"Durante el viaje se canta y charlotea;
los islotes están frente a la costa,
más allá de la Isla, y el viaje es largo".
Knut Hamsun.
CUALQUIER ESQUINA
La ciudad callaba, sólo un viento racheaba las calles vacías mientras los perros más madrugadores vaciaban los contenedores en busca de algo más provechoso que el frío. Un bote de lata calló al suelo y, con estruendo, rodó hasta sus pies, pero no se inmutó. Los plásticos volaban en traviesas filigranas, y una hoja de periódico chocó contra su rostro; tan sólo resopló, el viento volvió a llevarse el papel de nuevo. Era la esquina de Ron, él ya no se acordaba desde hacía cuánto. Envuelto entre cartones se hacía el remolón para despertarse, además, la helada mañana tampoco ayudaba; poco a poco se desentumecía. Algún vehículo aislado anunciaba el amanecer de otra jornada gris al borde del empedrado, duro, pero ya familiar. Se incorporó con perezosa lentitud, casi hasta sentarse, porque aquello le llamó atención, si algo había capaz aún de sorprenderle entre aquellos andurriales. Enfrente, un furgón blindado aparcó haciendo rechinar las ruedas al subir sobre la acera. Ya lo había visto en tres o cuatro ocasiones anteriores, de los más de once años que llevaba sobreviviendo en los alrededores de su esquina predilecta. No tenía otro lugar adonde ir; tampoco es que le hubiera tomado cariño al sitio, pero allí aguardaba algo, lo sabía, tal vez aquella vez fuera la señal...
Los cuatro hombres que descendieron del furgón abrieron las puertas traseras: uno subió rápido los escalones que conducían al Museo de Arte, junto al Conservatorio, para abrir la entrada principal, mientras el conductor sujetaba el portón del vehículo. Los otros dos cargaron el peso de un enorme paquete embalado, que introdujeron al Museo con cuidado de no tropezar en los escalones. Ahora no tardarían en salir y cargar con otro pesado paquete, quizás varios en esta ocasión, si hubiera suerte.
Cuando finalizaron la descarga los hombres volvieron al interior del vehículo, y no fue hasta que desaparecieron de su vista, cuando Ron se decidió a reincorporarse del todo. Cruzó la calzada y enfiló la calle cercana, un tanto tambaleante, hasta dar vuelta a la manzana; allí descendió por las escalinatas del puente y se adentró en el túnel, no sin mirar hacia atrás de continuo, receloso. Después de asegurarse de que nadie venía detrás, se agachó, levantó la tapa de la alcantarilla y se introdujo en la cloaca. "Por fin en casa", se animó. Se atusó los bigotes y aplastó las barbas con las palmas de ambas manos, para darlos forma y, confiado ahora en la intimidad del hogar, aprovechó para estirarse, igual que sus vecinos los gatos callejeros.
Luego se adentró por aquel laberinto de pasillos que conocía a la perfección, era capaz de recorrerlo sin necesidad de iluminación, después de frecuentarlo durante tanto tiempo. El hedor resultaba pestilente a medida que avanzaba hacia el fondo, y la oscuridad era absoluta; el ruido silbante de las ratas le orientaba, incluso tropezó con alguno de sus cuerpos blandos, antes de llegar al muro. Palpó en cuclillas el borde del zócalo hasta dar con la estrecha trampilla a la que la faltaban dos barrotes. El óxido y la erosión de la humedad habían hecho el trabajo, aunque también él contribuyó limando sus extremos durante interminables meses de ocioso aburrimiento. Se dejó rodar y pasó al otro lado, un reducido tabique de separación que por seguridad bastaba para albergar a una persona. Ahora la claridad se filtraba en forma de minúsculos puntitos por la rejilla de ventilación. La desmontó sin dificultad, había ensayado durante años aquella maniobra, y todo estaba listo, preparado para ser usado cuando llegase el momento.
También conocía de memoria la distribución de aquel almacén interior, perteneciente al Museo, y los tesoros que, en escrupuloso orden, descansaban entre sus paredes. Se había paseado a sus anchas entre ellos, curioseando su posible valor, sin prisas, a la espera de que todos los factores aledaños favoreciesen la circunstancia idónea; algo le decía que, al igual que en las anteriores ocasiones, había llegado la hora de actuar. Buscó entre los enseres y enseguida localizó el nuevo material que acababa de entrar al Museo; el enorme cuadro se apoyaba contra dos columnas ya sin embalaje. "Demasiado grande", pensó. Desembaló una de las cajas y se fijó en un candelabro de cuatro brazos de oro. Ahora sí, junto a los estantes, halló los dos lienzos que ya antes había elegido, y no tardó en liberarlos de sus bastidores, enrollarlos y salir por donde había entrado. Encajó de nuevo la rejilla y se deslizó bajo el tabique. Algo más adelante se desvió en una de las galerías, posó el preciado cargamento y, a tientas, dio con el adoquín suelto del que extrajo su enorme bolso de viaje. Se quitó la roída y maltrecha gabardina, que dobló en el hueco libre de la baldosa, y la sustituyó por un grueso abrigo de ante. Volvió a enrollar los lienzos despacio y, con el candelabro, los metió en el bolso. Antes de salir prestó atención a cualquier posible ruido anómalo en el exterior y, una vez se aseguró, abandonó la alcantarilla.
