Los naranjos emanaron un olor tan dulce aquel otoño. Había misticismo en el aire. Sentada frente a mi ventana observaba cómo las hojas de los árboles, de un día a otro, se tornaban secas, crujientes, amarillentas. Imágenes que bailaban dentro de mi mente, que me llenaban de dicha. Dentro de la casa reinaba un silencio apaciguado la mayoría del tiempo. Solía agarrar un viejo libro y leer bajo los naranjos soñando con princesas, pero al final ya prefería sentarme y observar por la ventana.
Olía a otoño, a tabaco, a calabazas… a recuerdos de hojas, a otoño sin hojas. Solía meterme en su cama cuando no había nadie para intoxicarme con su esencia, un olor tan misterioso y triste. Después lo miraba cuando no me veía porque me sentía incapaz de aguantar aquellos ojos tan profundos, llenos de secretos. Eso es lo que más recuerdo de él y del otoño.
El decía que yo era muy frágil, que era cristal y porcelana, seda y pétalos. Me gustaba pensar de mí misma como amaneceres fugaces, tan intangible y volátil como la belleza que se esfuma al tocarla. A él le daba miedo tocarme, pensar que me rompería en el instante más inesperado, desapareciendo sin despedirme. Por mi parte, lo deseaba, ardía con la ilusión de él, de su figura fuerte bajo las sombras, de su aliento a café, de la suavidad del tono de su voz. Pero él jamás me tocaba, prefería evitar cualquier contacto posible. Tan sólo la forma en la que me miraba mandaba escalofríos a través de mi espina; me revolcaba en su cama sola y sentía pasitos sobre mi piel, suaves cosquilleos y tiernos suspiros. Pasaban los días en la casa mientras afuera se escuchaba el constante eco de la pelea, el viento arrasando con las hojas ya secas, fumigando al mundo y a la esperanza.
Los días a veces se tornaban tan largos; yo encontraba formas de desaparecer el tiempo conforme esperaba a que él regresara, que volviera a mirarme con esos ojos indescifrables y despertara todos mis sentimientos nuevamente. Como yo no podía salir, trazaba juegos mentales donde soñaba que la casa era un desierto y mientras luchaba contra la sed, corría hacia espejismos enigmáticos, maravillosamente lúcidos donde crecían lagos brillantes y vivos. El riesgo del juego era vivir o morir, creer o desechar, sentir o dormir eternamente. Al final siempre encontraba la misma meta, siempre era la misma ilusión. Dentro del amor me cobijaba, mis pupilas se dilataban y sonreía sonrisas que yo sabía él sentiría. Realmente jugábamos juntos; era un lazo tan fuerte que nunca deje de sentir su presencia, un aura blanca rodeándome cálidamente.
Llegó una mañana en la que ya no pude levantarme de mi cama, y aunque intentara con fervor, mis brazos lánguidos parecían haber perdido todo rastro de fuerza. Me sentía paralizada de cuerpo y sólo mis ojos asustados seguían tan despiertos como nunca. Quería llorar, quería gritar y maldecir al infinito pero justo entonces sentí una enorme calma, como una ráfaga de pureza que me apaciguaba el alma. Entonces entendí. Jamás había vislumbrado el final tan claramente. Se podía respirar el otoño, afuera seguían cantando los pajaritos y el mundo no cesaba de girar. Era yo la que me iría. Cuando se llega a dicho entendimiento, todo lo demás ya no es necesario. No es conformidad, más bien, es un equilibrio total, un balance tan mágico que ya todo lo demás carece de necesidad. Con esfuerzo sonreí y cerré los ojos; él entró entonces. Se acercó, sentándose a mi lado. Se inclinó despacio y por primera vez desde que lo conocí, rozó mis labios dulcemente. Los dos entendíamos lo qué pasaría, ya sólo quedaba esperar. “Soñaré contigo cuando me vaya,” le dije juguetonamente. Él sonrió desde el alma, agarró mi mano entre la suya, la besó suavemente y nos quedamos dentro de la comodidad del último silencio.
|