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La bolsa de arena

- ¡Hay! que calcina esta piedra del demonio, como quema el sol hoy por hoy, aquí nomás en mi tierra serrana el sol sale todos los días por el cerro colorado pero no quema tanto como este sol de la costa, en verdad que le dan ganas a uno de meterse al agua y quedarse horas dentro del mar pacífico ese, ¿cuándo me llevas pues para conocerle? mira que nunca antes en la vida lo he visto más que en las postales que venden en la Plaza Central del pueblo. Uy, si supiera esto mi cholo la cara que va a poner cuando le cuente que el mar no es del ancho de una tarjeta sino que es más grande que el lago donde pescamos todos los sábados la rica trucha, y es que el muy burro tiene de sueño que algún día conocerá el mar de cerca y por eso toda la pared del cuarto la tiene llenecita de postales del mar; postal del Callao, postal de la Costa Verde, postal del Sur, postal del Norte y hasta una postal de una playa con un nombre bien chistoso paisana, Agua dulce se llama la mar, ¡qué gracioso pues son estos limeños para ponerle nombres a las cosas! Apenas llegué a la capital y en el terminal terrestre habían varias motos de colores que te llevaban muy barato adonde tu quisieras. No lo tome señora, me dijo un tipo apoyado en un carro amarillo y chiquito. No lo tome que esos taxicholos son muy peligrosos, y yo que me muero de risa y el señor que no entiende porqué me río pero también quién le puso taxicholo a una moto, esos limeños son bien chistosos paisa querida, con decirle que la otra vez después de instalarme donde la Rigoberta que vive en una casa bien grande en un cerro y que tiene una vista bien bonita además, y yo que siempre he vivido en una casucha de piedra y adobe en mi sierra querida cuidando mis vaquitas y mis cochinos, bueno te cuento rapidito nomás que me voy para la casa de la Rigo; tenía reciencito dos días en Lima y salgo a buscar un trabajito para no estar de ociosa porque tú sabes que a los cholos no nos gusta la haraganería y si no que lo digas tú paisita. Salí a buscar una chambita y que conseguí rápido en un restaurante del Centro como encargada de limpieza y qué feliz estaba yo con mi nuevo trabajo que además me iba a dar más plata que cuando vendíamos leche, queso y carne en el pueblo a un señor bien alto y bien blanco que no parecía de la sierra y que conducía un carro bien grande donde metía la carne y la leche y el queso por la parte de atrás y que cerraba la puerta a muy gruesa y luego le pagaba a Prudencio una bicoca de plata después que pasamos toda la semana ordeñando y desollando a las pobres vaquitas que ni culpa tienen ni nada y es que nada te pagaban esos señores que venían al pueblo con sus grandes carros con gruesas puertas para lo que uno tanto trabajaba, por eso que Lima es donde están las mejores oportunidades para uno que quiere salir adelante además que te pagan bien y uno puede mandar alguito de plata a la familia en el pueblo querido. Hay ya me olvidé lo que te estaba contando... ah ya me acordé de nuevo pero si soy más distraída que los borricos al mediodía... Conseguí trabajo pues, te cuento, en un restaurante del Centro de Lima bien bonito te diré con varias mesitas cuadradas y con meseros vestidos igualitos a los de las novelas mexicanas que dan por las noches. Todos de negro y con guantes blancos, y como te iba diciendo yo siempre perdiéndome cuando cuento algo... bueno, estaba yo limpiando el baño de mujeres cuando entraron unas señoras altas y rubias, ¡turistas! me dije para mis adentros además estaban hablando algo que no entendí nada, peor que el quechua que se habla en la pampa de la provincia, peor en verdad, que me dio mucha risa la forma como hablaban las gringas y recordé haber visto algunas como ellas en el pueblo para la fiesta de el Señor de la Misericordia Patrono del pueblo y que Dios se apiade de nosotras amén eternamente, y que a la gringa más vieja y también la que más alta era, se le cae la cartera de cuero sobre el guaipe de la escoba y luego de lavarse las manos se fueron por la puerta igualito que como entraron, las seguí hasta el salón y las vi retirase del lugar agradeciendo a los mozos y las seguí con los ojos hasta que se perdieron en la Plaza San Martín así que regresé al baño rapidito y recogí la cartera que tenía adentro muchos billetes verdes con palabras que no entendía, luego recordé que en la novela mexicana que comencé a ver en casa de la Rigo un tipo sacaba muchos de esos billetes de la pared de un banco, dólares se llaman creo, dólares si así se llaman... trabajé hasta las ocho de la noche limpiando los pisos y la vajillas hasta que mi jefe que es bien bueno, me dijo que ya podía irme a mi casa así que me lavé las manos en el caño de la cocina agarré mi bolso, me despedí de todos allí adentro y me fui... ay... antes de irme mi jefe me regalo un tazón con algo de comida que habían hecho en el restaurante, pollo tenía el tazón y bastante arroz con arvejas y choclito tierno, y pues cogí el tazón y mi bolso y me fui rumbo a mi casa o mejor dicho a la casa de la Rigo que seguro ya había llegado de la chamba. Caminando por el centro en la noche leí en un letrero dentro de una casa pequeña: “cambio dólares” decía, recordé entonces que yo tenía unos de esos en el bolso así que entré a la casa esa y le dije a un señor que estaba detrás de una reja gruesa que tenía dólares y que quería cambiarlo por soles peruanos, entonces le mostré los billetes y el tipo buena gente te digo, me dijo que de dónde había sacado tanto dinero, y que yo le conté que me los había encontrado en el baño de mi trabajo que se le había caído a una gringa alta y vieja y el tipo me dijo que eso era mucha plata y como era además paisano o sea no del pueblo mismo que nosotras sino a también de la sierra linda de mis amores, me dijo que guardara un poco para otra ocasión y que sólo cambie uno o dos billetes nada más, así que le di un billete que decía cien y otro que decía veinte y el tipo buena gente que me da muchos billetes de los nuestros, muchísimos billetes nuevos y de colores, con las caras de señores que no conozco. Realmente para que te voy a mentir, luego le dije muchas gracias y me fui de nuevo a la casa de la Rigo pero antes me paré en una pollería de esas que hay muchas en el Jirón de la Unión y compré un pollo con papas y ensaladas y hasta con Inca Cola venía el pollo y le pagué con un solo billete y hasta la linda chiquita que me atendió me dio vuelto. Figúrate -.

