Desde que llegué a París, nunca decidí subir a la Torre Eiffel, destino obligado de todo turista que se precie de tal.
Todos los días cruzaba por debajo de su gigantesco basamento y no podía dejar de admirar el entrecruzamiento de los hierros remachados, que, armados con precisión, parecían un encaje férreo elevándose al cielo.
Algún día, me decía, subiré de una vez por todas. El costo de la entrada y la poca disponibilidad de tiempo, hacían que pospusiese la visita.
Llegado a París a estudiar, me di cuenta que la beca no me alcanzaría, por lo que busqué un trabajito en una cave de la ribera derecha, y hacia allí me dirigía diariamente, luego de mis cursos en la Sorbonne, pasando por debajo del emblema de la Cité.
Algún día….A medida que los meses pasaban, esa expresión se me hacía más dudosa porque el momento nunca llegaba.
Pasaron diez meses, mi beca llegaba casi a su fin, y yo seguía pasando por la Torre sin visitarla. Corriendo siempre, sabiendo que el tiempo se me iba y que muchos planes quedarían pendientes cuando tuviese que volver a mi país.
Un domingo, casi al fin de mi estadía, decidí tomarme un descanso de estudio y trabajo, y partí ¡al fin! hacia la isla. Hice una cola larguísima; parecía que todos los parisinos y los turistas habían pensado lo mismo que yo.
Tandas de alegres gentes subían a los ascensores y después de un par de horas, quienes aún esperábamos, los veíamos bajar felices y admirados.
Al fin me tocó el turno, saqué mi billete y subí al elevador junto con estudiantes que, igual que yo, aprovechaban el día radiante, para un paseo.
Comenzó el ascenso, en el primer piso, vimos París desde la altura y continuamos viaje, en la parada del segundo, un restaurante ofrecía exquisiteces, caras para nuestros bolsillos pobres de francos, pero nosotros admiramos el Campo de Marte y seguimos hacia arriba.
El sol se ocultó y algunas nubes aparecieron flotando lentamente ante nuestros ojos, mientras seguíamos el recorrido vertical, cada vez más alto, más cerca del cielo.
En la tercera parada la admiración se manifestó con exclamaciones en alta voz. .La ciudad, el Sena, el horizonte lejano, todo envuelto por rayos de tímido sol que atravesaba las nubes, daban una visión mágica a la escena.Los hierros enormes unidos por enormes tornillos, dejaban pasar líneas de luz que refractaban en algunos cristales. Todo estaba rodeado de algodones flotantes, dorados y húmedos, mientras íbamos subiendo más y más alto.
De pronto un chasquido, una luz enceguecedora, un sacudón y silencio total.
El ascensor había desaparecido junto con sus ocupantes, pero yo seguía subiendo, subiendo, desmaterializado, sin saber hacia dónde, quizás hacia el infinito.
Y ahora, héme aquí; continúo el camino, entre copos blandos y luces. A veces entreveo un trozo de viga metálica, un remache, a veces un ser humano que, como yo, no sabe cuál será su destino; muy de tanto en tanto algún angelito sobrevuela mi cabeza tocando un arpa y me sonríe.
Yo espero que el tiempo pase. Indudablemente la medicina francesa ha evolucionado, en los ratos de lucidez que tengo, veo que este loquero no se parece en nada al de la película del marqués de Sade.
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