El follaje de los arboles se mecía con calma al viento, las hojas verdes perecían disfrutar cada momento de libertad que el viento les hacía sentir al moverlas, las ramas más verdes se movían al unísono, mientras el tronco grueso recordaba su juventud pequeña y vulnerable.
En el edifico cercano, un grupo de amigos conversaba, observando el efecto del viento en los arboles, y uno en particular, prestaba atención al susurrar de las hojas. Parecía prestar especial atención a aquel sonido tan escuchado por todos, los días de viento, aparentaba entender lo que los arboles querían decir, pero eso sólo en su imaginación.
Minutos después, el grupo de amigos decidió abandonar el edificio, para dirigirse a un lugar más cómodo y cálido, el viento estaba empezando a afectar seriamente a los jóvenes, quienes no habían previsto el viento frío cuando salieron de sus casas. Al caminar por entre la arboleda, conversaban sobre lo que había sido el día, mas uno de ellos estaba callado, cabizbajo, sombrío. Era difícil de explicar, pero a medida que avanzaban, los árboles parecían doblarse para huir de aquél joven y sombrío muchacho, que hace unos momentos prestaba atención a los secretos que compartían…
Ellos lo saben, lo saben y lo comentan, se burlan, disfrutan a costa mía… No se merecen mi indiferencia, merecen castigo.
Te estuve esperando toda la mañana, ¿dónde estuviste?. Pero me dijiste que te ibas a hacer tiempo… Sí, claro. O sea, tienes razón, es verdad, pero no me parece que sea lo suficiente como para… ¡¿ah?!. Pero si yo no he hecho nada, ¿de dónde sacas esas cosas?. Tus amistades valen hongo, no sé por que les prestas atención… No estoy enojado, simplemente me exasperas. Claro que no, si sabes que te quiero, no entiendo porque necesitas que te lo recalque a cada rato, además fuiste tú quien no se presentó. Pensar, así se llama ahora, pensar. Bueno, yo también necesito pensar entonces.
Todos ellos estaban ahí, incluso los que no estaban ya lo saben, el viento se ocupó de repartir la conversacion entre todos, maldito viento, malditos árboles y sus susurros del demonio, no tienen derecho a irrumpir de ese modo en mi vida, ni en la de nadie.
Mientras pensaba en eso, los arboles notaron el odio, se asustaron, e intentaron escapar, era cierto, lo sabían todo. El grupo de jovenes seguía su camino, como si la vida no fuera más que una paseo, pero el afectado se quedó atrás, no lo notaron, nunca lo notaban en todo caso. Si los árboles pudieran tragar saliva, lo habrían hecho. De haber estado ahí, cualquiera podría haber sentido que estaban aterrados, después de todo, es el ser humano el único y más peligroso de sus enemigos. Se acercó lentamente a uno, no lo podía ver, tenía los ojos cerrados de ira y desesperación, y descargó toda su rabia en el tronco. Uno tras otro, los golpes más que herir al árbol lo herían a él, porque sin darse cuenta, estaba golpeando al único árbol que no le había temido, al único árbol que se había reído de su situación, al único árbol que le iba a responder con la misma rabia, el odio que recibía en los golpes.
Al cabo de unos instantes, se aburrió, y en el golpe final, que el árbol tuvo el ingenio de prever, su mano, ya ensangrentada, se enfrentó en un último combate con el quieto árbol, que esta vez respondió con una táctica digna de boxeador profesional; en el momento exacto en que el puño tocó la corteza y se aplicó la fuerza suficiente, el árbol, con todo el derecho que le da la rabia y la venganza, sutilmente, le rompió el segundo metacarpiano de la mano derecha. Él no se dio cuenta, hasta que ya era muy tarde, el daño estaba, el dolor no desaparecía, y el árbol se reía en su cara.
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