Mi padre era el encargado del turno de noche de una fábrica de harinas de pescado. Los dueños de la fábrica, supongo que por razones puramente políticas, ( sobres repletos de dinero bajo mano y esas cosas tan típicas de nuestra bizarra economía), decidieron construir otra fábrica en un pueblito de la costa del norte de España.
A mi viejo le ofrecieron, (bueno realmente fue un “lo tomas o lo dejas”) ser encargado del turno de día allí, para formar y controlar un poco a los nuevos empleados. Le daban bastante más plata y una pisito pagado en régimen de alquiler en el pueblito. Se lo dijeron en un mes de junio y a mediados de agosto, la familia Pelaez, hizo los bártulos y se largó para allí.
Yo tenía 12 años y dejaba atrás una novieta, con la que incluso planee escaparme al enterarme de que nos mudábamos de lugar, un montón de amigos y todos los recuerdos de mi vida.
Luego, la verdad, es que no todo fue tan dramático como pensaba, el inicio del curso escolar en un nuevo centro, con treinta (más o menos) nuevos compañeros resultó bastante mejor de lo que en un primer momento parecía. Yo era el niñato catalán de ciudad comenzando un nuevo curso en una escuela donde ya todos se conocían de toda la vida. Pero enseguida conecté con la gente y mi vida volvió a estabilizarse. Eso significa que tuve otra novieta y comencé a espaciar cada vez más las cartas de amor con la antigua novia de ciudad, si, con esa con la que nos habíamos jurado amor eterno. La vida a los 12 es mucho más sencilla y lógica.
En la clase, como en todas las clases, estaban representados todos los arquetipos, los lideres, las guapas, los pringados, las tímidas, los freakis. Bueno todos habéis ido alguna vez a la escuela y tenéis perfecto conocimiento de cómo funciona este mundo.
Hay compañeros de clase que están toda la vida a tu lado pero de los que tu nunca llegas a saber absolutamente nada, esos niños grises como difuminados que se sientan en las filas intermedias y de los que una vez que abandones el colegio olvidaras inmediatamente su nombre, su rostro y su voz.
Una de esas niñas, que ahora bautizaré como Beatriz, era conocida en mi clase por sus ausencias a la hora de pasar lista ( “Pérez, Beatriz” , “no ha venido señorita”). Era una niña tímida , que hablaba muy poco y que venía poco a clase, aunque sacaba buenas notas.
Un día de primavera el tutor de la clase nos dijo que tenía que comunicarnos una cosa muy importante. Nuestra compañera de clase, Beatriz, que ese día tampoco había venido, tenía una leucemia del copón y le quedaban algo así como tres meses de vida. Sus padres y ella misma habían decidido que sus compañeros supieran la noticia y el tiempo que le quedaba pretendía hacer vida normal.
Es muy difícil contaros que es lo que pasa en una clase de chavales de 12/13 años cuando te dicen que alguien de tu misma edad se va a morir en un suspiro.
Cuando a los dos días Beatriz se incorporó a clase hubo de todo, muchos eran incapaces de mirarla a la cara, otros eran infinitamente amables y condescendientes con ella…
A mí, me fascinó la idea de que hubiera alguien de mi edad con la vida ya marcada, con una fecha de caducidad cierta y segura y sobre todo pensaba que a mí sólo me quedaban tres meses para intentar conocer a una persona de la que en los siete meses anteriores nada había sabido. Tal vez fuera una chica realmente interesante y no me quedaban más de tres meses para conocerla, compartir y aprender de ella.
Seguramente porque nunca la traté como la pobrecita Bea que se va a morir de un día para otro, me recibió muy bien. Nos hicimos realmente amigos, hablábamos muchísimo durante el recreo y los días que no venía escuela me pasaba por su casa y si su madre me daba permiso, los días que no estaba muy pocha, nos encerrábamos en su habitación y se nos pasaba la tarde sin darnos cuenta.
Mi novia del cole, de la que ya ni recuerdo el nombre, acabo enfadada conmigo y enrollándose con mi mejor amigo de la clase, cosa que no me importó en absoluto y además me sirvió para darme cuenta de la relatividad de ese sentimiento tan extraño que llamamos amor.
Un día en la habitación de Bea, habían pasado dos meses desde que nos reunieron en el cole para comunicarnos su enfermedad, estábamos enfrascados en una conversación que ahora ya no recuerdo, pero seguro que era divertida e interesante, ya que Bea era una de las personas más ingeniosas e inteligentes que he conocido nunca, cuando ella me dijo que nunca le había besado nadie y que “se moriría por un beso mio”.
Yo que era, y continuo siendo un gilipollas y siempre tengo la necesidad de soltar el comentario gracioso (joia ironía!!) le contesté un “paso de competir con la leucemia, yo te beso pero mejor que te mate ella” lo que provocó que a ambos nos diera un ataque de pura risa. A Bea le entró la tos de tanto reirse y su madre preocupada apareció en la habitación y nos dijo que era mejor dejar por ese día la conversación.
Los tres siguientes días no me dejaron entrar a verla. Al cuarto murió.
Cuando fui al velatorio no tenía la idea preconcebida de besarla, pero cuando la vi, tan guapa y serena dentro de su ataúd blanco supe que quería y tenía que hacerlo. Se que fui a tocarla como el resto de la gente (en España se toca mucho a los muertos) pero me descubrí presionándole las mejillas con mi mano para abrirle la boca e introduciendo mi lengua entre sus labios.
Recuerdo que la gente gritó y que alguien me soltó una soberana ostia por la espalda y que me sacaron a empujones de la sala del velatorio.
Recuerdo también que mi padre, por la tarde cuando volvió de la fábrica llevaba los ojos inyectados en sangre y me dio la primera y única paliza de mi vida.
Recuerdo también como a mi vuelta al colegio nadie me hablaba y todos me evitaban. Se que también a mis padres y hermanos les hicieron el vacío en el pueblo.
En julio, mi padre, pidió el traslado, por motivos personales a su antigua fábrica y los dueños se lo concedieron inmediatamente.
Volví a mi ciudad, a mi vida anterior, mi familia nunca ha hablado del tema, es un gran tabú, y si alguien preguntaba porque nos volvimos ofrecian los más peregrinos motivos.
Al final parece que aquello no llegó a ocurrir nunca, pero lo cierto es que sucedió y lo que es todavía más cierto es que nunca me he arrepentido por besarla.
Estoy absolutamente seguro de que a ella le encantó ese beso y de que si al final no nos acabamos cuando nos morimos me estará esperando para devolvérmelo.
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