"...hasta que el prófugo olvidó de que escapaba"
Sentada,
en la madera incómoda,
la acusada espera la sentencia.
Su corazón late aún más fuerte
que cuando creyó amar.
Más veloz,
que aquella mañana junto al río de domingo,
trece de febrero.
Hoy, abril veintidós,
cualquiera sea el fallo,
igual creerá ganar.
Lamentablemente, se eligió víctima y victimaria.
También ha digitado su juez:
un tonto que desde siempre supo cual era el fallo.
No hizo falta jurar sobre ningún libro santo.
Los ojos de la niña bella no mienten.
Ésta vez reclaman justicia, merecida justicia,
(no es culpable más que de hacerme feliz).
Tres martillazos sobre la mesa de dos patas (equilibrio justo, milagroso), agrietan el silencio de la sala.
Sólos,
respiran acincopados ella y el juez.
Se miran fijo, dulces.
No se dan lugar a falsos testimonios.
Ella declara con sus manos,
con palabras muy demás, innecesarias para él.
Sin ropas ni discursos de protocolo,
interrumpe a la defensa:
-¡Libertad!, ¡Por siempre libre!-
Pero la dama apenas sonríe.
Festejo disimulado.
Sus ojos no mienten.
En ellos conviven la felicidad de la acusada libre
y el fastidio de la injusta demandante por perder el caso.
El juez es quien será juzgado ahora.
¿Será libre?
En sus honestos ojos verdes; la venda.
En sus manos (nuestras); la balanza.
|