Siempre hay que sacarlo todo; desde el fondo para afuera. Espero algún día realmente poder respirar, vagar entre el aire y sentirlo circulando dentro de mí. No sé cómo empezó; antes de darme cuenta ya era mi realidad. Impregnado en mis suspiros, acompañándome tras cada despertar, robándome pedacitos de alma. Quizás era cuando más sola me sentía que volteaba y lo aceptaba como mi compañía, mi escape de la realidad, mi visión extasiante del futuro… lo único bello de la vida. Después se volvió cotidiano y malditamente monótono. No fue nada extraordinario, sólo fui yo y millones de otros igual que yo. Fui yo y la humanidad, colectivamente, de bajada.
Me enfermaba que hubieran otros como yo, que se apañaran mi individualidad y me dejaran en un vacío oscuro, con una máscara sobre mis lágrimas tras noches abismales. De repente ya me sentía extraña y veía mis manos como si no fueran mías, pero era exactamente igual a los otros. Somos un reflejo, como el agua en una laguna tranquila. Nuestra esencia desaparece dentro de la masa; el mundo nos consume.
Fue la desesperación la que me trajo aquí. El universo nunca es justo y es por eso que resulta cruel. Recuerdo los extremos más que nada, la volubilidad de un instante a otro, la falta de certeza. Volaba entre mis sentimientos, flotando entre el borde de las lágrimas y de las risas; queriendo morir y ser grandeza, belleza y odio, amistad y soledad. La vida era un teatro lleno de drama, una comedia televisiva interminable, inagotable, eterna. Se podría decir que estaba cansada, hastiada, y eso me llevó a la desesperación. Quise huir de mí misma dentro de un hermoso sueño infinito, y mientras soñaba con ver rosas muertas sobre el mar, rocé mi propia muerte. Saboreé la esencia del infierno, con las yemas de mis dedos toqué el fuego. Casi lo logro, pero de bajada me quemé. Con cortadas sobre mis muñecas, espesa sangre cayendo en el baño, escuché un timbre de teléfono… dos… tres… cuatro veces. Silencio. Un mensaje. Yo llorando, cayendo al piso también, secando mis heridas que se repondrían como mi alma jamás sería capaz de hacerlo. Así fue la desesperación, un grito agónico buscando atención, más amor, un significado dentro del caos; así fue que llegué aquí; así fue que empecé a vivir.
Cada semana sesenta minutos y una sola frase de inicio, “Empecemos…” y yo sabía que no podría correr. Era mejor que cualquier otra cosa, aquí me escuchaban; me podía echar monólogos eternos y dejarme consumir en mi egocentrismo ególatra para sentir que realmente importaba. Tenía que crecer, esa era la cruda realidad. ¿Por qué? ¿Cómo? Siempre así. Después vinieron las pastillas, cuatro al día; dos para quitarme la estupidez y dos para que dejara la ansiedad. Al principio no sabía qué pensar; era casi como si trataran de borrar mi esencia con fórmulas tan sencillas, previamente estudiadas y probadas. Me quitaban mi personalidad, pretendían cambiar mis patrones de pensamiento, sofocaban mis sentimientos. Yo gritaba por dentro, me escondía más, detestaba la idea de salir a un lugar así, a un mundo con tanta gente y tan pocas personas. Pero el sistema siempre gana y poco a poco me fueron domesticando.
La locura es belleza, es idealización, es risa, es poesía, es todo. Conforme más locos estamos, más sanos laten nuestros corazones. Se vive intensamente porque se siente y sentir es como desgarrar la piel lentamente dejando cicatrices que nunca desvanecen. La pasión se desata en un lugar donde la cordura no deja espacio para soñar más. Somos hijos de la razón, tristemente.
Me diagnosticaron depresión doble y personalidad borderline. Me etiquetaron y después pusieron mis archivos en un fólder amarillo con mi nombre y edad, estado civil soltera. Ya clasificada, sin poder tener a dónde huir porque esta vida no tiene escapatoria, tragué una fuerte bocanada de aire y decidí sobrepasar a las estructuras.
La depresión es un túnel sucio y pequeño, como las alcantarillas de las peores ciudades. Es una contaminación mental que va envenenando desde adentro para afuera y de repente, antes de que te des cuenta, eres un muerto viviente que no trasciende y que no crea, que no deja nada. ¡Hay que sacarlo todo! Hay que gritar y gritar hasta que el otro lado del mundo nos escuche para después gritar un poco más. Hay que aprender a llorar y a decir las cosas que se sienten; aprender a decir no y sí. Hay que aprender a amar, porque el amor es lo único que salva.
La salida del túnel es como un conjunto de escalones empinados que parecen subir hasta las nubes, hacia el espacio y la nada. Cada paso que se da significa inhalar y aguantar más que ayer. La subida siempre es difícil, incluso temerosa. A veces me caigo todavía, pero se siente bien estar parado y sentir la sangre fluyendo. Se siente bien seguir viva, saber que despertar cada día es como otro milagro de la naturaleza. La mayoría de los días aún duele, duele profundo, pero quizá vale la pena el riesgo porque el futuro, seguro, será maravilloso.
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