Naturaleza muerta
Soy hija de la noche, la hija menor de la noche, soy la astilla en el dedo de Dios, el molesto polvillo en su ojo, las canas albas de su larga cabellera. Ya no recuerdo que edad tengo pero sé que pertenezco a éste lugar desde hace muchos años, soy una habitante más de este mundillo nocturno y perdido, soy un detalle en la pared, una sombra estática acomodada en un mismo lugar, soy un cuadro más en esta galería copada sólo de naturalezas muertas. Hace años que terminé de olvidar por completo mi pasado, ahora soy cualquier cosa, me identifican dos silabas sin sentido, ya no recuerdo a qué saben las lágrimas, he olvidado como llorar. He caminado por estas calles húmedas y sucias tanto tiempo, ya no se de qué color es el sol porque no recuerdo la mañana, vivo de noche y moriré seguramente en esta oscuridad también, aunque no sé cuándo; gente como yo carecemos de calendarios colgados en la pared, pero no carecemos de pared. A veces me pregunto entre amante y amante qué es lo que hice mal para merecer esta vida, cómo pude ofender tanto a Dios para recibir tal castigo. Me pregunto insistentemente pero no encuentro respuesta, y termino delineando una sonrisa vencida en mi rostro y me entrego nuevamente a los quehaceres de mi oficio que, mal que bien, me da de comer, compensando la notoria desnutrición de mi alma.
Hoy es lunes, lo leí en el periódico matutino. Hace frío como de costumbre y yo con esta falda tan corta y esta blusa tan escotada busco cobijo en la puerta principal de un cine tres equis, rodeada de mendigos, ladrones y de esas putas gordas que se llevan toda la clientela, con eso de que la antigüedad manda, dejándome los despojos más despreciables de esta sociedad; a veces un drogadicto masoquista, algún viejo sádico, borrachines que deambulan como insectos rastreros por las calles y uno que otro joven debutante con garantía de tres minutos de duración.
Una noche, un auto cruzó la Colmena a toda velocidad, eran las dos de la mañana, la humedad se impregnaba en las aceras y empañaba con su vaho moribundo y terroso los cristales de los negocios, y de los vehículos que surcaban la avenida. Lo conducía un joven adinerado, lo deduje por la clase de auto y porque nadie viene al Centro a las dos de la mañana en busca de en un auto así, y cualquiera que lo hiciera estaría por afuera de los estándares de clientela. Pasó veloz, llamando la atención de todo los que conformaban la fauna nocturna, incluso la mía, aunque por un corto instante. Se estacionó a unos metros del cine donde estábamos protegidas, era un tipo alto, de porte atlético, un persona elegante, vestía un precioso traje negro, su andar acompasado se distinguía de entre todos los andares, era especial, una rara mezcla de baile sereno con mágica levitación, parecía volar sobre la acera como un alma en pena. Su rostro era terso como piel de bebé, tenía los ojos enormes y oscuros, vivos, los cabellos recortados al estilo inglés y la barba un poco crecida pero ordenada. En ese momento rogué que me eligiera a mi, aluciné en ese intervalo con tenerlo entre las piernas y hacerlo feliz durante lo que durará la prestación. Pero no fue así. Irma se me adelantó mientras divagaba, lo cogió fuerte del brazo le hablo unos segundos al oído y luego subieron al auto y se perdieron en la dilatada avenida. Siempre pasaba lo mismo con los tipos singulares, siempre se los llevaban ellas, las más experimentadas con ese rollo de que hay que pagar derecho de piso y que la edad es la que manda en el negocio.
Una semana después le tocó el turno a Gladis, pero el tipo que se la llevó no era tan simpático como el cliente de Irma, pero igual no estaba nada mal. Éste llegó en una gran camioneta tan negra como él, tenía las lunas polarizadas y casi no emitía sonido cuando avanzaba. El tipo nunca bajo del auto, sólo sacó su rostro azabache por la luna principal; llamó a Gladis con un chasquido sonoro, ésta se acercó feliz, se sintió más atractiva que nunca, la puerta se abrió casi automáticamente, Gladis se dirigió apresurada hacia el vehículo, tropezándose con el peldaño de metal que separa el suelo del chasis, cerró la puerta y se perdieron como siempre ocurría, por la amplia avenida.