En casa de doña Rigoberta sólo viven dos personas, contando con la Rigo, que además le alquila el cuarto a una de sus paisanas del pueblo de su infancia, la Lupecinda, que había llegado a la capital hace varios meses y que además la suerte la había acogido como quien acoge a un niño abandonado en puerta de un iglesia, o sea con todo el cariño del mundo. Desde que llegó a la capital todo le fue de las mil maravillas, había conseguido trabajo rápido en un restaurante del Centro de lima, frente a la Plaza San Martín, donde además le pagaban bien. Había dejado su tierra natal en la sierra de Lima, límite con Junín, para darle un mejor futuro a sus hijos, que sumaban en total ocho. Su esposo Don Arnoldo decidió quedarse en el pueblo encargándose de los animales y de las tierras de cultivo, an lo único que le pertenecía en la vida. Lupe, a como le decían una vez instalada en la capital, era muy trabajadora, al punto de trabajar hasta los domingos en el restaurante donde el jefe, un Argentino de apellido italiano, la trataba bien y le pagaba mejor. Éste le tenía bastante cariño a Lupe, se había encariñado con ella, al igual que su esposa y sus hijos menores a los que algunas veces cuidaba en su tiempo libre o cuando Don Alberti se lo pedía. Pero estaban en pleno verano y Lupe le entró una enorme angustia por su familia por sus hijitos queridos, iba a trabajar como todos los días al restaurante, cumplía con sus labores con la minuciosidad de un ajedrecista en competencia, pero su rostro delataba sufrimiento, añoranza, y eso lo notaba todo el mundo. Llevaba casi un año en la capital, diez mes en el trabajo, y no había vuelto a ver a sus muchos hijos, nunca viajó algún fin de semana a su pueblo querido, su Ántica querida, tan sólo había hablado por teléfono con su esposo, y con sus hijos una vez a la semana durante el tiempo que llevaba en Lima, y eso la tenía afligida, perturbada, aunque no se notará en las horas de trabajo a donde se podía distraer sin pensar en la distancia que la separaba de sus seres queridos.

