Lo negro engullía el vapor de luz que intentaba filtrarse en la rendija. Llamaradas de risa tropezaban con sus dientes apretados, podía sonreír; quién le vería, pero por cuál razón iba a hacer algo tan estúpido y provocativo, carcajearse sería una válvula de desoxidación: Expulsar la pregunta… ¿qué pregunta? Cerró los ojos un rato para aclarar las cosas, cuando los abrió, pudo ver que el charco de la luz en el gélido piso había desparecido. Con cuánta extrañeza podía irse una última estrella, por qué tenía el hombre una laguna. La pregunta intentaba manar como una pedrada interna hacia la cóncava del cráneo, un estallido que le hiciera vomitar un grito seco y el bolo interrogante se aferrara salvajemente a la garganta, trayendo consigo algunas cuerdas bucales… “¡Qué Hice!”, por fin manó el cavernoso aullido en medio de lágrimas convulsas. Quizá había transcurrido una hora, dos máximo, él estaba en el suelo, apretaba el cachete contra el asfalto, nadie iba a despojarle de su vehículo. Uno, o dos, se le hacía difícil cuantificarlos, otro fogonazo: Un golpe feroz con el filo de un kiosco, cayó sobre el antebrazo, un hormigueo templado escaló desde el codo hasta el hombro. Nuevamente querían quitarle lo único que le restaba, pero no iba a permitirlo, no, enfrentaría a los tipos aunque el costo fuese ese. Era necesario establecer el nexo entre las imágenes y la realidad, giraba la cabeza sintiendo algún desconocido acercarse, pedirle explicaciones incognostivas, un estallido de los músculos del tórax remontaba los centros nerviosos haciendo vibrar la cabeza como brío equino. De dónde ese sentimiento manaba, qué había hecho, dónde lo había hecho, a quién se lo había hecho… nada, solo algunos gritos, voces fugaces rebanándole los sesos. Aguzaba el oído intentando atraparlas, pero eran líquidas e inflamables, al escuchar una silaba; la otra la atropellaba haciéndole perder sentido. Una máquina de escribir traqueteaba constantemente. Por los golpes en el rodillo suponía escribían frases cortas y concisas; como un telegrama. Tres palabras: enfrentamiento en… ¿en dónde?... ¡ajá! Enfrentamiento, eso daba sentido a las imágenes, o un sueño, simplemente un recuerdo fresco de la actividad inconsciente; el sabor a misterioso dilema con que uno se levanta después de una pesadilla, pero una pesadilla no lo levanta a uno en ésta habitación fría y hedionda a orines y mierda, “¿Estoy en la cárcel?” –gritó- sin conseguir respuesta, unos pasos se acercaron, la luz volvió a derramarse debajo de la puerta, dos haces de sombra la rasgaban, si estaba en prisión; las zanjas en la mancha luminosa debían pertenecer a las piernas de un guarda; abriría la puerta para patearle inmisericorde las costillas, la sombras se hicieron más delgadas permitiendo a la luz la abordarlas por los flancos, como las aguas del mar rojo encubrieron a Moisés. ¿Dónde estaban los demás reos?; nadie se acercaba a robarle los zapatos ni a violarle como uno se imagina cuando cae preso. La cabeza encontró el suelo duro, sintió un hilo caliente deslizarse al pabellón de la oreja, empozándose en el cartílago inferior, se imaginó en la oreja una concha marina recordándole la música del océano. Le metieron el brazo por la ventanilla del carro, si, el agarró por la manga el intruso, no vio donde asestó el golpe, pero asestó, apretó el puño derecho y le dolía, entonces sucedió; eran muchos, la calle estaba oscura… Por qué le dejaron vivo, a dónde le llevaron, esa máquina le dice que está preso, ¿o escriben una nota de secuestro? “Díganme por qué estoy aquí… ¡Malditos!” –alcanzó a vociferar en medio de un dolor en el esternón. No obtuvo respuesta. El mareo poco a poco iba perdiendo el dominio de su cuerpo, intentó estirarse pero una cuerda lo impidió, en la cárcel no hace falta que lo amarren a uno porque para eso están los barrotes. Revisó las ataduras, nacían en las muñecas y adentrándose en la entrepierna, un cordón las mantenía sujetas a los tobillos; una posición incómoda pues la columna se arqueaba de manera fisiológicamente