Desde el final del puente hasta el Parque Central, apenas separaba un centenar de pasos antes de encontrar la primera boca de metro. Ron se apostó a la entrada del vagón, mezclado entre los demás pasajeros, sin soltar su maleta de viaje, mientras escudriñaba con interés cada señal; quedaban cinco paradas, quince escasos minutos para llegar a la estación de trenes.
Ron sabía que con ese mismo intervalo de tiempo un ferrocarril de cercanías le dejaría en su destino. Lo tenía tan cerca y lo sabía tan bien que, quizás por eso, no lo repetía con asiduidad; sólo en ocasiones señaladas, como aquella, cuando todo parecía concordar y obligarle a regresar a casa.
Distinguió el letrero del andén antes de que el tren comenzara siquiera a frenar. Cuando descendió evitó la salida principal y, por un lateral, se alejó del concurrido centro del pueblo. Un camino vecinal se adentraba entre fincas y huertas colindantes y, al fondo, podía vislumbrarse la silueta del castillo medieval, circundado de viñedos, que se abría grandioso a medida que se iba aproximando.
La sirvienta, una señora mayor de uniforme, fue la primera en salir a recibirle, nerviosa, aunque acostumbrada a estas bruscas apariciones del señor Barón. Antes, hizo sonar la campanilla para advertir a su marido de la presencia del amo, que acudió raudo; ambos ancianos cuidaban del palacio y se ocupaban durante todo el año de los quehaceres necesarios de su vivienda, era su trabajo.
–...¡Señor, no sabíamos...!
El Barón no le dejó continuar, con un gesto de su brazo saludó, breve, al tiempo que interponía un margen prudente de distancia.
–Prepáreme algo caliente, no dispongo de mucho tiempo.
–¿Cómo las otras veces, señor Barón? Entonces querrá que...
–¡Sí, como siempre! –le interrumpió de nuevo, tajante, mientras accedía sin detenerse a la gran escalera de caracol que conducía a los aposentos.
Una vez arriba, el Barón desenrolló los lienzos y, de un armario bajo, sacó un hatillo de herramientas de mano: un martillo pequeño de carpintero y cuñas de madera de diferentes tamaños. Dedicó el resto de la mañana a montar las telas sobre la nueva estructura. Finalmente los contempló sin ocultar cierto gesto extasiado, ya colgados en su ubicación definitiva. En el centro del salón, sobre la mesa, el candelabro de oro lucía todo su brillo. Se acercó al cuadro más grande y acarició la firma, que deletreó...
–...T i z i a n o...
No consiguió, sin embargo, distinguirla en el otro; lo dificultaban dos iniciales un tanto borrosas. En los últimos diez años aquella habitación había multiplicado su valor; las pinturas llenaban la estancia con un aire sobrio, distinguido, propio de una auténtica mansión señorial.
Cuando bajó, la pareja de ancianos le esperaba junto a la entrada, al pie de la escalera. Ella aguantaba entre las manos una taza de consomé ya templado, que el Barón bebió en dos largos tragos. Después, les dirigió una mirada contenida de solemnidad, a modo de despedida.
–...Los negocios no pueden esperar.
Le vieron salir a grandes zancadas, ligero, sin otro equipaje que su bolso vacío, acostumbrados a sus espaciadas idas y venidas sin anunciar. Le conocían desde la infancia; ya trabajaban allí cuando vivían sus padres y, después de su fallecimiento, aún continuaban. Con la desaparición de la señora, no obstante, el Barón cambió la apática ociosidad por los viajes de negocios, cada vez más prolongados.
Ron apresuró el paso dentro del camino vecinal, ya podía presentir el ajetreo de la estación con su murmullo de gente. Más allá, al otro lado, la ciudad aguardaba en una encrucijada de calles mudas, cómplices, donde la vida se disfrazaba de asfalto para, tal vez, un día volver a sonreírle a la vuelta de cualquier esquina.
El autor:
tamargoluis@yahoo.es
*”Es una Colección de Cuadernos con Corazón”, de Luis Tamargo.-
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