- Qué te ocurre Lupita, esa cara tan triste, te ocurre algo acaso -, preguntó preocupado don Alberti, con sus bigotazos cenizos, con una gran copa de vino tinto entre los dedos y con toda franqueza. Realmente Lupecinda se veía muy triste, pero aún así seguía trabajando con ahínco, como si de ella dependiera la mejoría del local. Le había tomado cariño después de casi diez meses de haberla contratado, siempre recordaba aquella vez que llegó a la puerta del restaurante cargando un bolso horrible de cuerina y con la cara de extravío más notoria que había visto en su larga vida. - La Lupe, te acuerdas cuando llegó Pierina, toda asustada como un conejo de pradera, te acuerdas amor mío, tenía unas ganas de trabajar que hasta ahora las mantiene intactas, ¡ah la Lupe caracho! -. Era viernes por la tarde, sonaba música clásica a todo volumen, don Alberti tarareaba encantado, con una sonrisa de un millón de dólares en el rostro, como quien acaba de encontrar la felicidad. Esa alegría contagiaba a todos los trabajadores del lugar, a los mesero, a los cocineros, a la propia Lupe; los hacía trabajar mejor. Cada día, don Alberti entonaba con su gruesa voz italiana, diversas piezas clásicas para sus trabajadores, en las que trataba de traducir las letras de las composiciones para el mejor entendimiento de sus asalariados, inculcándoles el gusto exquisito por la buena música. - Nada señor patrón, lo que me pasa es que tengo triste el corazón nomás. Es que llevo un año en Lima y hace un año que no veo a mis familiares. Eso me pone triste como vaca mirando la luz de la luna -. Don Alberti rió fuerte, casi atorándose con el vino tinto de esa hora, Lupe no entendía el por qué de las risas del jefe, lo miraba atónita, desorientada. No sabia si protestarle o reírse con él.
- Qué tiene señor Alberti, está usted bien. No creo que mi tristeza sea motivo para reírse así señor, por favor respete mi dolor que es mío y de nadie más -, protestó la chola de manera persuasiva, como tratando de hacerle entender a su jefe que su tristeza era un asunto serio.
- Nada más me hubieras pedido unos días de vacaciones adelantadas y te los hubiera dado sin chistar, y si no tenías dinero te hubiera dado algo de tu sueldo y asunto arreglado. Lupe tú eres la mejor y trabajadora que he tenido y si me lo hubieras pedido te lo hubiera dado sin ningún problema -. Lupe se sonrojó notoriamente, sus mejillas brillaban como dos luciérnagas y parecía haberse encogido un poco después de lo dicho por don Alberti. Se sintió feliz, la tristeza había desaparecido en ella y ahora daba paso a una inmensa alegría. Ahora podría planificar un viaje al pueblo para visitar a los suyos, podría llevarle cosas que allá no hay, como esos aparatos para oír música y que se guardan en el bolsillo para el Héctor, su hijo mayor; o esas muñecas americanas que salen en los reclames de navidad por la televisión para sus muchas niñas, y hasta una foto de ella con la Rigoberta sentadas en la playa tomando el sol y viendo el mar como va y viene como el viento sutil de la tarde andina.
- Está bien señor, voy a organizar bien mi viaje y yo le aviso cualquier cosita y... gracias pues jefecito -. Dijo para después retirarse al salón secundario donde se iba a disponer a limpiar los pisos antes de abrir el local.

Era de noche en la ciudad, Lupe había terminado su jornal diario y se dirigió rumbo a su casa para planear bien lo de sus merecidas vacaciones. – pero primero antes que nada tengo que ir a la playa, no puede ser que ya llevó un año aquí y todavía no conozca el mar. si llegó así mi cholo, me va a dar de gritos porque el quería antes que nada una foto de las playas limeñas para colgarla en la pared que ya ni espacio debe tener la pobre, de tanta tarjeta postal. Además le voy a llevar una sorpresa especial para el solito nomás, cómo se va a poner de contento mi familia cuando me vean llegar por la plazuela así sin decirles nada a nadie. La que se van a llevar pues -. Caminó por todo el Jirón observando la fauna urbana que rodeaba la ciudad. Tantos años de paz en su pueblo natal, de tranquilidad extrema en una provincia desconectada de la capital aunque se encuentren en el mismo departamento, cuántas cosas que ver, que hacer, que contar a los suyos, el monstruo existía realmente, y era inmenso además, tan grande que la ciudad poco a poco se iba moviendo hacia los cerros, a donde la mayoría de sus paisanos terminaba viviendo una vez pisaban Lima, ese era el único lugar que los aceptaban sin protesta, los cerros eran como pedacitos enormes de sierra enquistada en la orbe creciente de la capital, creciendo verticalmente y cubriendo gradualmente, todos los cerros que aún faltaban habitar.

