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Inicio / Cuenteros Locales / Pierre-Alain / El Abuelo del otro lado de la calle

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A Christine B., que me lo inspiró.

Soy una mujer demasiado sensible. Y demasiado imaginativa también.

A veces, me perjudica.

Me lo va repitiendo mi hija sin cesar: "Pero mamá, ¿a ti qué te importa eso? Ni te va ni te viene. ¿En qué te vas a meter esta vez?"

Es que...

Pero mejor os lo cuento todo desde el principio.

Este invierno, en Madrid, hizo un frío que pelaba - bueno, tampoco es noticia, ya conocéis el dicho1... - El caso es que, cada mañana, camino de la oficina, iba viendo, en la otra acera, a la espera de la luz verde en el mismo semáforo que yo, a un abuelo alto, delgado y bien trajeado, pero sin gabán. ¡Brrr!

Y, no lo pude remediar, en seguida se encogió mi corazón y se me fue de la mano el magín.

El primer día, había notado que vestía un traje príncipe de Gales, con camisa blanca y corbata. Cómo estábamos por el Barrio de Salamanca, no me extrañó nada. Pero que lo llevara sin abrigo, sí.

El segundo día, comenté para mí que tenía las solapas erectas y, al seguirle con la vista, vi que le brillaba un poco el pantalón por detrás.

Al día siguiente, constaté que teníamos emparejado el horario y también que llevaba el mismo traje desde hacía tres días, lo cual no es buena usanza. "No tiene otro con qué alternar" pensé.

Fue al cuarto día solamente, mientras yo tiritaba en mi loden Prada, esperando la luz verde, cuando por fin advertí que el abuelo de enfrente no sólo siempre llevaba el mismo terno sin gabán sino que tampoco gastaba ni sombrero ni bufanda, ni guantes. ¡Caray!

Me estremeció esta constatación.

Vino el verde y mientras cruzábamos el uno hacia el otro, vi cómo se apoyaba en un bastón con pomo de plata. "No parece pobre. ¿Cómo explicar que salga así por estas temperaturas? O será un emigrado ruso y, claro, estos pocos grados bajo cero le parecerán moco de pavo en comparación con los inviernos de su Siberia natal. Hija mía, ¡qué disparate! - corregí para mí - si tiene más pinta de gallego o vasco que de ruso".

Entonces se me ocurrió un estratagema facilón para verificar qué lengua hablaba y qué acento tenía. Así fue como, al quinto día, me hice la distraída y lo atropellé un poco al cruzarnos :

— Perdone, señor, que hoy voy a tientas y estoy apuradísima.
— No pasa nada, señora, tampoco iba yo muy atento.

Hablaba un español perfecto sin el menor acento extranjero, con, tal vez, un deje madrileño, eso sí.

Eliminada la pista loca del Este, sobrevino el fin de semana y no tomé el camino de la oficina sino al lunes siguiente, con cierta prisa, debo confesarlo.

Aquel día, sorteando la muchedumbre matutina, iba fantaseando que tal vez el abuelo del otro lado de la calle se hubiera quedado viudo o sin familiares al lado para cuidar de él y comprobar que no saliera sin ropa de abrigo.

No estaba en el semáforo.

En seguida, no me inquiété demasiado porque había salido de casa con un minuto de retraso, pero hice, sin pensarlo más, una cosa insensata: convencida de que había cruzado hacía poco, emprendí una marcha rápida en la dirección contraria a mi oficina, sólo para alcanzarlo y comprobar que no le había pasado nada. Pero no aparecía por ninguna parte. Al cabo de unos centenares de metros, por fin, volví en mí e hice marcha atrás, a paso de carrera esta vez, porque, seguro, me iba a pillar retrasada mi jefe.

No pude comentar lo sucedido con nadie. ¿A quién me hubiera atrevido a contarle tal disparate? Pero me pasé el día confundida, cavilando en lo que hubiera podido suceder y todos me notaron distraída, más de lo corriente.