Esa misma noche me había tocado un cliente raro, inusual diría yo. Se había acercado caminando mientras fumaba un cigarro negro y maloliente, miró al grupo con desprecio asolapado y me eligió a mi. Las demás, al verlo todo desvaído, tan poco atractivo, tan poca cosa, no complicaron la plática, una vez más me dejaban las sobras y yo como siempre (y como toda una profesional) accedí a salir con él. Fuimos hasta un hostal de la avenida Rufino Torrico, en el interior de una vieja quinta de la época colonial, que según cuentan le perteneció al virrey La Serna. Estaba custodiado por dos sujetos quienes también cuidaban de nosotras. Entramos atravesando el enorme portón de madera desgastada por el implacable paso de los años, un foco color azul alumbraba dentro de unos de los cuartos, de donde salían gritos desaforados de una mujer, Ana, pensé en ese momento, quien minutos antes había conseguido un cliente demasiado grande para su metro cincuenta, y recién ahora se daba cuenta que no había sido el mejor negocio de su vida.
El tipo apagó el cigarro pisándolo en el suelo, se sentó en la única silla del cuarto, yo me quedé parada frente a él. Me pidió que me quitara la ropa, yo accedí obediente. Me despojé de mis livianos atuendos hasta quedar completamente desnuda. Mi cuerpo no era perfecto pero estaba bien cuidado, firme como el de un maniquí. El tipo me miró detenidamente por unos minutos, me ordenó sutilmente que me diera vuelta mientras me seguía observando sin tocar un sólo ápice de mi piel. Al cabo de diez minutos, me dijo que podía vestirme, me vestí muy confundida, el tipo se puso de pie frente a mi, metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó su billetera, de donde cogió un billete de veinte y otro de diez dejándolos sobre la cama. Luego encendió otro cigarro negro y se retiro del cuarto sin más palabras que un frío adiós.
Cuatro días después llegó un carro espantosamente chillón, pintado de color anaranjado, tenía las lunas negras y se oía a todo volumen una estúpida y horrible canción tropical. Se estacionó frente al cine. De el bajo un tipo gordo, pequeño, encorvado y con rasgos andinos, se acercó al grupo dejando atrás el auto con la música a todo volumen, irrumpiendo vehemente en el silencio de la noche. Me miró directamente a los pechos, los tenía medianos pero eran naturales (no como los de Angie), supe que me había elegido de entre todas, cosa rara, pero esta vez era yo la que no quería nada con éste sujeto. Angie se le acercó mostrando su abultado busto cubierto por una blusa transparente. Se le pegó como una sanguijuela a una pierna herida, pero el tipo me miraba a mi. Al rato, ambos me contemplaban esperando una respuesta, la misma que nunca llegaría, trataba de desviar la vista a otro lugar. Minutos más tarde, el tipo se fue con Angie más por insistencia de ella que por su propia voluntad. Caminaron hacia el auto que vibraba cerca de la acera frente al cine, el tipo volteó una vez más, tratando de encontrarme la mirada antes de entrar al automóvil para perderse el la inmensidad de la noche.
Dos veces más llegó el hombre extraño a la puerta del cine y siempre era lo mismo, me contrataba para verme desnuda o tan sólo para conversar. La última vez me buscó sólo para hablar. Esa noche había sido baja, solamente un cliente en todo mi jornal, y para colmo, con problemas de erección. Fuimos en su taxi hasta el Campo de Marte en una zona descampada, oscura y silenciosa. Estacionó bajo la cómplice sombra de un viejo roble, en la radio sonaba una balada pegajosa y triste, el tipo me pidió que le diera placer oral y yo se lo di, pero no pasó nada. Tiró su asiento para atrás, se bajo los pantalones jeans, estos parecían pedir a gritos que los aflojaran, no podían aguantar más el abultado vientre del taxista. Yo me subí la falda sobre la cintura, esa noche no llevaba ropa interior, le cogí el miembro flácido como una salchicha caliente, y traté de endurecerlo, pero mis intentos fueron en vano. – Soy puta señor, no resucitadora de muertos – dije, cuando el tipo echó a llorar inconsolablemente sobre mi hombro desnudo.
Hablamos casi una hora, me contó acerca de su vida, de la mala relación que sostenía con su mujer desde hacia quince años, me contó de su horrible rutina de taxista, yo lo oía y trataba de consolarlo, al término de la charla me dejó en la puerta del cine, no sin antes pagarme por los servicios prestados. Media hora después llegó el hombre de siempre, el que sólo disfrutaba verme desnuda, el que me pagaba y luego se iba, como para coronar una noche aburrida. Fuimos al mismo hostal pero esta vez yo no pretendía hacer lo de siempre, ahora yo iba a tomar las riendas del servicio. Entramos al cuarto, lo arrojé violentamente sobre la cama, le arranqué de un tirón la camisa, le quité el cinturón y los pantalones, no traía calzoncillos, me puse de rodillas cerca de él y me dispuse a darle placer. El tipo no objetó en ningún momento, por el contrario, lo disfrutaba. Estaba excitada y él también, pero cuando traté de insinuarle para tener se puso de pie, se vistió a medias y me dejó en la soledad de la habitación. Antes de irse arrojó un billete de veinte sobre la cama. Luego me di cuenta que el tipo no había pagado los diez soles por el cuarto.