Rigoberta llegaba recién a casa después de un día difícil en la parada. Ella tenía un pequeño puesto de verduras en ese mercado, comerciaba desde muy temprano, y se quedaba ahí hasta entrad la noche. El lugar es peligroso, pero eso no la espanta. Lleva cerca de quince años en el mismo negocio, y ya conoce bien a la gente que merodea por la zona, conoce a los drogadictos que con cincuenta céntimos al día los tiene controlados. A los vagos ladrones que bajan de los cerros aledaños también los conoce, además ellos nunca chocan con la gente del pueblo, sólo les roban a los comerciantes que llegan cargados de dinero en busca de buenos alimentos a los precios más bajos del mercado competitivo. Su esposo le dejó le negocio luego de que muriera en una redada policial contra los comerciantes informales que los son todos en la parada. Siempre mira la foto de su gordo y llora, llora desconsoladamente frente a ella, - cómo pasó esto gordito lindo si éramos felices y sin ningún problema -, solía decir, por lo menos una vez al mes, casi siempre el día veinticinco, a cuando sumaban un mes más a su extensa relación de más de treinta años.
Ese día siempre compraba una botella de aguardiente y unos cigarros Inca, cogía dos vasos de la repisa, los ponía sobre la mesa, en la radio colocaba un casette de sus huainos queridos e inolvidables y bebía acompañada de la foto de su gordito, como la mujer más triste y sola de este ingrato mundo.
Lupe sabía que cada veinticinco de mes debía irse de la casa y regresar al día siguiente o bien entrada la noche. El primer mes, confundida en la más completa ignorancia, tomó asiento junto a Rigoberta y cogió el vaso y bebió todo de un solo sorbo, lo que trajo como consecuencia una tremenda cachetada que le dejó la mejilla pintada de rojo con cuatro dedos marcados por una semana. Y es que bien inocente es la Lupe, siempre tan alegre que no imagina que los que la rodean tienen sus propios problemas y cada uno de ellos con mayor o menor intensidad. Al siguiente mes, precavida la Lupe, antes de interrumpir la solitaria reunión de su comadre con el retrato de su finadito esposo, preguntó con la voz más agradable y sumisa del mundo si podía servirse el aguardiente, y si no habría molestia alguna, en otra copita por favor. Rigoberta la miró reservada unos segundos para luego de reír larga y furibundamente, invitarla asentarse a la mesa y beber ambas por su dolor y nunca te olvidaré gordito lindo, salud chola, te quiero mucho.

Aquel día era veinticinco de febrero, conocía la rutina habitual de ese día. Pensó en anticiparse a la triste celebración de su comadre. Paró en una tienda rimense y pidió una botella de pisco quebranta y una cajita de cigarros Hamilton Light, compró además dos porciones de anticucho y un CD de boleros criollos (oír los huainos por las noches la tenía harta), pagó la compra, la puso dentro de su bolso y se dirigió a las alturas del San Cristóbal, donde la cruz parecía resplandecer más que de costumbre.