El martes, salí de casa con algo de antelación y me quedé plantada en el semáforo diez minutos, dejando pasar el verde un sinnúmero de veces. No estaba ni venía el abuelo. Al fin, tuve que irme, después de que un joven, con calva y gafas de empollón, me dijera, poniéndome la mano civilmente en el hombro:

— ¿Se siente bien, señora? ¿Quiere que la ayude para cruzar? Esta aprensión suya es algo corriente, ¿sabe? pero no se inquiete, con un poco de reeducación, la superará fácilmente. Tome mi tarjeta.

Lo miré atónita, incapaz de soltar palabra. Era un sicólogo que acababa de abrir consulta a dos manzanas de ahí. Por fin, tres pobres palabras lograron salir de mi garganta :

— No, no gracias, tartamudeé antes de huir corriendo hacia mi trabajo.

El incidente me había dejado malparada y tuve que sentarme a la barra de un bar a tomar un cafecito para reponerme. Total, ¡llegué con retraso por segunda vez en dos días, tras diez años de puntualidad casi sin fallo!

El miércoles, el abuelo del otro lado de la calle siguió sin aparecer. Yo, mientras tanto, había llegado a la convicción de que la mejor manera de que volviera era que mi vida reemprendiese su cauce normal. Algún resto de superstición, a lo mejor.

El jueves, por fin, mientras bregaba por salir un sol tímido entre la neblina de febrero, me dio un vuelco el corazón cuando lo divisé a la vera del paso para peatones.

Pulcro como siempre, lustrados los zapatos, cuidadosamente peinadas hacia atrás las deslumbrantes canas, se apoyaba en el bastón con la mano izquierda y llevaba doblado el periódico bajo el brazo derecho, con la mano en el bolsillo del pantalón.

"¡Qué distinguido! pensé. Pero, ¿adónde va así, con este frío?" Me hervían las puntas de los dedos dentro de los guantes, me picoteaba dolorosamente la nariz y me estremecí de cuerpo arriba para abajo al verle tan poco abrigado.

Atravesamos la avenida, perdidos en el tropel mañanero, cual rebaño aturdido hacia cualquier precipicio. Entonces me di cuenta de que les llevaba media cabeza a los más altos.

"Ave María, Virgen purísima, haga, por favor, que se nos acabe esta neblina helada y salga por fin un sol de los buenos" recé para mis adentros. No había rezado desde la muerte de mi madre, cinco años antes y esta constatación me llenó de temor. "Hija mía, ¿qué te pasa? ¿Te estás volviendo loca o qué? No tiene eso el menor sentido común. Si te interesa tanto la suerte de este caballero, toma contacto con él de una vez y no le des más rodeos al asunto o te vas a quedar tarambana".

Ésa fue la decisión que tomé antes de sentarme a mi despacho, para liberar el espíritu y poder concentrarme en las insulsas tareas del día.

De vuelta en casa, lo comenté un poco con mi hija, a quien le había expuesto mi preocupación unos días antes.

— ¿Quieres que te diga, mamá? Yo que él, te plantaría cara de malos modos, ¿eh?
— Pero si arriesga con morirse de frío, si nadie hace nada.
— Mamá, eres una exagerada de las que no hay. Deberías escribir novelas en vez de seguir con este curro de mierda que tienes. ¡A ese tío, no eres tú quien lo obliga a salir tan de mañana con este frío! Por favor, mamá, deja de meterte así en asuntos ajenos.

Estaba el mundo al revés. ¡La egoista de mi quinceañerame le daba un rapapolvo a su madre por altruista!

Pero, no por eso desistí.

Habíamos llegado al viernes. Hacía dos semanas que me había topado por primera vez con el abuelo del otro lado de la calle y al cabo de este día quedaría dos más sin saber de él.

El termómetro se mantenía por los suelos. Ya no cantaba ningún pajarito por el Retiro y los cisnes del Estanque amenazaban con quedar presos del hielo.

Tenía que esclarecer este lío de cualquier manera antes de que me echara a perder la vida completamente.