incorrecta. Era una medida demasiado inhumana para ser de la policía, resultaba más acorde con el estilo del departamento de investigaciones penales y criminalísticas, pero cómo un hombre pacífico caía en tales abusos, conductas criminales se había manifestado nunca en él, ningún expediente. Una calle surcada de personas que huían impactó su imaginación, alguna pelea pública en una fiesta pueblerina; uno sabe el momento preciso cuando va estallar una riña en ésas celebraciones por el movimiento de las masas apretadas: primero comienzan abrirse pequeños huecos dentro de la multitud justo donde están las personas discutiendo, la gente instintivamente se aleja tres o cuatros pasos de los contendientes, éstos todavía están “hablando el problema”, las pequeñas corrientes de personas que intentan desplazarse, hacen un recorrido curvo rodeando el lugar del suceso, entonces estalla el coñazo en el cachete del más flaco, tres o cuatro se meten a separar a los gladiadores y terminan puteándose las madres entre ellos. Alguno saca un cuchillo; en el peor de los casos una pistola, de la masa brota un gemido al unísono cuando ven el arma, como rebaño huyen del depredador justo en dirección contraria a donde él se desplaza, la policía o la guardia se abre camino entre la multitud soltando peinillazos o garrotazos al azar, el cardumen histérico se divide como si tuviese un reflejo común y se encuentra el primer conflicto con el conflicto legal. Cuatro, cinco, seis calentadas de culo, reciben los “perturbadores de paz en la vía pública”, la tranquilidad regresa, la turba se burla de los “canapiales” y “malandros” que llevan arrastrados por el cuello de la camisa… todo arreglado. Pero él no recuerda alguna cosa parecida antes de su laguna mental, sí llegan, esporádicas, tenues, entrecortadas escenas de un conflicto, pero no en tales condiciones. La vejiga estaba por estallarle, apretaba el pubis para impedir el libre manantial que pugnaba por salir de la uretra. “Quiero orinar”-gritó- “Méate ahí” –le respondieron. Como librándose de la culpa relajó el bajo vientre, el interior absorbió el primer chorro del líquido tibio, quiso parar pero fue inútil, el orine llegó al pantalón e imaginó como una flor húmeda abría sus pétalos en el “Blue jean” perdiendo la forma. La extrusión tomo camino hacia el muslo y se detuvo. Ya relajado pensó en lo incómodo de estar recostado en sus esfínteres, decidió reptar a un espacio seco, a modo de salamandra movía el torso a un lado y otro, mientras con los brazos se empujaba en sentido contrario. ¡Deténgase!- escuchó en su cerebro- ¿tenía algún sentido esa palabra? ¿El huía, el mataba, él golpeaba? No, era un deténgase de los que dan para detener el vehículo, ¡aja! ¡La ventanilla! El brazo, todo cobraba sentido: El estaba huyendo por alguna razón y le detuvieron, como omitió la voz de alto le interceptaron, intentaron sacarlo por la ventanilla del carro, el le asestó una mano en el ojo al efectivo, éste se arrechó y lo molieron a palo, ésto explicaba el intenso dolor generalizado que sentía, luego lo hicieron preso. ¿Y por causa de qué estaba huyendo? Allí es donde todo perdía concordancia. En las afueras un vehículo llegó y se escuchó cuando el motor dejó de funcionar, posiblemente su compadre lo venía a rescatar de las mazmorras, no tenía un rango alto, pero ser cabo primero pesa más en comparación a la gestión de un abogado, aquí todo se resuelve por tráfico de influencias o amiguismo. En cualquier instante la puerta chirreaba dando paso a un espeso y enceguecedor túnel de luz, su compadre lo observaría con gesto comprensivo, armaría un peo porque lo tienen amarrado como un perro, lo levantaría por la axila, llevándolo a casa para descansar del infierno incomprensible que vivió. Cerró los ojos y la tranquilidad de la quimera le nubló la conciencia. El ruido de un motor viejo al encenderse, le despertó. ¡No puede ser! El carro partía, el sonido se alejaba cruzando en una calle, ésto lo sabía porque no se silenció en manera gradual sino abrupta. Su compadre se