Viernes por la noche. La música, los cigarrillos, la escritura, los amigos, el sexo: ella. Caminando entre las mesas. Sigilosa, segura, sensual: ella. A cada trago más distante. Tiendo la red por mero compromiso. Sólo un segundo, un impulso eléctrico: ya es mía. Por siempre. Nada puede hacer la presa. Todo se vuelve una cuestión de orgullo.

- ¿ Por qué me tomaste una foto? – preguntas algo molesta.


Porque soy un egoísta, un puerco, un excéntrico gusano que busca en el exterior lo que no encuentra dentro de sí. Pero esa no es la respuesta que tú quieres escuchar. Tú quieres que te diga que lo hice porque eres hermosa, porque me gusta tu cabello pintado de rojo, tus caderas, ese arete que tienes en el ombligo. Cumplo tus deseos. En el fondo eres como yo.

- Soy Laura – me dices con tu voz de virgencilla perversa.

Apenas y te escucho. La música es cada vez más densa, no hay silencios, y el olor nauseabundo se filtra por nuestras narices. Es el olor del miedo, de la confusión, del desencanto, del no saber qué hacer en un mundo que ya tiene sus reglas. Los que están sobre la pista parecen gritar: ¡ Somos inmunes, somos cucarachas, bailamos “ La ingrata ” sobre el tiempo que nos robaron!

Piensas que soy uno de tantos, un proxeneta que te vende nada a cambio de tu piel. Sonríes con mis palabras, pero no eres sincera – habías hecho lo mismo con otros clientes del bar. Prometo guardar la cámara, ya tenía lo que buscaba, entonces te pido un momento.

- Todavía no termino, espérame tantito– lo dices como promesa pero también como amenaza.

Te alejas, pululas entre miradas sedientas de tu cintura, de tu odio, de tu venganza, nunca de tu indiferencia. El arete en tu ombligo resplandece milagroso, ahuyenta la realidad, la podredumbre de ese antro que cada noche te ve nacer como repartidora de ambrosia.

Aún no conozco tus labios. Imagino su fuerza, su textura, el sonido que evocarán cuando se encuentren con los míos. Imagino lo frágil de tus pechos, lo etéreo de tu sexo refulgente, tu entrega sin reparos, plena, alegre, generosa, envuelta en ternura que te pareció irreconocible, fuera de ti, misteriosa. No me pasa por la cabeza el que fueras Cenicienta: puta después de las doce, con tarifa especial si tomaste más de tres cervezas.

Ya es sábado. Te acercas sin la ropa de trabajo, más bella que nunca, con los pantalones casi tatuados y los hombros en libertad. Me guías hacia lo inevitable, a un cuarto angosto que está arriba del bar, con una cama vieja y sucia, en la que creía imposible no asfixiar el amor. En ese entonces todavía no sé quien eres, me siento seguro de mí, de mi valía como cazador de liebres. Soy un niño que cree que sólo lo haces con aquellos que se ganan tu cariño.

Flota sobre nosotros la brisa del ansia consumada. Soy feliz en una deflagración, te estoy agradecido, espero tenerte siempre junto a mí, como la virgen que cuidará mis pasos, que me dará el perdón divino con la pureza de sus muslos. Pero entonces tu voz traspasa mis ilusiones, me recuerda quien soy, de dónde vengo, que mis amigos esperan abajo y que al siguiente día tengo que volver a ser un mortal, con temores, con obligaciones estúpidas, con la prisa de correr hacia ninguna parte.

-Págale al que está allá afuera y vuelve cuando quieras. Soy Laura, acuérdate.

Al menos tengo la lucidez para entender de que se trata. No te doy las gracias. Me tocas el cabello como si fuera un cachorrito. Te veo por ultima vez, con el pecho listo para recibir al siguiente, con la misma sonrisa, con la misma frescura, con el mismo encanto y con el mismo sabor que se me he quedado como un rescoldo perpetuo.

Parece que nada ha ocurrido. De repente voy camino a casa, entre voces que me preguntan que cómo estuvo, que qué tal te movías, si lo volvería a hacer contigo. Yo sólo puedo responderles que sí, una y mil veces más, hasta hacerme inmune, hasta ser una cucaracha.