Aquel loro era la envidia de todos los demás animales gracias a su impecable vocabulario, mucho mejor que el de su propia dueña, quien lo veneraba y atendía con una prodigalidad que superaba en mucho a la atención que le brindaba a su marido. Pepe –no podía llamarse de otro modo el parlanchín pajarraco- se pasaba todo el santo día comentando cada cosa que ocurría en la amplia casona y sus pretensiones no paraban allí, ya que a vivas voces, les ordenaba a los perros y gatos que se mantuviesen a prudente distancia suya.
-Háganse a un lado, perros tontos, háganse a un lado- chicharreaba desde su jaula con su voz aguda y los pobres canes se quitaban del camino, sabedores que el emplumado personaje era el rey de aquel hogar.
-Gatos necios, gatos necios- chillaba el perico y los felinos se perdían tras la techumbre, deseosos de manducarse a aquel entrometido que los insultaba, poniéndolos en ridículo. La mujer lanzaba estridentes carcajadas ante las ocurrencias de Pepe y le llenaba el platillo con migajas de pan blando.
-Yo soy el Rey, yo soy el Rey- decía el loro con una claridad que no ponía en duda sus palabras.
-Si mi lindo, usted es el rey, el emperador, lo más grande de esta casa- le retrucaba la mujer y le llenaba la fuente de agua fresca para que el perico retozara en ella. El esposo sólo miraba con sus ojos bovinos y movía la cabeza negativamente. Ya había perdido la cuenta desde la última ocasión en que su cónyuge se había dirigido a él con tanta dulzura.
-Deja tranquilo a ese pajarraco que muy pronto nos va a someter a todos en esta casa- le dijo con evidente molestia
El loro, acaso intuyendo que era denostado, abrió su pico para graznar: -Cornudo, cornudo, eres un cornudo.
Los ojos del hombre se inyectaron en sangre, quiso retorcerle el pescuezo a aquel infame animalejo pero se contuvo. Después de todo, tenía claro que cualquier conato de dictadura, tarde o temprano tiene que sofocarse.
La gata Violeta, se relamía detrás de una chimenea. Se imaginaba saboreando la carne de aquel perico parlanchín pero las ocasiones eran muy escasas, puesto que la mujer no lo sacaba casi nunca de su jaula y cuando lo hacía, se sentaba a contemplar a su regalón, mientras este, imitando a un bucanero, lanzaba una sarta de improperios a quien se cruzase en su camino.
Pero el destino terminó por condolerse con los sojuzgados y esta vez la ruleta de la fortuna estaba con quienes odiaban al pajarraco. Sucede que la puerta de la jaula no quedó del todo cerrada y bastó que el pequeño perico la empujara con su escuálido cuerpecillo para que esta cediera. Caminando con esa pericia tan peculiar en estas avecillas, se acercó a la casucha de los perros y obligó a los tímidos animales a esconderse dentro de ella. La gata Violeta no podía creer lo que veían sus azulosos ojos. Haciéndosele agua sus fauces, bajó cautelosa por la pared, se ocultó detrás de unos arbustos y cuando el loro estuvo a su relativo alcance, pegó un feroz brinco y lo apañó entre sus garras. –¡Auxilio, socorro!- alcanzó a gritar el perico antes que la gata le destrozara la yugular de una dentellada. Después de eso, era asunto de acarrear lo que quedaba del pájaro para manducárselo en el tejado.
Unas cuantas plumas y una mancha rojiza sobre el cemento fueron las únicas señales que se pudieron pesquisar del infortunado perico. Llorando a mares, la mujer juró vengarse, puesto que tenía la plena certeza que la gata Violeta había sido la victimaria de su Pepito regalón.
Tres días después la felina apareció despanzurrada en un patio vecino, producto del veneno que acabó con su existencia.
El resto de los animales recuerdan ambos episodios muy conmovidos. Ellos no saben construir monolitos pero tienen claro que si pudiesen hacerlo, la gata Violeta ostentaría un imponente memorial sobre alguno de los tejados de la vecindad…
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