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Anoche soñé que mataba a una familia entera.
Caminé por una vecindad sucia cruzando tendederos con sábanas roídas y ríos de jabón que se aglomeraban en las coladeras de un patio gris.
En el fondo de aquella cloaca, había una puerta metálica con latas oxidadas que hacían las veces de macetas y el resplandor azulado de una televisión se escapaba a través de las delgadas cortinas que cubrían la ventana. Caminé seguro, sin ansiedad ni prisa hacia la entrada, mientras sacaba del interior de mi saco una escuadra negra con cachas de goma. El peso del arma en mi mano era familiar y con destreza revisé que estuviera cargada y lista para disparar. Corté cartucho y removí el seguro.
Tranquilamente abrí la puerta metálica y avancé con paso firme por la sala de esa minúscula casa.
Toda la familia estaba ahí viendo la televisión. Un hombre calvo se levantó y con el rostro descompuesto me encaró, antes de que él pudiera decir nada, detoné la pistola y sentí su fuerza pateando en mí mano. El tiro entró en medio de sus cejas y él cayó violentamente de espaldas sobre la mesa de centro. Dos niñas, que no pasaban los diez años, corrieron hacia una de las habitaciones y yo disparé en contra de ellas. La más grande recibió los impactos en la nuca y en la espalda; la madre gritó llevándose las manos a la cara y se arrodilló frente al cuerpo inerte de su hija, yo aproveché ese movimiento para acercarme a ella y terminar de vaciar la pistola en su frente. Cuando la última bala salió del arma, yo levanté la mirada buscando a la niña más pequeña que se había escondido en la habitación contígua. Escuché su llanto, sus rezos y en ese instante apreté el botón que liberaba el cartucho usado del arma y lo cambié por uno nuevo mientras entraba a la habitación.
La niña estaba agachada detrás de una de las camas y sus labios temblaban incontrolablemente, tenía un mameluco amarillo salpicado con la sangre de su hermana y sus profundos ojos verdes se le salían de las cuencas; me miró horrorizada y yo simplemente levanté el brazo y disparé ocho veces sobre su pequeñísimo cuerpo.
Nunca sentí remordimiento en el sueño, estaba tan sereno que simplemente guardé el arma en mi sobaquera y pasé por encima de los cuerpos en mi camino hacia la salida.
Me desperté con un grito y al incorporarme, temblaba violentamente; un sudor frío me cubría todo el cuerpo. -¿Quién puede ser capaz de matar de esa forma sin sentir absolutamente nada?- Me pregunté escandalizado.
Tratando de despabilarme, me llevé las manos al rostro para limpiarme el sudor con lo que yo creí era la cobija de mi cama, para segundos después descubrir que en realidad era un mameluco amarillo impregnado con un fuerte e inconfundible olor a pólvora.

Texto agregado el 13-12-2002, y leído por 368 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
07-06-2007 ASESINO!!!!! bookkeeper
18-12-2002 Me gustó mucho tu cuento, mis felicitaciones al menos los matastes a todos, muy interesante Krystal
16-12-2002 Se intuía el final, pero eso nole quitó ni un ápice de interés a la lectura. Buen cuento marxxiana
14-12-2002 Humm, mejor vuélvete a dormir, para deshacer tanto dolor hecho realidad; lindo, un saludo, Ana. AnaCecilia
13-12-2002 En los sueños y las pesadillas no existe la mala puntería... Kubo
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