de entre las piernas. A mí, me viene a suceder este desatino.
Sé que no pensaba en el dolor y el sufrimiento en ese momento, ni siquiera pensaba en la muerte. Si había alguna sombra en su mirada que le empañaba el SIDA, era otra cosa.
¿Sabes?- Me convencía- Nos levantamos para hacer el amor, nos cuidamos, reímos, arreglamos, tomamos un café, charlamos... todo para hacer el amor. No existe la belleza en si misma sino con el objeto de hacer brotar el deseo. Todo lo demás es mentira. Hacer el amor es el verdadero ritual. Eso es la vida.
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