Lupe llegó a la casa como a las diez de la noche, Rigoberta no había llegado aún por lo que dispuso a ordenar un poco la sala para la reunión de la noche. Barrió rápido, tanto tiempo en el restaurante le había dado una experiencia realmente envidiable en ese aspecto, cuando barría parecía volar sobre el piso, sus movimientos habían adquirido plasticidad con el tiempo, era un espectáculo verla recorrer el salón del Ristorante al ritmo de los tarareos de don Alberti y las palmas dadivosas de los mozos y cocineros. Hasta los niños Alberti aplaudían con fervor el acompasado barrer de Lupe. Tanto tiempo haciendo lo mismo, hace que uno termine por r sus propios talentos con una perfección desconcertante. Barrió la sala de la casa, ordenó la mesa desatendida, lavó y secó los vasos de vidrio opaco y hasta limpió el cuarto de baño, obteniendo los resultados que una persona que pone tesón y amor a todo lo que hace para hacerlo bien puede merecer.
Rigo llegó como a la hora después que llegara Lupe, la casa la encontró impecable, todo ordenado, limpio y en su sitio especifico. Observó sobre la mesa los dos platos de anticuchos, la botella de pisco, los cigarros light y los cd´s, habían además tres vasos limpios sobrepuestos en los nuevos posavasos. Volvió la mirada hacia la cocina a donde se encontraba Lupe, la vio fijamente, la analizó unos segundos, y luego le sonrió agradecida por el detalle. – Está bien Lupita, siéntate que hoy vamos a celebrar los tres -, dijo, con rostro de felicidad, complacida por la buena amiga que tenía la frente, mirándola con los ojos más tiernos jamás vistos.
– Seguro que quieres decirme algo o algo te ha pasado -, señaló, tratando de adivinar el porqué de esta nueva intromisión a una celebración de dos, donde nadie más esta invitado.
La velada comenzó con un brindis amargo, entre los sollozos de Rigoberta y la aspereza del pisco, ambas prendieron unos cigarros rubios, Lupe puso el CD de valses criollos en el equipo musical y brindaron una vez más pero ahora ahogando esas lágrimas saladas en la dulzura febril de sus honestas sonrisas.
- Comadre, lo que pasa es que tengo una inquietud aquí mismo en el estómago, sabe paisana, lo que ocurre es lo siguiente, llevó un año aquí en Lima y quiero volver al pueblo por un mes para visitar a mis seres queridos como dicen, y bueno, después de eso volveré otra vez contenta como siempre para acá pues, para su casa y para la capital. Ya hablé con el don Alberti mi jefecito pues, y el no tiene ningún problema en darme vacaciones y hasta me ha prometido adelantarme el sueldo y todo fíjate -. Rigoberta oyó atentamente, sabía que ese día iba a llegar, pero no pensó que se iba a adelantar tanto. Recordó que la primera vez que regresó a su pueblo fue luego de cuatro años, pero regresó mucho mejor, con dinero una familia y una posición ganada entre los comerciantes de la parada. Sabía que ese día iba a llegar pero nunca pensó que su comadre tendría tan poco aguante ante la lejanía de sus seres queridos. La oyó, pensó en decirle que no, a mejor esperar estar un poco mejor económicamente para luego volver como ella lo hizo, por todo lo alto, pero al final no dijo nada, solo le deseo buena suerte en su viaje y que después de todo ella siempre iba a estar ahí para servirla como la buena amiga que es.
- Pero también quiero cumplir con un deseo que tengo desde guagua comadrita, y es que quiero ir a la playa y conocer el mar por primera vez en toda mi vida -, le explicó luego de que le ésta diera el visto bueno a su apresurado viaje. Quedó confundida, no podía creer que conocer el mar sea lo que más quería en este mundo. – Bueno, y cuándo quieres que vayamos a la playa –, preguntó. – cuando quieras, puede ser mañana mismo si quieres -. Contestó decidida para luego levantar los vasos y brindar nuevamente por el gordito, y claro, también por su eterna amistad.