Los días pasaron, no volví a ver al extraño sujeto, en la puerta del cine tampoco tuve noticias de Irma, de Gladis ni de Angie, hacia semanas que habían desaparecido de la esquina, no teníamos noticia de ellas, salvo lo que nuestros proxenetas nos informaban, que habían viajado al interior por cuestiones familiares. Nadie volvió a preguntar por ellas otra vez. Una noche de esas extremadamente calurosas y claras, un tipo llegó a la esquina buscando placer. Era alto, flaco, casi una calavera vestida con un larguísimo sobretodo negro que rozaba con el suelo sucio de la calle. Se acercó tímido a la puerta del cine buscando a una de nosotras, pero esta vez, cosa increíble, me eligió a mi. Inés trató de ganármelo como siempre, pero el hombre ya había tomado una decisión, y con una mirada castigadora logró alejarla de nuestra conversación. Luego caminamos mucho, lentamente y sin apuro alguno, como dos enamorados comunes y silvestres. Llegando al jirón Washington entramos a un hostal precario, una gran pared azul que se descascaraba toda, la puerta de entrada estaba pegada a la acera, era de metal pintado de color negro, en las aristas se notaba el oxido avanzado por el arrebatado paso de los años. Dentro del lugar, un estante improvisado era custodiado por una mujer, pensé que se trataba de la cuartelera o de la dueña del lugar. La mujer cobró diez soles por el cuarto, le dio un recibo falso que en realidad era un papel arrancado de mala manera de algún cuaderno escolar. El sujeto pagó el cuarto y pidió tres preservativos, y un juego de sábanas limpias que la dama se las dio sin protestar. Caminamos hacia la habitación, que se ubicaba en un segundo piso improvisado, un enorme altillo que estaba separado en seis cuartos iguales. Llegamos a unos de los cubículos, no tenía puerta sino una especie de cortina densa, color verde petróleo. En le interior de la pieza había un colchón sobre el piso ajado en el medio, hacia un lado, una silla sin pata se apoyaba contra la pared de madera, de la que colgaban varios recortes de vedettes . Al costado de la cortina había un interruptor roto que encendía el foco rojo instalado en el techo. Yo estaba asustada por el lugar, mi acompañante de turno se dio cuenta y trató de tranquilizarme, me abrazó fuertemente contra su pecho, estaba duro y bien formado, como de físicoculturista. Me quitó la ropa lentamente con un estilo incomparable, luego él se desnudó y colocó la ropa sobre la silla en perfecto orden, cogió un condón y se lo puso en el miembro erecto, después abrió otro paquete y repitió la acción. – no te ofendas pero es por protección – dijo, cuando comenzó a acomodarme sobre el colchón.
Intimamos varias veces, ya había perdido la cuenta y mis servicios hacia buen rato que se habían cumplido, pero era tan increíble que decidí darle un regalo extra, regalo del que yo también gocé. Después de varias sesiones ambos estábamos empapados de sudor, nos tumbamos sobre el colchón y lo abracé. El tipo al instante se puso de pie, se acercó a sus ropas para sacar algo, le dije que no tenía que pagarme, que había pasado una noche linda, pero el insistió. Me alcanzó un billete de cincuenta soles, lo cogí, me puse de pie para vestirme, el también se vestía, me di la vuelta para ponerme la blusa, tratando de ocultar mi nuevo y creciente estómago, se acercó por atrás, sentí su respiración penetrándome la nuca, luego puso ambas manos en mi cuello e inesperadamente empezó a asfixiarme.
No podía gritar, el dolor parecía ser insoportable, podía percibir como el aire la abandonaba poco a poco, sentí bochorno desmedido, parecía que el ambiente quemaba. Apreté con más fuerza hasta sentir que se le iba la vida, la solté arrojándola sobre la colchoneta, sólo para verla morir. Al instante la puerta se abrió y advertí que entraba mi alguien, aunque a causa de esta oscuridad, no pude distinguir quién. El tipo me abrazó con fuerza, fue entonces que me di cuenta que era aquel personaje extraño era mi padre. – Es suficiente hijo, ya está salvada -, me dijo mientras observaba como se moría en la habitación. – Te busqué por mucho tiempo pero cuando te encontré ya no tenías salvación. Esto es lo mejor para ti y para todos nosotros –, dijo el viejo mientras la veía morir lentamente. En ese pequeño instante sentí que su corazón se detenía para dar libre paso a las garras inflexibles de la muerte.
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