había ido, estaba seguro: se había decepcionado de los cargos y decidió no meter la mano allí, ¿Cuáles cargos se le imputaban? No hizo nada, no violó; el era un caballero de forma y figura hasta la sepultura… ¿Violaría? Lo último que recordaba era estar sentado con la mano aferrada a una botella, luego… nada, ¡Nada! Tomaba, tomaba y mucho, no recordaba la razón para haberse embriagado; nunca había ingerido alcohol hasta perder la conciencia. ¿Qué habían hecho su carro? “¡Qué hicieron con mi carro, nojoda! –inquirió. Seguro se vieron obligados a traerlo hasta aquí, era ilegal proceder de otra manera: tenía sentido: recordaba estar en el asfalto escondiendo las llaves contra su pecho, varios intentaban despojarle de lo último que le quedaba… ¿lo último? ¿Acaso una simple máquina de combustión interna era el fetiche de su razón vital?: No, su fetiche era ella, ella hecha cosa: cosificada. La imposible, la blindada mujer inaccesible y lejana, horizonte enajenado. Quizá la encontró con otro, otro tipo abrazándola mientras el concierto les hacía una burbuja de pasión, mientras la borrachera le cegaba el entendimiento, lo brutalizaba a tal punto que rompió la botella y se la enterró en la yugular al maldito. ¿Asesino yo? ¿Por esa razón huía? Entonces pudo ser que llegó medio alegrón a las ferias y viendo a su idealizada novia –que no era tal- con otro, comenzó a ingerir licor desaforadamente. El veneno inundó las arterias del cerebro, perdió el dominio de sí mismo y ejecutó la venganza porque ella jamás lo aceptó “y no quería ningún compromiso con nadie por ahora”. Las masas apretadas se abrieron como un cardumen a su alrededor, la policía trató de prenderle, él huyó del sitio, encendió lo único que le quedaba; su carro. En la persecución alguna unidad le obstaculizó el paso, el efectivo intentó sacarle por la fuerza, él le asestó un coñazo en el ojo, lo enfureció y lo descalabró a golpes con otros policías, como lo vieron fuera de sus cabales, le amarraron para que no se hiciese daño a sí mismo dentro de la celda. Su compadre lo vino a sacar, pero al escuchar la versión de los subalternos, decidió dejarlo allí hasta la mañana; si lo soltaban era capaz de cometer otra atrocidad. Así las cosas cobraban forma, pero eran puras suposiciones hilvanadas de algunas imágenes estallando en su cabeza. Escuchó el “Clin” de la maquina, el rodillo giró, lenta y poco a poco los tecleos cobraron velocidad y en lugar de frases de telegrama sintió que el mecanógrafo emprendía una fluida prosa con pocos signos de puntuación; un bello párrafo donde se describían los hechos literalmente, era una historia digna para un reo, un asesino, un demente desenfrenado, prófugo de la justicia y peligroso criminal. La sentencia era innecesaria, veinticinco años de prisión como mínimo, se había sesgado la vida en busca de una quimera, eso no podía soportarlo… Logró desatar el cordón de las muñecas y alegremente desamarró las juntas de los tobillos, extendió la cuerda percatándose de que lo amarraron con los cordones de sus zapatos, exploró la oscuridad de las cuatro trashumantes paredes y encontró una argolla de amarrar hamacas, esa podía ser la solución… No le importó de manera alguna la cercanía de la argolla con el suelo, aunque para colgarse hubiese sido necesario levantar las piernas; Una vez leyó en un periódico sobre la muerte de un anciano que se colgó de la pata de una cama; no murió por asfixia mecánica, pues al dar un salto, y dejar caer todo el peso de su cuerpo sobre el cuello; la última vértebra se enterró en cerebelo, causándole una muerte inmediata. Ató una punta a la argolla y la con la otra rodeó su cuello. Con cuánta extrañeza podía irse una última estrella. Brilló en la oscuridad la idea del suicidio, ahora si pudo expulsar la carcajada que desde hace horas necesitaba emitir, haló el cordón para asegurarse de no quedar vivo y saltó encogiendo las rodillas como lo hizo aquel viejo…
El expediente sólo mencionaba que le habían encarcelado por orinar en la vía pública y resistirse al arresto.
|