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Tano duro. ¡Cómo te recuerdo!
Llegaste buscando un horizonte. Venías con las manos vacías y con el alma destrozada por la guerra que había destruído tu país, tu pueblo, tus esperanzas.
Partiste de tu Italia, con veinti y tantos de años. Dejaste mujer e hijos.

Seguro que una lágrima se te escapó, tano duro, cuando desde el barco ya no viste el puerto, cuando te diste cuenta que el mar ya se lo había tragado, cuando el horizonte no era más que una línea azul a lo lejos.

Intimamente supiste que nunca más regresarías a tu país.
Que la vida te iba a hacer desembarcar en otro destino. Que la vida no te iba a dejar de sorprender.

Y llegaste a tierra, te pusiste a trabajar. Le pegaste duro muchos años. No tuviste contacto con tu familia durante mucho tiempo. Cada mango lo ahorrabas, lo cuidabas; cada pedazo de pan era bendito.

Me imagino cada noche, cuando se acababa la diaria, cuando lo único que quedaba entre vos y la noche era apagar la luz, te metías en la cama con la esperanza de encontrarlos. Y mirabas las estrellas pensando que allá, en tu Italia querida, ellos también iban a estar mirándolas…
Como si el reflejo de esa estrella les llevara noticias de tu sacrificio, de lo duro que le estabas pegando para poder comenzar tu nueva vida en esta tierra.

Y pasó el tiempo y gracias a tu tozudez lograste que la familia viajara desde Italia.
¡Qué reencuentro! ¡Cuántas historias por contar! De acá y de allá.
Tuviste suficiente tiempo para guardarlas en el baúl de tu memoria. Pero no, decidiste, como buen tano cabeza dura, guardarte para vos todas las tristes. Liberaste solo las que te gustaron, las que te conmovieron.

Y después llegaron tres chicos más, pero ya no eran tanos como vos, habían nacido en la tierra a la que abonaste con tu sudor, a la que apostaste para salvarlos de la hambruna, de la guerra, de la miseria.

Y tus hijos, al conocerte acunaron la cultura del trabajo y el sacrificio.
Esa fue la mejor educación que recibieron, aunque vos ni te hayas dado cuenta, tano duro.
Y hoy, lejos en el tiempo, ¡como me acuerdo de vos!, justamente hoy, viendo esta realidad en el que es tan difícil acunar esa cultura.

Cierro los ojos y recuerdo tus salsas de tomate que hacías a mano, con ese tomate que vos mismo triturabas, que vos mismo envasabas en tu casa.

¡Como me gustaba ir a tu casa! La galería y sus columnas; el zaguán largo; el patio con ese mosaico con arabescos rojos, amarillos y blancos; los malvones y el limonero; el sentarse en el sillón para escucharte a vos o a la abuela, en su italiano-español difícil de entender; tomar un sorbito del lemoncello que ella preparaba; mirar ese reloj antiguo, de péndulo y esperar que se hiciera la hora para que sonara; esa mesa larga de Navidad donde se discutía todo; esa mesa de patio donde los hombres mataban el tiempo jugando al truco. ¡Como nos retabas porque dejábamos comida en el plato!

Después la vida te quitó a tu compañera, te dejó solo otra vez pero ahora con tus hijos, ya grandes, y, claro, era lógico, te empezaste a aflojar.

Es más, todavía recuerdo cuando, los domingos, después de las pastas con tuco, papá te llamaba al living. Y ya sabías que era lo que venía.
Encendía el equipo de música y vos, con mucho respeto, paradito frente a ese equipo, con las manos atrás, escuchabas atento a Carlo Butti cantando Marechiare, escuchabas una y otra canzonetta, cerrabas los ojos y te adivinabas soñando con el mar, con la playa, con tu vieja Bari, con el Adriático que te vió nacer.

Y sin que te dieras cuenta, por detrás de tus anteojos rodaban por tus mejillas ese recuerdo tan querido, esas lágrimas que no te salían de los ojos sino del corazón. Te reencontrabas con los tuyos allá lejos, en el tiempo.

Hoy, que ya pasaron como veinte años de tu partida, que ya no queda nada de tu casa, que la vida cambió tanto, siempre recuerdo tus manos, tu carita arrugada, tus lentes, tu bastón, mi viejo tano duro.

Gracias abuelo porque de vos, sin que lo sepas, heredé tu cabeza dura, tu paciencia, tu calentura, tu ternura, tus ganas de laburar, de mirar siempre para adelante, de no aflojar, de poner y poner.

De tanto en tanto, cuando voy a casa de los viejos, miro esa pared y veo tu reloj de péndulo, que todavía sigue andando y sonando, que hay que darle cuerda cada dos días para que no se pare, para que se acuerden de vos, y te sueño despierto.

Gracias, tano duro, gracias por todo y por tanto.


Texto agregado el 30-05-2005, y leído por 190 visitantes. (1 voto)


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