Pues bien, no fui al trabajo sino que seguí al abuelo. Desde lejos, primero, y luego de más cerca, por miedo a perderlo de vista cuando doblase alguna esquina. Pero fuimos recto hasta Manuel Becerra. Allí se subió a un autobús y yo lo cogí por los pelos. Éste nos llevó hasta la entrada del Cementerio de la Almudena, última morada sin pesar, por cierto, pero por la que te pierdes al menor descuido, de tan extenso como es.

Pasamos, a distancia suficiente el uno del otro y como sin rumbo preciso, por delante de la tumba de Lola Flores2, luego de la del Yiyo3, con su paloma en mano, y terminó por detenerse ante una tumba que resultó estar al lado de la olvidada de Benito Pérez Galdós4. En la losa, se adivinaba una inscripción dorada más reciente que las otras.

Me acerqué de puntillas para esconderme detrás de una tumba vecina.

Estaba el abuelo hablando en voz medio alta :

— ¿Que quieres que te diga hoy, Maruja? Sigue el tiempo igual de frío, pero estoy bien, no te preocupes. Mejor me iría si encontrase el abrigo, claro. Registré en vano todos los armarios. Ayer, por fin me acordé de que, este verano, lo pusiste en la tintorería, pero no sé cuál y se perdió la ficha. En las del barrio no fue, porque ya pregunté allí y me dijeron que no. Por eso falté dos días, perdóname. Con mis años sería un despropósito comprar un abrigo nuevo. Tal vez venga a verte por la tarde en vez de por la mañana si acucia más, pero, de momento no me viene mal este paseo matutino y apenas sale el sol en todo el día. ¿Sabes que la gente me empieza a mirar de soslayo? Se inquietará por mí, probablemente. Anda arropada de pies a cabeza. Pero, tú sabes que siempre fui amigo del frío, ¿verdad? ¿Recuerdas los inviernos transparentes de Soria, allá por los años cuarenta? Cuando tenía, cada mañana, que romper el hielo de la pila para hacer el café. Bueno, soy menos resistente ahora, cosa de los años y de tu ausencia, pero este frío me recuerda tan buenos tiempos, Marujita...

No quise oír más. Sentía vergüenza de enterarme así de los secretos de un amor. Me alejé tan silenciosamente como pude, confusa como jamás.

Al día siguiente, tras encontrar la dirección del abuelo en la guía de teléfonos, le mandé anónimamente uno de los abrigos de mi marido, sin decirle nada a éste, y, cuando se inquietó por la prenda, hace poco, le constesté :

— Lo había mandado a limpiar, pero parece que lo han perdido...
— ¡Joder... un abrigo de cincuenta mil pelas!
— No chilles. Tienes otro y dije que valía setenta.
— Bueno. Menos mal.

Nuestra hija asistía a la conversación y abrió la boca como para revelar que lo había comprendido todo, pero, por una vez la solidaridad femenina tuvo razón de sus posibles ganas de humillarme. Y sólo dijo, entre disconforme y socarrona :

— Pasa cada cosa aquí...

©Pierre-Alain GASSE, mayo de 2005.

1 - Nueve meses de invierno, tres de infierno.
2 - Mª Dolores Flores Ruiz, alias Lola Flores, bailarina y cantante popular, Jerez de la Frontera - Madrid (1925-1995).
3 - El Yiyo (José Cubero), 1964-85, torero con futuro nacido en Burdeos, matado por un toro en la plaza de Colmenar Viejo, cerca de Madrid.
4 - Escritor español (Las Palmas, 1843- Madrid, 1920) que cultivó el género teatral y la novela con gran sentido del realismo.


©Pierre-Alain GASSE, mayo de 2005.
http://pierrealaingasse.fr/esp/

Texto agregado el 26-05-2005, y leído por 222 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
14-07-2005 Es un cuento estupendo, excelente narración. Mis 5 humildes * para tan grandioso cuento Peter_6
 
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