- Ay comadrita cómo le pudo pasar eso a la Lupecinda. Tan buena a y tan trabajadora la pobre, no merecía acabar así -, le dije a Rigoberta cuando me contó lo ocurrido aquella vez que la comadre Lupe fue a conocer el mar por primera vez en la vida. Se levantaron muy temprano por la mañana de un claro domingo de marzo, Lupe había pedido vacaciones para ir al pueblo a visitar a su hijos y esposo, hacia una año que no los veía y sentía una enrome necesidad de tenerlos cerca aunque sea unas semanas. El jefe de Lupe le había dado vacaciones pagadas por un mes para que pueda ir a su tierra, luego ella volvería sin ningún problema al restaurante italiano. Fueron rumbo al sur, específicamente a la playa Arica, que está justo a la entrada del circuito de playas. Bajaron del bus en el pueblo de Lurín donde tomaron un suculento desayuno con tamales, chicharrón, relleno y jugo de naranja, luego alquilaron un taxi que las llevó hasta la playa por un módico precio. Una vez en la orilla gris, instalaron sus toallas, la sombrilla y las sillas playeras, la playa estaba abarrotada de gente, era domingo y eso era normal sobre todo en el verano. Lupe quedó maravillada por unos quince minutos viendo el mar sin mover un solo músculo, lo miraba como quien ve una aparición, contemplaba el océano como si fuera el último día de su vida, sin pensar siquiera que el destino se encargaría de que así fuera. El mar estaba algo picado, en la torre del salvavidas, donde además no había nadie sentado, una banderola amarilla se levantaba y flameaba violentamente a causa del fuerte viento que soplaba esa mañana. El sol se levantaba en lo alto del cielo, justo sobre sus cabezas como un foco incandescente, Lupe se levantó agitada de la silla playera, se despojó de sus sandalias, de la blusa de algodón, de la falda pomposa, y corrió, corrió como nunca en su vida había corrido hacia algo, al encuentro inminente con el mar.

lo demás me lo contó entre lágrimas y mocos colgantes. Lupe corrió hasta que el agua le llegaba al cuello, se dejó llevar por las olas, flotaba como una bolla al ritmo insomne del mar, un tablista surfeaba de la manera más irresponsable muy cerca de la gente, cogió una gran ola, de unos dos metros más o menos, se deslizó en ella por unos segundos hasta que se percató que delante suyo había una persona flotando con el rostro al sol de lo más complacida de la vida, con las palabras del propio tablista al rendir su testimonio en la comisaría del sector, - la mujer tenía la sonrisa más franca y real que había visto en toda su vida -. No pudo esquivarla, la arroyó golpeándola con las quillas, lo que le produjo un sangrante corte en la cabeza, luego otra enorme ola la terminó de arrastrar hundiéndola por completo en el salado y turbio mar. los veraneantes más experimentados corrieron a socorrerla pero ya era demasiado tarde. Diez minutos después del accidente Lupe apareció inconsciente en la orilla, rodeada por todos, no respiraba, estaba fría y azul. Quince minutos más tarde legaron los paramédicos pero ya era demasiado tarde.

- Bueno comadrita querida, con todo el dolor del mundo me tengo que retirar que ya viene mi bus. Tengo que ir al pueblo para informarle a mi compadre el lamentable accidente que sufrió la comadre -. Me explicó Rigo antes de subir al bus.
- Bueno vaya pues comadrita, y le da mis más sentidas condolencias al compadre pues y a los hijitos -, le dije con un nudo en la garganta, todavía no asimilaba lo que le había ocurrido a la Lupe.
- Y por cierto Rigoberta. ¿ qué es eso que llevas en esa bolsa que se ve tan pesada? -, pregunté desconcertada, después de verla toda la tarde cargando la enorme bolsa en hombros.
- Ah, esto. Sólo es un regalo para el compadre. El último regalo de la Lupe antes de partir al reino del señor -, contestó mientras subía al bus.
- ¿ Y qué es si se puede saber? -, volví a interrogar invadida por la curiosidad, aprovechando además que el chofer del bus había ido al baño a último minuto.
- Bueno, es arena, sólo arena comadrita. Verás, el cumpa siempre quiso conocer el mar, pero ahora que le cuente lo de la Lupe, no creo que quiera saber nada de él. Ese día la Lupe tenía pensado llevarle un poco de arena y una foto de ella junto al mar, lo de la foto nunca pudimos hacerlo, así que yo me encargué de cumplir con su último deseo -.

El chofer llegó a los cinco minutos, se acomodó en el asiento principal, exhortó a los pasajeros que aún faltaban subir, que lo hicieran de una vez, pues ya iba a encender en ómnibus.
El sol se apagaba poco a poco en el horizonte, Rigoberta se acomodaba en un asiento trasero cerca de la ventana, yo la miraba desde la estación mientras que un encargado de la empresa terminaba de acomodar la enorme y pesada bolsa en el compartimiento para el equipaje.

Texto agregado el 31-05-2005, y leído por 148 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
10-06-2005 Me gusta mucho tu cuento ... es fácil de leer y eso es lo interesante ... almudenita
 
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