Parte I
Puede ser simplemente una ilusión que impresiona e inquieta en la mitad de la noche, en la soledad del lugar donde mi cuerpo yace intentando descanso. No sé si es tarde o más bien muy temprano, de madrugada, a esa hora en que hasta las cigarras duermen. Duermo yo, con el pecho atrapado entre la sábana, con la espalda descubierta, al igual que mis pantorrillas, dirigidas al techo. Doy la espada al invasor que me observa, a quien no he podido ver aún: ni ahora ni la vez pasada, pues ya había sucedido… solo que entonces estaba segura de que nadie estaba en casa. No se cómo lo hizo; no se cómo entró, pero lo hizo. Me observó un rato, se acercó y deslizó las sabanas sobre mí, cubriéndome, dejándome paralizada de temor de pies a cabeza. El miedo desvanecía a la vez que iba convenciendo a mi lado consciente de que aquello no debía ser más que una jugarreta de mi otro lado, el inconsciente, pues no debía haber nadie adentro; no había modo de que alguien accediera a esa fortaleza, mi casa; y de lograrlo, evitaría hacer lo que ahora hacía aquel invasor ilusorio: hacerse evidente; hacerme sentir su presencia. Pero esta noche es diferente.
Esta noche no estoy sola.
Parte II
Creo saber quién es. Siento que no es un simple sueño. Lo que más me llena de temor es no tener certeza de que es todo esto: otra telaraña del subconsciente o la absurda realidad a escala más fina. Pero está ahí y me está observando. Lo se aunque no pueda abrir los ojos. Lo se porque sigo su respiración y sus pasos lentos. Es demasiado increíble para creer que es real, pero demasiado real para menospreciarlo como un burdo sueño. Susurra algo; sólo puedo oírlo a él, vigilándome cuando no hago otra cosa que retener mi poco aire, inmóvil. Y cuando el acecho es inminente, me arropa… y se va.
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